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El blog de Angel Arias

Temas de restauración

Cómo no montar un restaurante: Especies y condimentos

Pocos son los cocineros que se resisten a empezar a confeccionar un plato salado de otra forma que picando cebolla. La mayor parte de las recetas incluyen cebolla, que se consagra como el ingrediente fundamental de todo menú.

Ah, pero hay personas que no toleran la cebolla. Esos clientes advierten que la ensalada se les sirva sin cebolla, o preguntan si tal o cual plato tiene o no de ese, para muchos otros, apreciado bulbo.

En menor escala, puede hablarse del pimiento, del ajo, del perejil o de cualquier especie. Habrá alérgicos al eneldo, abominadores del comino o espantados por el tomillo. Y algunos exigentes gourmets no querrán que se les adultere, dirán, ninguno de los alimentos con especie alguna.

La teoría dice que las carnes recias, empezando por el cerdo y acabando con la caza (perdiz, jabalí, corzo, oso, etc) piden a gritos una preparación macerada en especies, que enmascare los sabores originales del alimento. Por el contrario, sería una aberración embadurnar de tomillo un solomillo de vacuno o echarle eneldo a una lubina recién pescada en el Cantábrico (si es que aún quedan cuando se lean estas líneas).

Mi amigo y colega de la ingeniería Santiago González del Valle ("Tatajo")es de los que opinan que la cebolla en la cocina debe usarse poquísimo. En cambio, tiene estupendas recetas sofisticadas y geniales, como la gallina trufada, al alcance solo de pacientes cocineros que quieran obsequiar con una cena inolvidable a sus invitados.

Santiago dice también -contradiciendo su supuesta aversión a utilizar condimentos- que no prepara gambas al ajillo, sino ajos al gambillo, pues en una buena sartenada de magníficos dientes de ajo (pelados), pone, cuando ya están hechos, unas pocas gambas.

La mayor parte de los cocineros profesionales echan multitud de especies a las comidas, pretendiendo sorprender los paladares de sus comensales con sabores complejos. La esencia del producto original queda así enmascarado, produciéndose una reacción gustativa que, seguramente, es equivalente a la del pintor que embadurna un cuadro, disgustado con el resultado.

Tenemos como trabajo nuevo, el redescubrir a los jóvenes los sabores y olores que nos educaron las papilas en nuestra niñez. De momento, vencen el ketchup y la mostaza.

Cómo no montar un restaurante: Corregir errores sobre la marcha

(Este Comentario proviene de mi libro "Cómo no montar un restaurante", del que tengo publicados varios capítulos y extractos en este Cuaderno).

Por ley natural, y aunque haya previsto todo con meticulosa planificación, algunas cosas no saldrán exactamente como Vd. había deseado. En realidad, casi nada sucederá conforme a las previsiones. No porque Vd. sea un inepto, sino porque, por mucho que se esfuerce, la realidad superará las elucubraciones de su imaginación.

Tendrá que estar preparado, y mentalizado, para corregir errores y subsanar dificultades sobre la marcha. ¿Cómo va a imaginarse que su encantador jefe de sala se dedica a vaciarle las botellas de coñac cuando Vd. abandona el local? ¿Qué mente retorcida podrá predecir que el jefe de cocina y el maître no se hablarán, una vez que se han dado mutuamente calabazas? ¿Puede concebir que los cds que Vd. ha seleccionado cuidadosamente para crear un ambiente agradable, se utilicen como soporte para tomarse unas rallitas de coca?

Corregir significa, dicho crudamente, eliminar sin ningún temor ni sentir escrúpulo todo aquello que le esté costando dinero sin obtener beneficio por su existencia. Como si se tratara de un grifo abierto, de mantenerse, esas fugas le conducirán rápida e irremisiblemente a la pérdida de todo el dinero y la ilusión que haya puesto en el restaurante, e incluso, si no se anda con tino, bastante más de lo que tiene, conduciéndole a su ruina.

No tiene por qué ser así, obviamente. El restaurante deberá proporcionarle las mejores alegrías, y hacerle rico. Para eso se ha comprado este libro, para aprender de los errores de los demás.

Lo más normal es que, si ha hecho una apertura del local invitando a todos sus amigos, vecinos y conocidos, la afluencia al restaurante no sea la esperada, y las cifras de facturación se resientan. Le sobrará personal, le sobrarán víveres, se le caerá la moral al suelo.

Tranquilidad. Libérese, ante todo, del personal que le resulte excedentario. Vd. no ha planificado una ong. El trabajo de sus empleados debe ser útil, rentable. Si había pensado en cuatro camareros y descubre que solo tiene verdadero trabajo para dos, en lugar de dejar que se atropellen entre sí para servir a la reducida clientela, o que se acostumbren a remolonear haciendo que hacen, despídalos, con buenas palabras, explicando que no tiene actividad suficiente para mantenerlos empleados.

Vigile que las compras de materias primas son las adecuadas, sin excesos, sin que sobre demasiado material que haya que tirar al cubo de la basura o, aún peor, se pierda en las cámaras. Vd. habrá seleccionado, de entre los posibles proveedores, aquellos que le ofrezcan la mejor garantía de calidad. No seleccione por precio y, sobre todo, no seleccione por su menor precio a los suministradores de sus productos estrella.

Si ofrece bacalao al pilpil, por ejemplo, que el bacalao sea el mejor. Si ha de haber solomillo, no racanee trayendo la carne de un carnicero que no conozca ni su padre.

Eso sí, si va a dar croquetas o hamburguesas como plato principal, tampoco necesita hacer las croquetas de jamón de Jabugo o las hamburguesas de buey kobe. Puede hacerlas, desde luego, pero le aseguro que nadie podrá distinguir si el jamón o la carne son de pata negra. Hay mucho mito en torno a la supuesta capacidad del gourmet para distinguir sabores, pero solo especialistas muy avezados podrán descubrir si se las dan con queso cuando la materia está tan enmascarada o en pequeñas proporciones.

Cómo no montar un restaurante: Valoración de la competencia

(Este comentario forma parte de mi libro: "Cómo no montar un restaurante", en el que recojo mi experiencia como restaurador, centrada, casi exclusivamente, en el restaurante que con la modelo Laura Ponte y otros amigos, abrí hace siete años. El restaurante se llamó AlNorte.)

Recuerdo bien que, como habíamos empezado la casa por el revés, me pasé días, después de terminar mi trabajo, anotando la ubicación de todos y cada uno de los restaurantes de la zona, sus cartas, los precios de las mismas y del menú del día, y la clientela que podía detectar, según la hora del día.

¿Qué quiero decir con empezar la casa al revés?.  Pues que habíamos comprado el local antes de estudiar la competencia y, sobre todo, sin haber atendido a la directriz principal que ningún restaurador puede obviar: el local debe estar en el sitio por donde pase la gente, jamás se debe tener la ilusión de que el público se sentirá atraído por nuestra oferta.

Claro que nosotros teníamos un as bajo la manga. Nuestra socia era una conocida modelo, y las revistas del corazón se encargarían de proporcionarnos publicidad gratuita.

Como cuento en otro lugar, el local que habíamos adquirido necesitaba una profunda reforma. El diseño debía ser singular, puesto que queríamos destacar como restaurante de cierta elegancia. Hubiera sido mejor, por la zona, abrir un local para comidas rápidas y baratas (la proximidad a la Puerta del Sol y al Palacio Real resultaba determinante del tipo de público), pero nos dejamos seducir por la idea de un restaurante a lo niuyorquino, o algo así.

La zona de influencia del restaurante estaba bastante abadonada. Aunque ubicado en una plazuela con encanto, de los pocos que aún quedan en Madrid,  pertenecía a un área que la gente desconocía. Había varios restaurantes, desde luego, que malvivían en dura competencia, algunos de ellos regentados por su propietario-maitre y su esposa-cocinera. Ofrecían menús muy baratos y muy dignos. Sin estridencia alguna, sin especial novedad, pero apetitosos.

Gasté dinero en probar sus comidas. Me convencí de que la calidad era más que aceptable, en general. Un poco más allá del área de influencia directa, había las representaciones de las cadenas que ofrecían hamburguesas, pizzas o bocadillos de jamón y tortilla. Nada que hacer contra ellos.

Tampoco cabría competir contra los bares, provistos de televisión panorámica, permanentemente encendida, que cada miércoles, y viernes, por lo menos, ofrecían interesantísimos partidos para una clientela que tomaba un par de cubalibres o un vinazo mientras se manchaba algo los pantalones con la grasa del magnífico chorizo de pueblo con el que les obsequiaba el patrón. 

El aceite en la restauración: Productos, sabores y recetas

(Este es el resumen de la Ponencia que presenté en las Jornadas sobre el Aceite Picual que se celebraron en Baeza en octubre de 2008).

Introducción.-

El privilegio de supuesta autoridad para escribir el presente artículo que esgrime el autor, es haber sido durante varios años, propietario de un restaurante en Madrid, experiencia enriquecedora (en lo espiritual) que le animó a escribir un libro “Cómo no montar un restaurante”.

Las líneas que siguen a continuación, resumen de la ponencia que presenté al Curso sobre “Tecnologías y Desarrollo sostenible del Olivar” que se celebró en Baeza del 29 al 31 de octubre de 2008, pretenden contribuir a la difusión de los empleos culinarios del aceite, a partir de un repaso rápido por la Historia de las recetas y usos de este líquido.

Del Refranero popular a la cultura oleica moderna.-

Desde la perspectiva dietética y culinaria moderna, la sabiduría popular yerra al intentar plasmar las virtudes del aceite. La mejor cocinera no es la aceitera, porque el aceite es un elemento vivo, variado, que aporta sus peculiaridades a ensaladas y guisos, y, por tanto, su uso debe adaptarse al efecto pretendido.

Tampoco el aceite, el vino y el amigo, son mejores cuanto más antiguos. Si bien caben pocas dudas respecto al valor de la antigüedad en los dos últimos, para el aceite, cabe decir que es obligado mantener los aceites en lugares frescos y oscuros, protegidos del contacto con el aire, y consumirlos, a ser posible, dentro del año de producción.

Aún más criticable resultaría apelar al dicho de que el aceite y el romero frito, son pan bendito. Al freír el aceite se pierde una buena parte de sus características organolépticas, y la adición de especies al líquido, debe ser cuidadosa para no enmascarar las buenas cualidades originales.

El prestigio del aceite se entronca con elementos elitistas y religiosos.-

Cuando, a partir del siglo V, los controles estatales que pesaban sobre el aceite desaparecieron, las órdenes religiosas se convirtieron en propietarias de la mayor parte de los olivares. El uso era fundamentalmente litúrgico, pues las Sagradas Escrituras prescriben que el aceite de oliva debía ser el único empleado a los candiles de los altares.

El aceite era consumido como condimento por las clases económicamente más pudientes y, en particular, por los clérigos y religiosos.  Era tan importante la consideración que merecía el aceite en los monasterios, que cada día recibían monjes y religiosas su ración de aceite. Si escaseaba, podía ser precisa la intervención de los bienaventurados, contándose que Santa Clara consiguió llenar un cuenco vacío para sus monjas enfermas, situándolo en el exterior del convento.

En el siglo XVI, el empleo culinario del aceite de oliva se había generalizado, aunque, como nos recuerda Cervantes en el Quijote, su uso principal era para freír cosas de masa, que luego “se zambullían en otra caldera preparada de miel”, visión golosa que sorprendió gratamente a Sancho en los festejos que se hicieron en su honor como gobernador de la ínsula Barataria.

Consumo aconsejable de aceite de oliva.-

Las cualidades del zumo de la aceituna que conocemos como aceite de oliva son, hoy, bien apreciadas. Tiene efectos beneficiosos sobre el colesterol, es rico en vitamina E, anticancerígeno, estimulante de la vesícula biliar, y protector de la epidermis. Su alto porcentaje en ácidos grasos monoinsaturados –entre el 65 y el 80%, en general-, lo convierte en constituyente predilecto de la dieta mediterránea, en la que las grasas saturadas no deben superar el 8% de la energía necesaria para el organismo.

De ello resulta que, si un individuo adulto normal necesita aportar diariamente unas 2.500 Kcalorías, de las que las grasas –cualquiera que sea su origen- habrían de constituir un 25 a 35%,  la cantidad de aceite recomendada no superará los 55 g, equivalente a unas 5 cucharadas soperas. Esta afirmación nos llevaría a limitar la ingesta de aceite, tomando en consideración la aportación específica de cada alimento.

Así, por ejemplo, una comida tipo que consistiera en una taza de gazpacho (en la que por persona se consumen 50g) una fritura de carne (que aportaría a la ración unos 20 a 25g) y un bollo o dulce de postre (con sus 15 a 30g de aceite), conduciría a un total ingerido probablemente superior al doble del consumo aconsejable.

Cabría concluir, pues, que en los estómagos españoles es posible que no quepa más aceite. Pero sí cabe mejor.

Tipos de aceite de oliva.-

La confusión del consumidor respecto a los diferentes tipos de aceite de oliva disponibles en el mercado es muy alta. La comercialización se realiza habitualmente como “aceite de oliva”, simplemente, que es, en realidad, una mezcla de aceite refinado y alguna proporción de aceite de oliva virgen, añadido para rectificar el grado de acidez.

Pero en verdad, la definición del aceite de oliva virgen resulta imprecisa. Aceites vírgenes son aquellos que se obtienen de aceitunas frescas y sanas, lavadas y molturadas el mismo día de la recolección, para evitar su atrojamiento (putrefacción), en las que el aceite ha sido extraído a baja temperatura y conservado en depósitos adecuados.

Tanto el Consejo Oleícola Internacional, como el Reglamento de la UE 1523/2001, modificado por el 702/2007, estipulan para el aceite virgen extra dos límites relativos al grado de acidez máxima que, para el primero, se fija en 1º y para el segundo en 0,8º.  La distinción entre aceite virgen extra o aceite virgen (simplemente) se refiere a la pequeña pérdida de calidad del segundo respecto al primero, como consecuencia de los análisis químicos de su grado de acidez, índice de peróxidos y absorbancia en el ultravioleta (K270). También se puntúan las características organolépticas, puntuadas por un panel de expertos.

Si la pérdida de calidad es tan importante que el aceite no resulta apto para el consumo humano, ha de ser obligatoriamente refinado, y hasta que no lo sea, se le denomina lampante, en recuerdo del uso tradicional más común, el servir de combustible a las lámparas.

La cata del aceite evalúa los atributos del mismo, en especial el llamado atributo de frutado, que es el conjunto de sensaciones olfativas y gustativas características del tipo de aceite: amargo, dulce, picante, verde, etc. La mediana de frutado es la mediana estadística de las puntuaciones del panel de expertos, que ha de ser superior a cero.

La mediana de defectos es, por su parte, la mediana estadística de los atributos negativos (por ejemplo: sabor a hierba seca, existencia de borras, atrojado, etc.), ha de ser menor a 2,5, lo que equivale a decir que no más de 2 miembros de un panel de 10 han de encontrarle algún defecto al aceite, para que pueda ser calificado de aceite virgen.

Denominación de origen para el aceite de oliva.-

En España, la variedad de tipos de aceituna es tan amplia, que algunos expertos han llegado a catalogar más de 300 tipos, cada uno con sus características propias. Copiando el esquema de las Denominaciones de Origen utilizadas para el vino, las distintas comarcas aceiteras se han entregado a una carrera por la diferenciación oficial, dando como resultado que existen en la actualidad más de 25 D.O. diferentes.

Solo en Jaén, la provincia oleícola española por excelencia, cuya producción se concentra en torno a la variedad picual, se han designado cinco denominaciones de origen:  Sierra de Segura, Jaén Sierra Sur, Sierra de Cazorla, Campiñas de Jaén y Sierra Mágina.

En mi opinión, tal proliferación es un despropósito. Por múltiples razones. En primer lugar, el consumidor no tiene la formación gustativa para distinguir entre tantos tipos de aceites. En segundo lugar, la existencia de tal variedad de denominaciones, mueve al desconcierto y perjudica un mensaje publicitario conjunto, dispersando así los mensajes y haciéndolos baldíos para el consumidor medio.

Pero aún más grave es que las grandes comercializadoras no se preocupan de promocionar las denominaciones de origen, sino que utilizan una denominación genérica, y confusa, para presentar el aceite en el mercado. Se apoya el “aceite de oliva”, en general (es decir, no necesariamente virgen), y se pone de manifiesto el tipo de acidez, como si esa característica fuera determinante de calidad, cuando existen aceites vírgenes extra que no superan 0,1º y el grado de acidez no pudiera ser obtenido, a voluntad, mezclando aceites de diversas procedencias, de forma adecuada.

Primera aproximación al maridaje de aceites.-

Dentro de esa propensión a apoyar lo exótico y la cultura de lo diferente, ciertos expertos culinarios han empezado a difundir diversas opciones de maridaje de aceites de oliva y la comida.  En algunos restaurantes se presenta una Carta de aceites, invitando al cliente a probar sabores del líquido añadidos a la comida.

Es cierto que existe una gran variedad de aromas y sabores entre los aceites vírgenes, pero, como en el caso de los vinos, cabe decir, ante todo, que el maridaje es algo subjetivo, relacionado con la propia experiencia gustativa, y las apetencias de cada uno.

Y, por supuesto, el maridaje solo tiene sentido cuando se utiliza el aceite en crudo o por debajo de los 45º. A temperaturas superiores, el aceite empieza su descomposición.

Esto nos llevaría a aconsejar que los aceites vírgenes extras se utilicen, preferentemente, para el aliño de ensaladas y verduras (crudas o cocidas), en salsas que no hayan precisado cocción,  o para añadir a aquellos alimentos ya elaborados a los que se quiera dar un toque especial de sabor a aceite (por ejemplo, en helados, tortillas, huevos revueltos, etc.).

Ideas básicas para el maridaje del aceite de oliva extra picual.-

Los defensores a ultranza  del sabor de este aceite, ligeramente amargo –incluso en demasía para algunos gustos-, lo aconsejan para su uso en todo tipo de guisos y aderezos. Dicen tomar las primeras energías con una tostada bien impregnada de aceite picual, y utilizarlo tanto para salsas, pipirranas,  remojones, freír, confitar, asar o en repostería, con una devoción inquebrantable.

Nada que objetar, por supuesto. Como casi todos los alimentos, quienes mejor lo saben utilizar son quienes los tienen a la mano, desde hace siglos. En cocina, el mejor guiso siempre será el que prepara o preparaba nuestra madre y el mejor asado el que hacemos en nuestro horno o espetera. El ambiente, la atmósfera, es también un elemento sustancial para una buena comida. El aceite más amargo puede saber a gloria en buena compañía, como el vino más rancio sería capaz de pasar por néctar si es ofrecido en una ceremonia de seducción por alguien apetecible.

Como el aceite de la variedad picual es el de mayor producción en nuestro país, ha sido también el más empleado en cocina, pudiendo decirse que el paladar medio español está más habituado a soportar, o mejor, a valorar, sus características algo amargas, complaciéndose en sus valores afrutados y su olor a campo.

El uso del aceite en Ensaladas, salmorejos, salsas, gazpachos y almodrotes.-

El mejor uso del picual –y otros aceites de oliva- es las ensaladas. Muy al contrario de lo que opina gráficamente Angel Pons (recogido en ese manual imperecedero de la Cocina tradicional que escribió Juan Muro), las ensaladas de la propia huerta, aderezadas con un buen aceite virgen extra y un vinagre que esté a la altura –no necesariamente de Módena, ya que tenemos excelentes vinagres de vino o de sidra en estos lares-, la ensalada es una comida muy higiénica, y su destino es la ingesta, y no el tirarla por la ventana (como aconseja malévolamente el humorista).

Las salsas son un escenario inmenso, apto para emplear la imaginación, en donde el aceite picual brilla en todo esplendor.

Puede ser utilizado como almodrote (salsa de aceite, ajos asados y pelados, queso rallado y yemas de huevo-, al que Estebanillo no hace justicia en su Cátedra –“pariente del malcocinado de Valladolid, tenía la olla en la que se guisaba tantas zarandajas, que solo faltaba jabón y lana para ser olla romance”-.

Es imprescindible en el gazpacho, ese plato de sabiduría popular que admite tantas variantes como cocineros, y al que ahora se ha dado en añadir,  dulcificando el sabor, zumo de melón, sandía, manzana o uvas, según la época y los humores del que anda con la batidora.

Luce también el picual en el salmorejo, ese “guiso propio de pastores”, que machaca molla (miga de pan) con ajos, agua, vinagre, sal y aceite crudo, y que era uno de los instrumentos de seducción que la Lozana andaluza imaginada por el jienense F. Delicado utilizó para convencer al Monseñor de sus dotes culinarias, además de los otros placeres que estaba dispuesta a darle.  Y, antes de pasar por prensa alguna, las aceitunas verdes o negras pueden formar parte de una deliciosa tapenade, machacadas con alcaparras, anchoas, tomillo, ajo, aceite de oliva; esa tapenade combina excelentemente con unos fritos de queso de cabra rebozado en pan rallado, que los buenos cocinillas habrán cortado previamente en briquetas.

La recuperación de viejas recetas y el ansia de novedad afecta también al aceite de oliva

La recuperación de viejas recetas ha traído a algunos fogones  de élite el garum, receta inspirada en otras que recogió Marcus Gavius Apicius en su De re coquinaria, y que, según cuenta, hacía las delicias de los romanos de mayor alcurnia. Esa salsa a la que se atribuían efectos afrodisíacos, se conseguía haciendo fermentar vísceras de varios peces en salmuera, y se añadía a casi todos los guisos. En la ceremonia de presentación de la casa romana recuperada de Veranes, en Gijón, hace pocos meses, se obsequió a los asistentes con varias delicadezas, entre las que no faltaban el moretum (queso fresco al aceite de perejil), el pullum oxizomvum (brocheta de pollo en salsa picante, inspirada en el garum) y otras maravillas para asombrar a los paladares escogidos.

Pero si el lector quiere empezar con algo más clásico, puede animarse a preparar un ajoblanco con uvas, batiendo 125 g de almendras, 4 dientes de ajo, migas de medio pan, 40 g de aceite virgen extra y medio vaso de agua, añadiendo algunas uvas de moscatel al líquido frío de nevera.

Saltear, confitar o freír: De las migas al confitado de cochinillo.-

La gran disyuntiva gustativa en relación con los usos del aceite que no pasen por su empleo directo desde la botella al plato, está entre saltear o freír.

Para saltear, cocemos el alimento en fuego vivo, dorando el alimento para sellar sus jugos. Para freír, sumergimos los alimentos –tanto si están ya cocidos como si lo fueran crudos- en un baño de aceite por encima de 130º y por debajo, en todo caso, de los 180º, para que queden dorados y crujientes.  La ventaja del aceite de oliva virgen como elemento de fritura es que forma una corteza en las superficies de los alimentos, que impide que el aceite penetre en el interior, manteniendo así las características originales del producto que se ha freído en él.

Las migas son un plato sencillo, contundente y muy efectivo. Pochadas las cebollas, el chorizo, el tocino, los ajos,  y los pimientos rojos se fríen en el aceite de oliva virgen (por separado, para diletantes, o a lo John Wayne para menos escrupulosos), añadiendo luego agua y el pan del día anterior, removiendo en la sartén durante unos 30 minutos. El poder alimenticio del plato puede ser reforzado con lo que se tenga a mano, desde sardinas hasta aceitunas.

Pero nada será comparable a unos huevos fritos con patatas soufflé. Pardo Bazán, en su Cocina española antigua, recomienda echar el huevo desde un pocillo chico, desde la menor altura posible, en el aceite humeante, salpicarlo con la espumadera un par de veces, y redondear la forma de presentación con un pocillo más grande. Muro lo complica algo, pues ordena separar la yema de la clara, friendo ésta únicamente, y echando encima, ya con la sartén fuera del fuego, en el centro, lo amarillo.

A mí me gusta acompañar los huevos fritos con jamón, -por supuesto-, y patatas soufflé. Hay que tener para ello preparadas dos sartenes, una de ellas con aceite muy caliente, para sumergir las láminas de patata de unos 4 a 5 mm que se habrán pasado por la primera, sin dejarlas dorar, en donde el aceite estará a una temperatura moderada (unos 70 º).

De entre las innumerables recetas en las que el aceite entra como soporte para cocer o freír, los confitados han entrado con fuerza especial en la cocina actual. Para confitar, se controla la temperatura del aceite entre 65º y 90º y se sumergen completamente los alimentos durante horas, para que se vayan haciendo lentamente.  El confitado de cochinillo es una de las realizaciones más lucidas. Los trozos del lechón se dejan hacer al fuego durante varias horas –hasta 6 y 8, según el tamaño y la potencia del fuego-, dándoles un toque final a horno fuerte (250º), o a la plancha, para que adquieran un tono dorado muy apetitoso.

Otros usos. Setas en aceite y jabón ecológico.-

Este rápido y sesgado repaso por los usos culinarios del aceite podría terminar con dos empleos menos socorridos en la actualidad. La conservación de las setas de campo en aceite es una de ellas. Se hace hervir un litro de agua (para 1 kg de setas), medio de vinagre, una pizca de pimienta en grano, uno o dos dientes de ajo, y un par de hojas de laurel. A continuación, se añaden las setas, enteras o a trozos, y se cuecen durante unos minutos. Se escurren y se reservan durante unas horas, para acabar depositándolas en un tarro esterilizado que se rellena con aceite precalentado a 40ºC.

Y tampoco está de más recordar, supongo, que el aceite usado no debe arrojarse por la bañera o el albañal, sino entregarse a recolectores especializados para su tratamiento posterior. Pero si se quiere ser autosuficiente, bastará hacer un homenaje a aquellas lavanderas, no tan alejadas en el tiempo, que recogían los turbios de las albercas de las almazaras, haciendo con ellas jabón de buena calidad.

Con medio kilo de sosa cáustica, tres litros de aceite usado –después de cinco frituras en sartén o unas 20 en freidora- y otros tantos de agua, teniendo cuidado por la fuerte reacción exotérmica, se mezclarán lentamente el agua y la sosa, añadiendo el aceite poco a poco sin dejar de remover. Después, se vierte la masa en un molde adecuado, tal vez añadiendo azulete si se quiere mejorar el aspecto del producto y su poder blanqueante, y se deja endurecer.

 

 

Final.-

La conferencia que pronuncié en Baeza, contando con la indulgencia del entendido público, profesores de la UNIA, colegas del CIDES, acompañantes y asistentes al Curso, en su mayor parte, cooperativistas del aceite, la terminé con unos versos de Juan José Bravo, poeta todoterreno, que escribió un Soneto para comer aceitunas:

“Como es generalmente apetitoso/el fruto encarozado y nutritivo,/en muchas ocasiones es motivo/ de atención especial de algún goloso”.

En la traslación escrita de lo que allí fueron transparencias, no quiero, sin embargo, dejar de poner énfasis en algunas de las reflexiones que me permití subrayar en mi ponencia:

-Es imprescindible aumentar la educación del consumidor de aceite, orientándole respecto a calidades.

-Los precios actuales del aceite de oliva, controlados por las grandes cadenas de distribución, no favorecen la diferenciación de calidades, y crean una presión contraproducente sobre la masificación de la producción de aceite, ya que el mercado no diferencia suficientemente entre el aceite de oliva común (refinado) y los aceites vírgenes.

-La proliferación de denominaciones de origen para el aceite de oliva no hace de elemento diferenciador de calidad, sino de desorientador para el consumidor. Hay que revisar con visión comercial las mismas, y en el caso del aceite picual, eliminar la multiplicidad de D.O.s, con características fundamentalmente coincidentes, para concentrarse en una sola.

Madrid, noviembre 2008

 

Cómo no montar un restaurante: Lo frío y lo caliente; lo salado y lo soso; lo crudo y lo cocido (2)

(Este es la continuación del capítulo del mismo título que incorporé en otra entrada de este Cuaderno, junto con otras muchas secciones de mi libro "Cómo no montar un restaurante", que he venido publicando en estas páginas virtuales).

Las normas de cocina empresarial más elementales aconsejan que los platos salgan elaborados desde los fuegos hacia las papilas gustativas del cliente más bien sosos, con lo cual él podrá corregirles el punto, sirviéndose para ello de los saleros que el servicio de sala tendrá siempre a disposición de quienes lo demanden.

(Un consejo: Nunca deje de forma permanente los saleros sobre el mantel, ni siquiera las vinagreras, porque, además de convertirse en obstáculos para el disfrute de los comensales, los saleros, como los ceniceros, las jaboneras y hasta las minúsculas flores o los frutos de papel maché, que adornan ocasionalmente los centros de mesa, son de los adminículos que desaparecen con absoluta facilidad de un restaurante. Aunque el hurto sistemático de esas naderías no vaya a arruinarle el negocio, es un fastidio tener que andar a cada poco yendo a comprar saleros al distribuidor... y, por supuesto, le desaconsejo atarlos con cadenas o poner a disposición de su dilecta clientela esos horribles recipientes con tapas rojas que cobijan una combinación de granos de arroz y sal gruesa que parece recién salida de las salinas de Torrevieja)

A lo que íbamos. Su jefe de cocina tenderá a salar más bien poco, pero usted debe recomendarle que sale suficiente, es decir, más bien de más. Lo salado sabe mejor, y la clientela se lo agradecerá con elogios a lo gustoso de los platos. Pero ojo. Si su jefe de cocina es aficionado al tabaco -no le digo nada si tiene otras aficiones aún más dañinas, al menos en el largo plazo, como puedan ser las anfetas-, le aconsejo que desconfíe de su gusto -de él- por las especies, que tenderá, según su edad, a utilizar en demasía.

Pruebe por su cuenta, al menos al principio, la sazón de lo que está ya listo en al mesa de salida, y le corrija sin rubor el punto de sal y de especies como a usted más le guste. Si el jefe de cocina es persona bien tomada, lo entenderá. Si no lo entiende, mejor, piense en sustituírlo por alguien más flexible.

En cuanto al concepto de salado, hay platos que resultan, por experiencia, salados por natura. Las almendras saladas, y lo que se ofrece con el aperitivo, han de ser tirando a salados. Nadie le agradecerá, sin embargo, que el bacalao esté salado a rabiar, como sucede una de cada dos veces en un restaurante elegido al azar.

Conscientes de esa dificultad,los cocineros con diente retorcido, enmascaran los platos de bacalao con salsas tomateras lo que no evita que, con el paso de las horas de la tarde, se traduzca en la ingesta de cantidades desmesuradas de agua. Puede ser bueno para los riñones, pero dirá poco de su prestigio que siga ese truco de cocinetas de tasca o de tugurio de sávate si puedes .

Tiene dos opciones, concerniendo al bacalao: a) suprimirlo como plato del día o de la carta, lo que le agradecerá el bolsillo, porque es plato que tiene precios astronómicos a nada que se preocupe por comprar un producto de calidad; o b) emplear abadejo, que es la misma especie, pero en fresco.

Parece mentira que en esta tierra de presuntos pescadores y comedores de peces, nos empeñemos en comprar el abadejo amojamado y salado, y desalarlo, utilizando fórmulas y recetas que provienen de la época de Maricastaña, cuando no había ni barcos ni camiones congeladores, ni frigoríficos, ni casi carreteras. Ni remojar en leche, ni cambiar las aguas, ni zarandaja alguna. Fresco.

Le apuesto a que nadie descubrirá, si usted no lo dice, que el abadejo fresco que usted ha empleado para el plato de bacalao al pilpil no ha pasado por otro proceso culinario de preparación que un ligero toque de horno. Y nadie le protoestará porque esté poco desalado, desde luego.

Cómo no montar un restaurante: Lo frío y lo caliente; lo salado y lo soso; lo crudo y lo cocido

Podía referirme en este capítulo a glosar los argumentos del célebre antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, que teorizó sobre los tres estados básicos en los que se presentan los alimentos a la especie humana:crudo, cocido o podrido.

Podía incluso adentrarme en los magníficos sabores que se derivan de saber aguantar hasta que llegue ese instante mágico en el que la degradación de los aminoácidos, provoca la aparición de amoníaco y cadaverina que, entre otras sustancias activas, transforman la carne en algo sublime, y que todos los buenos carniceros y cocineros saben esperar con fervor casi religioso.

Apetece, por supuesto, repetir aquí el mecanismo descomponedor que está en la base del faisandage, esa fórmula ancestral de cocinar la caza por la que, antes de hacerla pasar por la olla, deberá esperarse pacientemente a que la carne del animal difunto inicie de su putrefacción. Cómo no hacer mención a esa espléndida receta de Brillat-Savarin, tantas veces imitada, en la que aconseja colgar al techo por sus cabezas las perdices, codornices, tórtolas y, si hubiera espacio, hasta avestruces y cocerlas o guisarlas únicamente cuando, de forma natural, se caigan al suelo, descabezadas.

Un truco magistral solo comparable a aquel otro que, para no equivocarse en el punto de cocción o asado de un pescado, ordena mantener los ojos de las piezas, y solo sacarlas del horno o de la sartén cuando se vuelvan blancos, signo inequívoco de que la carbe está en su punto si, por supuesto, la cabeza y el tronco han aguantado las mismas calorías.

Podría, incluso, aprovechar la ocasión para esmerarme en presentar las excelencias de ese genial producto de la putrefacción/fermentación que es el insuperable queso de Cabrales, que los franceses se han obsesionado en copiar, dándole nombres tan sonoros como Camenbert, sin conseguir llegarle a la altura del tufillo inconfundible de esa trilogía láctea unificada del saber quesero pasada por cuevas con dípteros eficacísimos...

Pero, no. Mis vuelos serán más bajos. Voy a comentar aquí algunos trucos para contentar al cliente, por pejiguera que sea su condición.

Y empiezo afirmando la dificultad de transmitir de forma eficiente las palabras surgidas desde su boca hasta cocina, pues entre ambos se interpone un intermediario creativo, que siempre querrá tener razón, que es el maitre o jefe de sala, secundado, cómo no, por los camareros puestos a su disposición que, por motivos que el restaurador nunca llegará a saber, comerán en su mano si hiciera falta. Aclaro ya: no es que el maître (pronúnciese, métr) sea el enemigo de sunegocio, pero actuará como tal a poco que se descuide, por razones que he explicado en el capítulo correspondiente.

Imaginemos una escena posible, en la que nuestro cliente haya solicitado un modesto bistec a la plancha. Las normas de restauración exigen que se le pregunte cómo lo desea, es decir, en qué estado quiere que la carne llegue a su plato. La respuesta más habitual de un cliente sabio es "normal", lo cual deja toda la gama de posibilidades abiertas a cocina, pero que se resolverá sin conflicto, salvo excepciones.

No faltarán, sin embargo, demandantes que rechacen, por demasiado crudo o demasiado cocido, lo que se le presente a la mesa. Sin embargo, para tranquilidad del restaurador, estos mismos clientes se quejarían del producto, cualquiera que fuera su forma de presentación.

Aunque no parezca problemático, no es tan fácil resolver la cuestión del "poco hecho"  o del "muy pasado".   Los que piden la carne muy hecha, suelen ser personas que son carnívoros solo por obligación, y son los mismos que piden un solomillo abierto en mariposa y, cuando se les pregunta qué carne prefieren, se van corriendo a la pechuga de pavo o nos hablan que la mejor carne es la de oso del Cáucaso.

"Cocina" les suele castigar dándoles un filete torrefacto, el mismo que suele ser entregado cuando el cliente devuelve un biftec que pidió al punto y que estima, cuando le ve los jugos, que lo quiere un poco más pasado. "Te vas a enterar" de lo que es la carne quemada, parecen haber pensado los que andan presos entre fogones.

(sigue)

 

Cómo no montar un restaurante: Las tertulias (3)

Las tertulias confirieron al restaurante AlNorte una individualidad, sin duda y nos permitieron a la pareja propietaria -sobre todo a mí, lo reconozco- presumir de restaurador innovador. Sirvieron también, en un Madrid que no permite el encuentro entre conocidos ni propicia las nuevas amistades, especialmente para quienes ya no están en edad de merecer, para que todos ampliáramos el círculo de conocimientos, en personas y en sabiduría.

Esos varios cientos de gentes de variadas profesiones e inquietudes personas que acudieron en algún momento al local para participar en una tertulia, disfrutaron de la ocasión de conocerse, de analizar al otro, y en el mejor escenario posible: mientras cenaban, hablando de lo que les interesaba, o escuchando, que es la más difícil de las opciones, a menudo el grado máximo de manifestación de inteligencia.

Así que el restaurante dejó de ser el capricho de una top-model -y un anónimo emprendedor-, para convertirse en un sitio de moda cuya diferenciación se había colocado en dos ejes, a saber: era el local en donde mensualmente se reunían representantes variados de la sociedad española -incluso con aditamentos extranjeros- para contemporizar en plan amistosa y era también un restaurante romántico, discreto, elegante, al que se puede ir con la pareja, situado en el Madrid céntrico pero menos conocido, para confesarle amor antes de pasar a mayores.

De lo romántico, debo confesar que el mejor cliente de la famosísima mesa 24, de origen tan espurio como logrado -recuerdo al lector que la creé reduciendo la entrada a los servicios, pues me parecía un despilfarro de espacio y acabó siendo la única mesa del mundo que tiene dedicada una poesía y escenario de múltiples declaraciones de amor- no fue una pareja estable.

Una bella dama cuya profesión nunca supe, aunque no tardé en imaginármela, reservaba con encomiable regularidad aquella mesa 24, en la que los comensales quedaban al abrigo de miradas indiscretas pero podían examinar al que pasaba. Su acompañante nunca era el mismo, si bien la escenografía y el menú se repetían: arrumacos, menú romántico, toqueteos bajo la ménsula y champán francés. Pagaba, por supuesto, siempre él . Mis colaboradores en la Sala se hacuían lenguas de las buenas propinas que solían aparecer cuando se iban en la libreta de cuero con la que presentábamos la factura, de importe poco usual para épocas de crisis.

Las tertulias tenían tanto éxito y me ocupaban tanto tiempo -preparación, captación de tertulianos, dirección de la charla, confección del acta, consecución de aprobación, corrección de errores, difusión en la página web, etc- que, de cuando en cuando, comentaba con algunos amigos que necesitaba árnica. ¿Por qué no hacer de la necesidad, virtud, y trasladar las tertulias a otro local, más adecuado, en el que las periódicas reuniones no tuvieran que trastocar el espacio del restaurante?

(sigue)

 

Cómo no montar un restaurante: Las tertulias (2)

(Este comentario es continuación de otro publicado hace días, y forma parte de mi libro "Cómo no montar un restaurante")

Las tertulias empezaban a las 21h30min y duraban, siempre dos horas. Al día siguiente, la mayoría de los asistentes tenían que currar, y no convenía quitar horas de sueño a quienes tenían responsabilidades. Por eso, independientemente de cómo se encontrara el debate sobre el tema, de quien estuviera hablando o de lo que quedara por discutir, se levantaba la sesión.

Cuando llevábamos realizadas unas veinte cenotertulias, descubrí que uno de mis colegas ingenieros, Rafa Ceballos, era uno de los mejores magos de España y estaba dispuesto a hacernos el regalo de tres o cuatro juegos de magia de cerca, relacionados con el tema de la tertulia. Reduje, por ello, algo el tiempo de discusión para incorporar su actuación a la sobremesa.

La convocatoria a las reuniones se hacía por correo electrónico, enviando un mensaje a todas aquellas personas que habían manifestado deseo de asistir a alguna de ellas. El menú era, teóricamente al menos, rígido, y preestablecido por mí. Se trataba de encajar su precio en 24 euros -que tuve que subir al cabo de tres años, a 30 euros por persona (incluído iva y bebidas).

Los contertulios podían disfrutar de una cena original, el espectáculo de magia, y, por supuesto, expresar sus opiniones y conocer las de otras personas interesadas o curiosas por el tema. Yo tomaba notas frenéticamente de lo que se decía, hacía preguntas, forzaba comentarios. En los días siguientes, trasladaba al papel lo que se había dicho, procurando reflejar el tono informal.

Las actas de las tertulias, publicadas regularmente en la página web del restaurante, llegaron a tener más entradas directas que el propio menú del día o la carta de estación. Algunos asistentes me acusaron de inventarme parte de lo que habían dicho, y pudiera ser. Pero eran quejas benignas, porque siemrpe procuré dejar a todo el mundo en buen lugar, y, desde luego, lo merecían: las reuniones eran no solo interesantes o divertidas, sino que algunas tuvieron saludable altura intelectual.

Lo que no conseguían las tertulias era activar el negocio de los lunes, y hasta tuvieron ciertos efectos negativos, si bien nada graves.

Cocina acabó hasta las narices -aunque no me lo confesaba expresamente, pero notaba sus reticencias- de mis elucubraciones e inventos culinarios, algunos muy forzados, para encajar platos especiales con los posibles contenidos de la charla.

Sala tenía que cambiar sus turnos de trabajo cuando había tertulia, pues eran imrpescindibles tres camareros para atender a una clientela selecta de más de 20 personas, especial en algunos deseos: había quien era alérgico a los pimientos, vegetarianos, quienes llegaban tarde, preferían el vino blanco o, simplemente, se habían olvidado de reservar un lugar en el riguroso turno que limitaba a 26 los asistentes idóneos, y aparecían con cuatro amigos.

Por eso, unas veces fuimos 12 asistentes y otras 36. Y los lunes con tertulia, los ocasionales clientes que entraban en el restaurante con intención de una cena tranquila, huían ante aquel grupo de vociferantes culturetas o, apresados entre sabios, se quejaban apesadumbrados del ruido intelectual que provocábamos.

Aunque también hubo quien pidió incorporarse a la próxima tertulia, después de haber escuchado con manifiesto placer las elucubraciones de un debate al que no habían contado con asistir.

(sigue)