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El blog de Angel Arias

Cómo no montar un restaurante: Valoración de la competencia

(Este comentario forma parte de mi libro: "Cómo no montar un restaurante", en el que recojo mi experiencia como restaurador, centrada, casi exclusivamente, en el restaurante que con la modelo Laura Ponte y otros amigos, abrí hace siete años. El restaurante se llamó AlNorte.)

Recuerdo bien que, como habíamos empezado la casa por el revés, me pasé días, después de terminar mi trabajo, anotando la ubicación de todos y cada uno de los restaurantes de la zona, sus cartas, los precios de las mismas y del menú del día, y la clientela que podía detectar, según la hora del día.

¿Qué quiero decir con empezar la casa al revés?.  Pues que habíamos comprado el local antes de estudiar la competencia y, sobre todo, sin haber atendido a la directriz principal que ningún restaurador puede obviar: el local debe estar en el sitio por donde pase la gente, jamás se debe tener la ilusión de que el público se sentirá atraído por nuestra oferta.

Claro que nosotros teníamos un as bajo la manga. Nuestra socia era una conocida modelo, y las revistas del corazón se encargarían de proporcionarnos publicidad gratuita.

Como cuento en otro lugar, el local que habíamos adquirido necesitaba una profunda reforma. El diseño debía ser singular, puesto que queríamos destacar como restaurante de cierta elegancia. Hubiera sido mejor, por la zona, abrir un local para comidas rápidas y baratas (la proximidad a la Puerta del Sol y al Palacio Real resultaba determinante del tipo de público), pero nos dejamos seducir por la idea de un restaurante a lo niuyorquino, o algo así.

La zona de influencia del restaurante estaba bastante abadonada. Aunque ubicado en una plazuela con encanto, de los pocos que aún quedan en Madrid,  pertenecía a un área que la gente desconocía. Había varios restaurantes, desde luego, que malvivían en dura competencia, algunos de ellos regentados por su propietario-maitre y su esposa-cocinera. Ofrecían menús muy baratos y muy dignos. Sin estridencia alguna, sin especial novedad, pero apetitosos.

Gasté dinero en probar sus comidas. Me convencí de que la calidad era más que aceptable, en general. Un poco más allá del área de influencia directa, había las representaciones de las cadenas que ofrecían hamburguesas, pizzas o bocadillos de jamón y tortilla. Nada que hacer contra ellos.

Tampoco cabría competir contra los bares, provistos de televisión panorámica, permanentemente encendida, que cada miércoles, y viernes, por lo menos, ofrecían interesantísimos partidos para una clientela que tomaba un par de cubalibres o un vinazo mientras se manchaba algo los pantalones con la grasa del magnífico chorizo de pueblo con el que les obsequiaba el patrón. 

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