Felicidades, Elena y Miguel
La decisión más difícil, compartirlo todo;
los momentos más bellos, desear que el otro
forme parte de uno, y la inalcanzable utopía,
conseguirlo.
El beneficio intangible
de perseguir ese logro imposible
lleva implícito
convertir cada atisbo de su felicidad
en nuestros propios instantes de alegría,
forjándolos en la fragua misteriosa
que, sosteniéndola amor, resistirá
vientos, furias y mareas.
Qué tarea irrenunciable para un amante:
querer.
Habrá quien, sin entender,
crea cursi o estéril el empeño,
tiempo inútil entregarse a un oficio sin rentas
que se puedan poner en el mercado.
Ignorantes fatuos. Pobres lerdos atrevidos.
El éxito de los que se aman
está ya en la voluntad de tenerlo.
Qué importa que la incertidumbre sea alta,
que el riesgo de fracasar, exista,
que, con el tiempo, acaso crezca.
Quienes viven del amor
no echarán a faltar otras cosas.
No hay consejos infalibles,
ni fórmulas mágicas, potingues,
adivinanzas o misivas bajo puerta.
Habrá que improvisar todos los días,
e incluso, -alguna vez, ay-,
que desandar lo andado.
La única referencia que no hay que perder
es la del otro, porque al fin y al cabo
el camino principal de una vida inteligente
está forjado entre dos que se aman,
y esa distancia ha de recorrerse sin prisas,
tantas veces al día, percibiéndola
como una emoción
creadora, estimulante, inmensa,
y por eso, nada dócil, harto esquiva,
terca, terca, terca.
(13 de junio de 2009; para mis hijos, Elena y Miguel)
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