Poemas de encargo (IX a XI)
IX
Al cumplir la edad, pido una prórroga
a quien mande aquí. Me avala algarabía,
la costumbre de tratar con buenas gentes
que a falta de un héroe
confiarán en mi capacidad para montar el espectáculo.
Si quieres un profeta del caos, me has encontrado.
Tengo el perfil adecuado, llevo tiempo
ensayando caídas por la escalera,
con finales del todo aparatosos. En las peleas
salgo siempre maldito con vendas en las manos
y mucha sangre en la cabeza.
Tomo el mando, letrado, deja sitio.
Es mi turno, anillo al ruedo, tengo oficio
y aunque a ratos me fallen las fuerzas
sabré sostener el estandarte,
conduciré a este pueblo,
en un último acto de amor,
con rancio pulso firme,
hasta estrellarlo contra la pared.
Dáme esta última oportunidad,
aunque viejo capaz
de disfrutar a mandíbula batiente
con una buena paradoja:
ser útil a la tesis contraria, honesto yendo
con la verdad siempre por delante,
culpable también para el verdugo,
leal a la palabra dada
hasta la muerte sin abrir esta boca,
es mía
la máxima atracción para concitar
los odios de una tribu sin ley,
ser molesto rival fácil de vencer
para el cacique
y, en fin, para la soga,
cuello.
X
La necesidad de vivir podrá ser una fuerza banal
que aflora en todas partes, carcoma que perfora
el cerebro, las ingles, el estómago.
Sus avances se notan.
Perderíamos tiempo
en confirmar lo evidente: que nos vamos,
que cuanto más disfrute, menos queda,
que pueden más las lágrimas.
Al mirar de cerca nuestra obra maestra,
detectamos
cuánta debilidad persiste en lo que hacemos muy bien,
y qué peligro tiene mostrar a los otros fortaleza;
de nada sirve claudicar ni vencer,
si bien comunicar estas carencias
nos permite un poco de descanso.
Cuando miro a otros lados
veo que me muevo junto a chinescas sombras ciertas
que mueren dando a luz,
y a pesar de todo voy poniendo huevos
con los mismos efectos destructivos
que la madurez causó en nosotros,
infectando todo cuerpo extraño
con ilusiones, ganas, postres y canciones
y esperando, muerte, el resultado.
.
XI
Qué voz de seductor, qué cánticos rasgados,
qué arias de agudos tan sabidos que producen
emociones de puertas encontradas,
qué cauto el cazador, astuto carnicero
que con la presa ocasional retorna al nido
y allí la despluma montaraz, experto cocinero
que prepara el condumio con pizcas de ajo y sal,
sin que los gritos y ayes de la víctima
promuevan su perdón, (más bien lo excitan),
que infortunio mayor no hay como el suyo.
Desoyendo los aires de clemencia,
apartando con las ansias de matar, entre las otras,
las razones de prudencia y honor,
compartimos su gusto complacientes admitiendo
qué música tan grata el fuego que crepita,
qué paciencia demuestra revolviendo bien las ascuas
hasta dorar la piel del trofeo por igual por todos lados,
y qué silencio más sórdido aquel con el que ahora vuelca
en la escudilla de raíz de brezo, a riesgo de quemarse,
conseguido el color asado que los hace tan apetitosos,
los íntimos despojos de la pieza
que ahora digo que cazamos furtivos
esta misma mañana en la tierra de nadie que es futuro.
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