Cómo no montar un restaurante: Lo frío y lo caliente; lo salado y lo soso; lo crudo y lo cocido (2)
(Este es la continuación del capítulo del mismo título que incorporé en otra entrada de este Cuaderno, junto con otras muchas secciones de mi libro "Cómo no montar un restaurante", que he venido publicando en estas páginas virtuales).
Las normas de cocina empresarial más elementales aconsejan que los platos salgan elaborados desde los fuegos hacia las papilas gustativas del cliente más bien sosos, con lo cual él podrá corregirles el punto, sirviéndose para ello de los saleros que el servicio de sala tendrá siempre a disposición de quienes lo demanden.
(Un consejo: Nunca deje de forma permanente los saleros sobre el mantel, ni siquiera las vinagreras, porque, además de convertirse en obstáculos para el disfrute de los comensales, los saleros, como los ceniceros, las jaboneras y hasta las minúsculas flores o los frutos de papel maché, que adornan ocasionalmente los centros de mesa, son de los adminículos que desaparecen con absoluta facilidad de un restaurante. Aunque el hurto sistemático de esas naderías no vaya a arruinarle el negocio, es un fastidio tener que andar a cada poco yendo a comprar saleros al distribuidor... y, por supuesto, le desaconsejo atarlos con cadenas o poner a disposición de su dilecta clientela esos horribles recipientes con tapas rojas que cobijan una combinación de granos de arroz y sal gruesa que parece recién salida de las salinas de Torrevieja)
A lo que íbamos. Su jefe de cocina tenderá a salar más bien poco, pero usted debe recomendarle que sale suficiente, es decir, más bien de más. Lo salado sabe mejor, y la clientela se lo agradecerá con elogios a lo gustoso de los platos. Pero ojo. Si su jefe de cocina es aficionado al tabaco -no le digo nada si tiene otras aficiones aún más dañinas, al menos en el largo plazo, como puedan ser las anfetas-, le aconsejo que desconfíe de su gusto -de él- por las especies, que tenderá, según su edad, a utilizar en demasía.
Pruebe por su cuenta, al menos al principio, la sazón de lo que está ya listo en al mesa de salida, y le corrija sin rubor el punto de sal y de especies como a usted más le guste. Si el jefe de cocina es persona bien tomada, lo entenderá. Si no lo entiende, mejor, piense en sustituírlo por alguien más flexible.
En cuanto al concepto de salado, hay platos que resultan, por experiencia, salados por natura. Las almendras saladas, y lo que se ofrece con el aperitivo, han de ser tirando a salados. Nadie le agradecerá, sin embargo, que el bacalao esté salado a rabiar, como sucede una de cada dos veces en un restaurante elegido al azar.
Conscientes de esa dificultad,los cocineros con diente retorcido, enmascaran los platos de bacalao con salsas tomateras lo que no evita que, con el paso de las horas de la tarde, se traduzca en la ingesta de cantidades desmesuradas de agua. Puede ser bueno para los riñones, pero dirá poco de su prestigio que siga ese truco de cocinetas de tasca o de tugurio de sávate si puedes .
Tiene dos opciones, concerniendo al bacalao: a) suprimirlo como plato del día o de la carta, lo que le agradecerá el bolsillo, porque es plato que tiene precios astronómicos a nada que se preocupe por comprar un producto de calidad; o b) emplear abadejo, que es la misma especie, pero en fresco.
Parece mentira que en esta tierra de presuntos pescadores y comedores de peces, nos empeñemos en comprar el abadejo amojamado y salado, y desalarlo, utilizando fórmulas y recetas que provienen de la época de Maricastaña, cuando no había ni barcos ni camiones congeladores, ni frigoríficos, ni casi carreteras. Ni remojar en leche, ni cambiar las aguas, ni zarandaja alguna. Fresco.
Le apuesto a que nadie descubrirá, si usted no lo dice, que el abadejo fresco que usted ha empleado para el plato de bacalao al pilpil no ha pasado por otro proceso culinario de preparación que un ligero toque de horno. Y nadie le protoestará porque esté poco desalado, desde luego.
0 comentarios