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El blog de Angel Arias

Temas de restauración

Cómo no montar un restaurante: El control de calidad (2)

La Normativa europea vigente le obliga a tener un Manual de detección de Puntos Críticos para el Control de Calidad, con aplicación concreta a su restaurante. Debe guardar muestras de todos los productos del menú durante un par de días, vigilar la caducidad de los alimentos, registrar las fechas de entrada de lo mismos, los proveedores, etc,

Las medidas no solo afectan a los alimentos. También se ha de extremar el cuidado de la limpieza del local, de los aseos, de los equipos.

Un conjunto complejo de medidas y controles que, como sucede en la mayor parte de las situaciones prácticas, no se cumple más que en unos pocos locales. En el suyo, desde luego, han de cumplirse.

Porque no merece la pena poner en juego ni la salud de sus clientes ni la estabilidad del negocio. Por ello, antes incluso de la compra o del alquiler de un local para restauración, valore muy cuidadosamente las inversiones adicionales que serán necesarias para acomodarlo al cumplimiento de la normativa. Y desista de la adquisición si advierte que no podrá adaptarlo o, desde luego, si la adaptración compromete la rentabilidad.

Si el restaurante ya está en funcionamiento, imponga controles de cumplimiento de las medidas de calidad, nombrando responsables por áreas. No desfallezca jamás. En caso de que observe a alguien que las incumple sistemáticamente o las ridiculiza, expediéntelo y, si persiste, échelo sin contemplaciones de su empresa. No es una cuestión de juegos.

Eso sí, para facilitar las cosas, no imponga extremadas rigideces ni condiciones incumplibles o excesivamente caras; es, también, aconsejable, que actúe por fases, estableciendo las medidas prioritarias y de obligado cumplimiento, con máxima claridad.

Cómo no montar un restaurante: Alguna verdad sobre la cocina creativa

(Este comentario forma parte de mi libro: "Cómo no montar un restaurante", del que he publicado varios capítulos en este Cuaderno, que el lector interesado podrá encontrar en la sección de "Artículos de restauración").

Venga para acá. Vd. que es un aficionado a la buena mesa, que seguramente ha hecho sus pinitos en la cocina, y que -puestos a imaginar las razones por las que anda metido en la aventura de montar un restaurante- puede que tenga un hijo o una hija que hayan hecho un curso (o varias) de restauración, ¿qué pediría al mejor cocinero del mundo, si tuviera ocasión de tenerlo cocinando solo para sí?

Yo, lo tengo claro. Pediría una tortilla de patata. Incluso, a decir verdad, le pediría a él (o, mejor, a ella) que no se molestara, y que se quedara a cenar conmigo y que la tortilla nos la preparo yo mismo. Soy el mejor cocinero de tortillas de patata del mundo; también soy el mejor jugador de mus del mundo, por supuesto.

En serio, de todas maneras. Pocos son quienes dejan de reconocer su debilidad por unos buenos huevos fritos con jamón o chorizo -o ambos-, o de unos calamares de potera en su tinta con arroz blanco -no apelmazado, por favor- o un xargo a la plancha con un chorrito de aceite de primera presión. Sin olvidar lo que se llama un "buen caldo" de acompañamiento, que puede variar desde un Valdepeñas del año a un Crianza de Vega Sicilia. Perdóneme el Señor, pero los Reserva y Gran Reserva prefiero beberlos entre comidas, mientras debato con los amigos sobre el futuro de la Humanidad.

Cuando leo acerca de las proezas inventivas de algunos muy afamados cocineros, que tienen Laboratorios de investigación con gentes de bata blanca que mezclan sustancias alimenticias con pipetas con la misma dedicación que deben tener los que se aclaran sobre el crecimiento de las células cancerígenas en un cultivo proteico, me pregunto: ¿Qué comerán estas buenas gentes cuando están a solas? ¿Un bocata de jamón y queso, tal vez? ¿Lo preferirán de queso y anchoas? ¿Les bastará con unas sardinas enlatadas, aprovechando el aceite de oliva para mojar bien el pan?

Tenemos en España una rica variedad de platos, consolidada por una tradición culinaria del buen preparar y comer, facilitada, desde luego, por la dedicación que tuvieron nuestras madres, tías y abuelas a la cocina. Me refiero a las madres, tías y abuelas de los que tenemos más de cincuenta años, por supuesto.

Hay platos que gustan a todo el mundo de los que se encuentran por aquí: fabada asturiana, paella valenciana, cocido montañés, botillo leonés, cocido madrileño o maragato, pescaítos fritos a la andaluza, escudiella catalana, merluza con cachelos a la gallega, etc. No le digo nada del bacalao a la vizcaína o las cocochas en salsa verde, porque hasta que hasta que no los haya probado en el País Vasco no sabrá de esa misa la media.

Estos platos que digo -y otros muchos del mismo tenor- se pueden encontrar realizados con maestría en casi todos los restaurantes, lugares de yantar y hasta tugurios del comer, en los sitios en donde se hacen a diario y los que andan por los fogones los han visto hacer desde que eran niños de teta. Si Vd. pide una fabada en Valencia corre el mismo riesgo de desilusionarse que si se empeña en pedir paella en Asturias o pescaíto frito en tierras de pan llevar, o sea en las Castillas de mar adentro.

Por ejemplo, la carne guisada que yo me imagino como la fabulosa carne gobernada que se pone como plato del día en muchos chigres de Oviedo -y de Asturias- no tiene nada que ver con las lonchas apergaminadas pero casi transparentes, embebidas en un caldo reducido de pastilla, que le servirán en algunos restaurantes a poco que se le vaya la olla, olvidándose de dónde se encuentra, en realidad.

Una cuestión a la que doy mucho valor, dicho lo anterior, es a la presentación. Sabor, textura y aspecto son las tres marías de un buen plato, y no puede fallar ninguna de ellas para que merezca el notable alto que esperamos de una cocina por la que pretendemos que "además de comer, se coma bien". La cantidad es otro factor, por el que, como me dejaron escrito en el libro de visitas de mi restaurante, se puede merecer el que "Aquí, además de comer bien, se come".

 (sigue)

 

Cómo no montar un restaurante: El control de calidad

Uno de los aspectos más espinosos de la restauración es la implementación de las medidas de control de calidad. Existe una normativa, terriblemente exigente, traspuesta de las correspondientes directrices de la Unión Europea, que obliga -en la teoría como en la práctica- a establecer férreos y caros controles de la actividad de un restaurante.

Basta echarse una mirada, sin necesidad de adobarla de la mínima intención crítica, de lo que se hace en la mayoría de los lugares que ofrecen algún tipo de comida por la geografía española para darse cuenta que, o bien esas normas son papel mojado, o son ignoradas por los propietarios de restauración.

Camareras enjoyadas, cocineros con atuendos que parecen extraídos de un concurso de estrafalarios, ausencia de redecillas en las pobladas melenas, desperdicios de comida y bebida por los suelos, cuando no cucarachas de variados tamaños que campan entre las cafeteras (su lugar predilecto: está húmedo y calentito) o servicios higiénicos comunes para todos los parroquianos en los que lucen su vejez sanitarios y lavabos, con desconchados y ronchas de mugre.

Tal vez Vd. aún no ha recibido la visita de los inspectores, pero le aconsejo que se prepare para pasar un mal rato. Normalmente, el restaurador centra su esfuerzo principal en lo que ve el cliente que, por supuesto, no va a entrometerse en la cocina.

Hay un dicho popular que afirma que, si se quiere conservar el apetito, no se debe entrar en un restaurante chino por la cocina, y debe ser verdad, aunque la expresión podría ser aplicada a cualquier tipo de cocina, internacional o regional, en especial si tiene la curiosidad de adentrarse en el sancta sanctorum donde se perfila lo que le van a servir, en el momento de máxima actividad.

Para evitarle disgustos y, sobre todo, por ética de restaurador, le aconsejo que se tome la molestia de redactar una norma adaptada a su personal, que les instruya de lo que hay que hacer y que, por supuesto, se esfuerce en que se cumpla.

Le advierto que no será fácil, en general. El frenesí propio del trabajo de restauración no toma mucho cuidado en cuidar la limpieza de los atuendos, de las manos y el acicalamiento propio. Abra diariamente los equipos de congelación y preocúpese de vigilar las fechas de caducidad de todos los productos. Atención especial a los que se han de servir frescos, como frutas y verduras y, claro está, a los precocinados.

Los cocineros suelen acostumbrarse a preparar los platos más solicitados antes de que el cliente los pida, para ahorrarse el frenesí del momento. Si no se venden en el día, en general, habrá que destinar el producto a la basura. Puede distribuir lo que sobra entre los necesitados que, avisados, se acumularán a su puerta, pero no se lo aconsejo; mejor que entregue los desechos que ya no cumplan con la calidad de su restaurante pero aún estén aptos para el consumo, a una asociación benéfica, que estará más preparada para atender a los que sufren la calamidad de la pobreza.

Cómo no montar un restaurante: El peligro de los expertos

He venido dando por supuesto que Vd. no tiene la menor idea de a lo que se enfrentaba cuando se decidió a montar un restaurante. Me refiero, obviamente, a las dificultades reales. En este capítulo pretendo ilustrarle de alguno de los riesgos más comunes en relación con los "expertos" que encontrará en su camino y que, o anda listo para evitarlos, o le supondrán seguros extracostes, amén de quebraderos adicionales de cabeza.

El primer grupo de falsos expertos lo encontrará entre los que se postulen como socios, alegando sus conocimientos en la materia. Pocos serán quienes tengan las ideas claras del negocio. La mayoría, estarán preocupados por alguna, o todas, de estas ideas inútiles: "Debemos de crear un restaurante singular, sin escatimar en costes, porque la gente sabrá apreciarlo"; "No hace falta tener un guadarropa, porque los clientes pueden poner sus prendas en las sillas"; "Es conveniente poner colonia en los servicios"; "Tengo un amigo que nos aconsejará sobre las bebidas que más se venden"; "Mi primo está buscando trabajo y sabe mucho de gestión y, aunque no estuvo nunca empleado en un restaurante, nos vendrá de perillas"; "Hay que gastar dinero en la decoración: el arquitecto-diseñador que me reformó la casa nos hará a buen precio una decoración singular"; "El contratista que me arregló los aseos de casa se podrá encargar de la reforma del local".

Todos esos propósitos enmascaran, salvo honrosas excepciones que no conviene ni comprobar, un sonoro fracaso económico. No hace falta emplear mucho dinero en la decoración: la clientela estará encantada con los ladrillos y las conducciones vistas, cuatro aperos de labranza recogidos en el pueblo de su pariente colgados en las paredes y, desde luego, lo que hay que atender es a la funcionalidad del diseño para facilitar una cómoda estancia y un mejor servicio.

Le desaparecerán de los servicios los jabones, los frascos de colonia y hasta el papel higiénico. No me pregunte porqué la clientela (mirada en conjunto) aprecia esas minucias como recuerdo, pero así es. Le llevarán los ceniceros, los cubiertos y hasta las vinagreras. No le estoy diciendo que ponga candados en todos los utensilios, sino que cuente con una cantidad destinada a resarcirse de esas périddas.

Los arquitectos-decoradores que le recomienden sus socios o amigos bien intencionados, lo más probable es que no tengan la menor idea de cómo diseñar un restaurante. Se concentrarán en tonterías -sillas caras, bancos de difícil acomodo para los clientes, puertas de una sola hoja para comunicar la cocina y el restaurante propiamente dicho, etc.- y no sobrán cómo dirigir un equipo de trabajadores contratados para la ocasión que se equivocarán la colocación de la tarima, taparán las puertas de emergencia, o se olvidarán de ubicar correctamente los armarios de apoyo al servicio-. Le costarán una fortuna y es posible que no quieran entregarle factura.

Huya de los expertos en gestión que nunca hayan trabajado en un restaurante. Le pedirán un despacho para sí, llegarán al trabajo cuando el servicio de comidas ya esté empezado, se le irán a los pocos meses, cobrarán un potosí por decirle que su restaurante está mal ubicado y crearán malestar en el personal al emitir órdenes a los que no encontrará pies ni cabeza.

¿Y qué le voy a contar de los consejos respecto a los mejores distribuidores alimentarios, las bodegas más convenientes o los productos más adecuados?. Ni caso a lo que digan. El mismo día en que empiece a hacer alguna obra anunciando que en el local se va a montar un restaurante, harán cola los suministradores, ávidos de contarle entre sus clientes. Pida precios, exija muestras, comparece calidades. No se preocupe por encontrar los mejores. Le vendrán a la mano. Y si tiene dudas, entérese de quiénes son sus clientes y su grado de satisfacción.

 

Cómo no montar un restaurante: Factores ajenos al negocio

¿Se ha preguntado alguna vez porqué McDonalds prefiere instalar sus máquinas de expedir hamburguesas en locales singulares? ¿Cree que un restaurante de comida kosher al lado de la catedral de Burgos tendrá el mismo éxito que otro instalado junto a una mezquita?

Puede responder como desee a ambas preguntas y a otras con similar intención, pero lo prevengo que habrá factores ajenos a Vd. que puede hundirle el negocio, de la misma manera que determinadas circunstancias pueden catapultarle a la fama sin haber movido un dedo de más.

Una de las maldades que le proporcionarán innumerables quebraderos de cabeza es la persistente intención de los ediles de casi todas las ciudades de gastarse el dinero público en renovar las aceras o alquitranar las calles, en especial, cuando se avecinan períodos electorales.

Madrid es un ejemplo paradigmático. Mi restaurante, ubicado en una hermosa placita del Madrid de los Austrias, se vió asaltado sucesivamente por una colección interminable de obras que conmovieron los cimientos de mi supuesto negocio. Obras que se realizaron sin aparente coordinación y, desde luego, con resultados perniciosos para mi salud y socavando el atractivo que pretendía dar a mis clientes.

Primero, fue la hipotética rehabilitación de la iglesia que daba a la placita que compartía con mi negocio. Un buen día, sin encomendarse a Dios ni al diablo, una entidad que tenía que ver con la conservación de los edificios singulares, decidió que había que gastarse unos dineros en pintar la fachada de la vetusta casa divina, para lo que un contratista endemoniado tendió unos andamios que ocuparon la mayor parte del espacio de entrada a mi restaurante.

Como surgieron no se qué problemas con la contratación, los pagos al contratista o la voluntad divina, la obrita se prolongó durante meses, el polvo inundaba la terraza y los interiores del local, y, no coincidiendo las horas de descanso con las del servicio de comidas (qué va) el ruido de excéntricas, amoladoras, interjecciones, órdenes gritadas, golpes desaforados, animaba, para desesperación de todos, la placidez de la zona.

Cuando terminaron con aquella obra, surgió en no se qué mente privilegiada, la idea de cambiar el transformador subterráneo que, por todos los santos, se encontraba justamente colindante con la fachada. La conducción del cableado motivó levantar el pavimento de acceso al restaurante, que, siendo de naturaleza inventariada, fue realizado con el conveniente cuidado para que la ejecución del desaguisado durante otro par de meses.

Apenas si se había terminado aquella obra ciclópea, el Ayuntamiento decidió cambiar el adoquinado y renovar los valiosos bolardos que servían de obstáculo insalvable para automóviles y tampa para peatones inadvertidos.

No fue suficiente. El cuerpo incorrupto de Velázquez (o algo así) esperaba, según sesudos estudios de investigadores históricos, en la plaza de Ramales, en la que se realizaba un aparcamiento subterráneo que, por supuesto, no admitió ninguna plaza para un local comercial, ya que estaba destinado solo a vecinos de la zona.

La obra, que estuvo paralizada durante años, se complementó adecuadamente con la erección de una Escuela de Música en la que el arquitecto o la constructora, o ambos, habían calculado unos cuantos centímetros de más parra el asentamiento de la fachada, lo que motivó la diligente actuación de la inspección municipal, paralizando la construcción durante otros cuantos años.

Como la terraza del restaurante se encontraba en territorio privado, y el uso de aquel espacio estaba autorizado por los estatutos comunitarios, únicamente para el local, solicitamos el cierre. Presentamos un hermoso proyecto, al estilo de los deliciosos restaurantes que embellecen tantos lugares parisinos, con acristalamiento practicable, que daba un indudable realce a la zona y permitía aislar a los comensales de la vorágine que se tejía alrededor.

Teníamos, además, otras poderosas razones. Siendo un espacio de relativo poco tránsito, algunos de los desarraigados que utilizan el centro de Madrid como lugar de descanso callejero y que habían encontrado en la terraza porticada del restaurante un lugar ideal, utilizaban aquel espacio privado para pernoctar, añadiéndole los usos secundarios que la satisfacción de sus necesidades fisiológicas implicaba.

Todos los vecinos estuvieron de acuerdo en autorizar el cierre, menos un propietario, conocido actor de cine y de teatro, que, sin conocer el proyecto -y, desde luego, sin haber vivido jamás en el barrio-, delegó su contundente negativa en el presidente de la Comunidad.

Tampoco el concejal de distrito se quedó atrás. Comprendiendo las razones que nos asistían, alegó que no podía darnos permiso para el cierre, ya que la zona estaba considerada de alto valor histórico, pero que haría la vista gorda mientras él se mantuviera como responsable municipal.

Cómo no montar un restaurante: La esencia del negocio

Puede que Vd. haya decidido adentrarse en la aventura de convertirse en restaurador solo o en compañía de otros. Si quiere hacerme caso, hágalo solo. Ahorrará muchos disgustos, horas de discusiones inútiles y aumentará las opciones de recuperar su dinero, e incluso, con un poco de suerte, de obtener beneficios.

La gente que no ha tenido nunca un restaurante piensa que se trata de un negocio del tipo win-win. Vamos, un juego en el que todos ganan. No suele ser así: los que ganan seguro son los empleados, el casero (si es que el local está de alquiler) y los proveedores (si es que no ha conseguido convencerles de que le vendan al fiado, después de un par de meses de pagarles puntualmente).

Ah, no quería dejarlos en el olvido. Sus clientes son, independientemente de cómo le vaya a Vd. con el negocio, también seguros ganadores. Especialmente si, como suele ser habitual al principio, Vd. se ha equivocado al calcular todos los costes, los verdaderos costes, en que incurre su restaurante.

Porque es muy difícil calcular exactamente los ingresos, por muchas simulaciones de comportamiento futuro que haga. Pero equivocarse en la estimación de los gastos no tiene perdón de Dios y se penaliza con increíble rapidez.

En fin, que el que tiene las posibilidades de perder, y, si no anda listo, de perderlo todo, es Vd.

La razón de esta opción no es objetiva, sino que tiene un culpable: su propio concepto del negocio, si se empeña en anfdar por el camino equivocado. Porque es muy difícil que pierda dinero si actúa con seriedad, prudencia y profesionalidad (no necesariamente la exigible a un restaurador avezado). Pero es muy fácil perder hasta la camisa si no atiende más que a su idea de lo que le apetece hacer, o, aún peor (es decir, más seguro) si deja el asunto en manos de sus socios o sigue ciegamente el consejo del primer experto en calentar motores que se le ponga delante de las narices.

Ha de estar con los ojos muy abiertos para atender a los primeros síntomas de desequilibrio -económico, que no mental, aunque también- y, como hacen los jugadores habituales de ruleta, imponerse un tope máximo para las pérdidas. Cuando llegue a él, apéese. Traspase su negocio de restauración, pónga en venta el local, salve los trastos, y retírese a lamer las heridas a los cuarteles de invierno.

La esencia del negocio de restauración es conseguir un beneficio razonable dando de comer a terceros. Si cree que está en la satisfacción de tener una cocina de excepción, en que los clientes seleccionen el suyo como el local de mejor calidad-precio de la ciudad, o  que, de vez en cuando, tenga la satisfacción de que le reserven una mesa para dos los vecinos ilustres de la casa de al lado, va aviado.

Tampoco veo mucha opción en tener el único restaurante de comida ucraniana de un pueblo de diez mil habitantes, o traerse a un cocinero italiano de cuatro estrellas para montar una pizzería en el barrio.

Los que hacen dinero con la restauración se preocupan especialmente de llamar la atención a la mayor cantidad de gente posible para que entren en su local y  llenarles el estómago con materiales más o menos digestibles, a un precio que no tiene demasiada relación con lo que ha costado lo que se les ha puesto en el plato. Basta con que el coste de lo que se da a comer y beber sea lo suficientemente bajo para que el saldo diario en caja sea manifiestamente positivo.

Le he aconsejado en otro lugar que, para tener una primera aproximación de cómo calcular los precios de venta de la carta, multiplique por 3 los que le resulten del escandallo. Una tercera parte para la renta o amortización del local, otra tercera parte para el personal. ¿Y para Vd?. ¿Un 20% de beneficio? No parece desorbitado. ¿Un 50%? Excelente.

Haga el siguiente ejercicio. Recórrase las cercanías del lugar en donde se va a ubicar o está ya situado el restaurante, y anote los precios de las cartas de todos los restaurantes y lugares de comida de un radio de acción, digamos, de unos 250m. Gaste algo de dinero en comer en algunos de ellos (los que más le llamen la atención y, en especial, los que tengan más clientela). No se fije solo en lo que Vd. haya pedido, sino en lo que estén comiendo o bebiendo a su alrededor.

Y calcule, con su intuición o experiencia, lo que puede costar cada plato, refieriendo luego esa cantidad al precio de la carta. 

Cómo no montar un restaurante: Las crisis (3)

(Este comentario, continuación de otros dos anteriores con el mismo título, publicados en este blog, forma parte, como muchos otros que ya he incorporado también en este espacio, de mi libro "Cómo no montar un restaurante")

De todas las crisis, hay dos que afectarán a la esencia misma del proyecto, y para las que le conviene estar especialmente preparado. Me refiero, respectivamente,  a la crisis de identidad y a la discrepancia insalvable con sus socios.

Por la primera, se cuestionan los móviles, la concreción y propósitos del negocio. La segunda arrastra al fatigoso enfrentamiento diario con sus socios, con ruptura de la cordialidad y amenaza para las relaciones y sus arterias coronarias, además de para su bolsillo.

Para las crisis de identidad, la mejor medicina es la paciencia. Suele aparecer, además, al poco tiempo de haber abierto su restaurante.

Un día de amanecer más cenizo que otros, le podrá parecer que se ha equivocado al definir su proyecto de restauración. Vamos, que si se decidió a abrir un restaurante de comida rápida, hubiera sido preferible tener un restaurante con camareros de librea y platos en francés; o, al revés, si tiene en marcha un local hecho para competir por la primera estrella Michelín desde el primer mes, le hubiera valido más pedir una franquicia a Burger Hut.

Calma, pues. No desespere ante las primeras dificultades, ni tire los bártulos por la ventana al menor síntoma de fuego en la cocina. Un restaurante necesita un tiempo de maduración, y lo que debe hacer es mantener la coherencia de su proyecto, sin despistar a una clientela que empezará a conformarse y a los que les gustará intuir que Vd. ha sabido lo que quiere hacer desde el principio, porque las vacilaciones se pagan. Siempre.

Otra cosa es que de ligeros retoques, más o menos progresivos al proyecto en marcha, y lo vaya acomodando a lo que va conociendo que tienen mayor aceptación y, por tanto, le proporciona una más alta rentabilidad. Preséntelo como Platos de especial degustación, Recomendaciones del chef o Jornada de cocina armoricana. Pero no de cambios bruscos al volante, salvo que esté realmente convencido de que ha metido la pata hasta el gorro.

Y, en ese caso, más le vale vender o traspasar el negocio cuante antes, porque es muy difícil enderezar un error con el mismo propietario. La gente prefiere decir: "Aquí hubo un restaurante de comida china y ahora, con el cambio de dueño, han montado un sitio de cocina rusa estupendo", y no: "Este tipo vale para cocinar tanto platos caucásicos como los de la abuela".

La otra crisis para la que ha de estar preparado, si es que ha creado su restaurante con socios, especialmente si esos socios son amigos del alma, es cuando las relaciones empiecen a torcerse entre Vds.

Hay síntomas claros: las cuentas de la caja no le cuadran, las flores de artesanía para el búcaro de la entrada que ha comprado en México y que trajo con ilusión para darle un toque peculiar al local aparecen en la basura, sus consocios invitan a sus conocidos sin decirle a Vd. nada y no pagan la cuenta ni anotan las consumiciones, no ponen el dinero necesario convenido para reformar la cocina, etc.

En todos esos casos, si el restaurante va genéricamente bien y no obtiene explicaciones convincentes, venda su participación o compre la de los otros. El buey solo bien se lame y, además, lo que empieza a fastidiarse se fastidiará del todo. Aproveche la apreciación que tenga el otro o los otros de la marcha del asunto, y ofrezca un precio razonable y asumible, bien para comprar o para vender.

Por supuesto, hay síntomas más oscuros de que todo corre el riesgo de irse al garete. Uno de los socios da instrucciones que no ha comentado con Vd. al personal y que le parecen inapropiadas, o critican con uno de los empleados alguna de sus decisiones, o proponen contratar a un gerente amigo (de ellos) para dar profesionalidad a la gestión, que Vd. ha llevado quemándose las pestañas y el pellejo hasta entonces.

La decisión deberá ser siempre la misma. Despréndase de la compañía. Si se mantiene en el barco con los mismos patronos compartidos, las relaciones irán a peor y es casi seguro que acabarán entre abogados o, más dolorosamente, perdiendo todo lo que han puesto y, si se me apura, hasta la camisa.

Si no me cree, investigue las razones por las que otros proyectos de restauración a los que pueda tener acceso han fracasado. ¿Verdad que los socios han acabado a la greña?. Amigos del alma que no se dirigen la palabra y se odian como si hubieran formado una pareja de hecho rota por cuernos y que han tenido en común un restaurante puesto con ilusión de principiantes, jalonan las sepulturas del mundo de la restauración.

Y a Vd. le aprecio ya mucho para desearle ese camino de tortura.

Cómo no montar un restaurante: Especies y condimentos (2)

Como se comenta en otro lugar, la denominación de los platos que figuran en la carta de un restaurante ha pasado a ser un arte y constituye, sobre todo, un atractivo publicitario. Para el transeúnte que se detiene a curiosear ante el expositor y, desde luego, para el comensal que ha de elegir lo que le apetece y que, muy importante para él y para Vd., ha de ser capaz de contárselo a sus amigos.

Ya apenas se dice "Comí una carne estupenda" en tal o cual sitio, o "para pescado, el mejor restaurante es el de Fulanito".

Por supuesto, en los lugares turísticos o aquellos que tienen su fama derivada de alguna denominación de origen o son puerto de mar, la reflexión no cuenta. Allí la gente va, a lo que va: a comer lo típico, hartarse, pasarlo bien por poco dinero.

Pero Vd. ha decidido, supongo, abrir su restaurante en una ciudad, quizá en una gran ciudad. La oferta de restauración es en ella tan alta que la cuestión de la fidelización del cliente será su quebradero de cabeza.  Lo es, en verdad, de todo restaurador, y le conviene saber que pocas veces le será posible resolverla a satisfacción.

Por ejemplo, las parejas de clase media que suelen cenar fuera de casa (esto es, comer algo cocinado) al menos un día del fin de semana, rara vez repiten el sitio. Haga lo que haga para intentar seducirlas, rara vez volverán. Tienen a gala cambiar de lugar, para así conocer el restaurante que está de moda, o aquel que les han recomendado otros amigos, y poder presumir de "haber estado allí" o confirmar que ya lo conocen.

La única opción para que vuelvan a su restaurante estos globetróters de la gastronomía sería cambiar de carta cada poco. Puede hacerlo, pero, si le digo la verdad, obtendrá un resultado inseguro, y costoso.

Modificar los platos de una carta supone un período de rodaje, aprendizaje de todo el personal de cocina (y de sala), riesgos de que algo no salga bien y le cueste un varapalo del crítico local, atento a calificar las innovaciones pasándolas por el filtro imprevisible de su estado de humor.

Sin embargo, cúidelos. Cuide a cada persona que entre en su restaurante y coma en él. Son su fondo de comercio real. En particular, esas parejas de gentes de clase media o media-alta que tiene credibilidad en su entorno, y que serán buenos publicistas de su restaurante entre los conocidos y amigos, si consigue, como así confío, en causarles buena impresión.

La buena impresión tiene que ver -entre otras cosas, de las que el ambiente es incluso más importante- con el cociente precio/calidad.

Esta función es, para un matemático, un misterio. Su compleja e irrepresentable naturaleza tiende asintóticamente doblemente a cero al alcanzar el óptimo para su cliente, que coincide indefectiblemente con su mínimo pésimo. Es fácil de entender: si disminuye el precio de los platos hasta el mínimo, sin afectar a la calidad, Vd. se arruinará con seguridad. Y si aumenta la calidad sin tocar el precio, lo hará más lentamente, pero también alcanzará ese indeseable fin.

Hablemos, pues, de las especies. Echar especies exóticas a la comida no suele ya, por fortuna para Vd., costar mucho dinero. Los efectos sobre el cliente medio son, sin embargo, descomunales. Mejoran la calidad.

No hablamos ni de la cebolla, ni del ajo, ni de los pimientos. Por supuesto, su cocinero tendrá el vicio de echarlos a la sartén o al pote, pero esas especies y condimentos no cuentan. Han de ser exóticas, misteriosas, nuevas.

Pruebe. Tampoco hay que irse a Thailandia para traerlas. Una lubina (de piscifactoría) a la espalda, se vende mucho menos que la misma lubina al hinojo (Anethum graveolens) y ésta, a su vez, tendrá menos éxito que la lubina al eneldo, que es, como seguramente Vd. sabe, la idéntica especie.

Reconozco, con todo, que para mí sigue siendo un misterio es que ese pobre pez insípido cuando se cría con harinas y hormonas, alcance aún mayor valoración de la media clienteril si se sirve al jugo de pollo. No lo he comprobado por mi mismo (no me atreví, lo reconozco), pero tengo amigos restauradores que me lo confirman. "Lomo de lubina al jugo de pollo" es, al parecer, para los paladares educados con la mayonesa y el quetchup, una delicatesse.

No hay ninguna regla válida para enmascarar el sabor original de una carne o pescado o potenciar, hasta la desorientación, el gusto de una sopa, arroz o pasta.

Puede echar estragón, azafrán, sémola, altramuces u ortigas blancas, solas o pupurri. Es muy importante, que solamente enumere una o dos de ellas, preferentemente como "veluté de" o "crema de". Las cremas de legumbres tienen mucho éxito: crema de garbanzos, de lentejas, de fabes, de judiones, sirven para acompañar un pescado o una carne a la que le falten otras gracias.

Desconfíe, sin embargo, del éxito del limón. En algunos restaurantes es que costumbre que, cuando el pescado lleva ya varios días en la nevera y está a punto de pedir a gritos el envío a la basura, sus malignos cocineros le den darle la última oportunidad echándole varias rociadas de limón. La menta cumple una función parecida, aunque menos socorrida.

Mi madre preparaba un besugo al horno en cuyo lomo había incrustado, en sendas hendiduras, unas rodajitas de limón. Sobre lecho de patatas panadera y rocíado con un poco de aceite y vino blanco, sabe a gloria. Hágalo para Vd, en su casa. No se le ocurra probar en el restaurante una fórmula similar. Al restaurante, los snobs van a comer pescado a la plancha o a la sal con crema de lentejuelas.

Con las carnes, no hay problema. Todo vale. Ya sabe que la manera con la que encontraban los buenos cocineros el punto a la perdiz, cuando se apreciaban estas cosas, era colgándola de la cabeza y aguantando el tipo hasta que se descuajeringaba sola. Adóbela, úntela con todo tipo de especies, manoséala hasta convertirla, casi, en parte de sí mismo.

Aunque no le de instrucción alguna, su cocinero hará lo mismo. No en vano, hasta preparada al chocolate está estupenda. ¿Qué otra materia prima aguanta este castigo?