Cómo no montar un restaurante: Especies y condimentos (2)
Como se comenta en otro lugar, la denominación de los platos que figuran en la carta de un restaurante ha pasado a ser un arte y constituye, sobre todo, un atractivo publicitario. Para el transeúnte que se detiene a curiosear ante el expositor y, desde luego, para el comensal que ha de elegir lo que le apetece y que, muy importante para él y para Vd., ha de ser capaz de contárselo a sus amigos.
Ya apenas se dice "Comí una carne estupenda" en tal o cual sitio, o "para pescado, el mejor restaurante es el de Fulanito".
Por supuesto, en los lugares turísticos o aquellos que tienen su fama derivada de alguna denominación de origen o son puerto de mar, la reflexión no cuenta. Allí la gente va, a lo que va: a comer lo típico, hartarse, pasarlo bien por poco dinero.
Pero Vd. ha decidido, supongo, abrir su restaurante en una ciudad, quizá en una gran ciudad. La oferta de restauración es en ella tan alta que la cuestión de la fidelización del cliente será su quebradero de cabeza. Lo es, en verdad, de todo restaurador, y le conviene saber que pocas veces le será posible resolverla a satisfacción.
Por ejemplo, las parejas de clase media que suelen cenar fuera de casa (esto es, comer algo cocinado) al menos un día del fin de semana, rara vez repiten el sitio. Haga lo que haga para intentar seducirlas, rara vez volverán. Tienen a gala cambiar de lugar, para así conocer el restaurante que está de moda, o aquel que les han recomendado otros amigos, y poder presumir de "haber estado allí" o confirmar que ya lo conocen.
La única opción para que vuelvan a su restaurante estos globetróters de la gastronomía sería cambiar de carta cada poco. Puede hacerlo, pero, si le digo la verdad, obtendrá un resultado inseguro, y costoso.
Modificar los platos de una carta supone un período de rodaje, aprendizaje de todo el personal de cocina (y de sala), riesgos de que algo no salga bien y le cueste un varapalo del crítico local, atento a calificar las innovaciones pasándolas por el filtro imprevisible de su estado de humor.
Sin embargo, cúidelos. Cuide a cada persona que entre en su restaurante y coma en él. Son su fondo de comercio real. En particular, esas parejas de gentes de clase media o media-alta que tiene credibilidad en su entorno, y que serán buenos publicistas de su restaurante entre los conocidos y amigos, si consigue, como así confío, en causarles buena impresión.
La buena impresión tiene que ver -entre otras cosas, de las que el ambiente es incluso más importante- con el cociente precio/calidad.
Esta función es, para un matemático, un misterio. Su compleja e irrepresentable naturaleza tiende asintóticamente doblemente a cero al alcanzar el óptimo para su cliente, que coincide indefectiblemente con su mínimo pésimo. Es fácil de entender: si disminuye el precio de los platos hasta el mínimo, sin afectar a la calidad, Vd. se arruinará con seguridad. Y si aumenta la calidad sin tocar el precio, lo hará más lentamente, pero también alcanzará ese indeseable fin.
Hablemos, pues, de las especies. Echar especies exóticas a la comida no suele ya, por fortuna para Vd., costar mucho dinero. Los efectos sobre el cliente medio son, sin embargo, descomunales. Mejoran la calidad.
No hablamos ni de la cebolla, ni del ajo, ni de los pimientos. Por supuesto, su cocinero tendrá el vicio de echarlos a la sartén o al pote, pero esas especies y condimentos no cuentan. Han de ser exóticas, misteriosas, nuevas.
Pruebe. Tampoco hay que irse a Thailandia para traerlas. Una lubina (de piscifactoría) a la espalda, se vende mucho menos que la misma lubina al hinojo (Anethum graveolens) y ésta, a su vez, tendrá menos éxito que la lubina al eneldo, que es, como seguramente Vd. sabe, la idéntica especie.
Reconozco, con todo, que para mí sigue siendo un misterio es que ese pobre pez insípido cuando se cría con harinas y hormonas, alcance aún mayor valoración de la media clienteril si se sirve al jugo de pollo. No lo he comprobado por mi mismo (no me atreví, lo reconozco), pero tengo amigos restauradores que me lo confirman. "Lomo de lubina al jugo de pollo" es, al parecer, para los paladares educados con la mayonesa y el quetchup, una delicatesse.
No hay ninguna regla válida para enmascarar el sabor original de una carne o pescado o potenciar, hasta la desorientación, el gusto de una sopa, arroz o pasta.
Puede echar estragón, azafrán, sémola, altramuces u ortigas blancas, solas o pupurri. Es muy importante, que solamente enumere una o dos de ellas, preferentemente como "veluté de" o "crema de". Las cremas de legumbres tienen mucho éxito: crema de garbanzos, de lentejas, de fabes, de judiones, sirven para acompañar un pescado o una carne a la que le falten otras gracias.
Desconfíe, sin embargo, del éxito del limón. En algunos restaurantes es que costumbre que, cuando el pescado lleva ya varios días en la nevera y está a punto de pedir a gritos el envío a la basura, sus malignos cocineros le den darle la última oportunidad echándole varias rociadas de limón. La menta cumple una función parecida, aunque menos socorrida.
Mi madre preparaba un besugo al horno en cuyo lomo había incrustado, en sendas hendiduras, unas rodajitas de limón. Sobre lecho de patatas panadera y rocíado con un poco de aceite y vino blanco, sabe a gloria. Hágalo para Vd, en su casa. No se le ocurra probar en el restaurante una fórmula similar. Al restaurante, los snobs van a comer pescado a la plancha o a la sal con crema de lentejuelas.
Con las carnes, no hay problema. Todo vale. Ya sabe que la manera con la que encontraban los buenos cocineros el punto a la perdiz, cuando se apreciaban estas cosas, era colgándola de la cabeza y aguantando el tipo hasta que se descuajeringaba sola. Adóbela, úntela con todo tipo de especies, manoséala hasta convertirla, casi, en parte de sí mismo.
Aunque no le de instrucción alguna, su cocinero hará lo mismo. No en vano, hasta preparada al chocolate está estupenda. ¿Qué otra materia prima aguanta este castigo?
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