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El blog de Angel Arias

Al socaire: Cómo no montar un restaurante: la Carta de vinos

Al socaire: Cómo no montar un restaurante: la Carta de vinos

(Ofrezco a continuación, para festejar a mi manera la dominica de Ramos, un trocito de mi Libro "Cómo no montar un restaurante")

La cultura vitivinícola de los socios del restaurante que pretendíamos montar era la normal. Al fin y al cabo, habíamos crecido en la postguerra, educados con los vasos de sidra colmados de Rosales , que acompañábamos con cacahuetes y eran sorbidos con deleite en La Perla, el Avión, casa Narigües o Noriega, en aquellas mesas de madera pelada, y en locales de ambiente oscuro en donde preparábamos el futuro que no habríamos de vivir.

Cuando tuvimos más dinero, aquellos jóvenes aprendimos a distinguir ya bastante a destiempo, entre un Rioja y un Ribera del Duero, y nos sorprendimos con la aparición de los primeros Somontano y, ya más cultos, teorizamos sobre el Ribera del Guadiana, los vinos de Méntrida y Madrid o las excelencias del Merlot o del Syrah, mientras defendíamos las cualidades del último vino de cosechero que habíamos descubierto en nuestro paso por La Rioja alavesa. Por no decir de los placeres del Ribeiro en cuenco de porcelana, de constante calidad ácida y rasposa frente a las evocadoras esencias afrutadas de los Albariños y Chardonnay, más arriesgados.

Yo he sido siempre un inculto partidario de la bondad del vino para  crear ambiente, y, además, he aprendido muy pronto la importancia de hacer bien el maridaje. Una de mis primeras sensaciones al respecto, me acudió de la mano de una joven de la que, sin llegar a estar enamorado, apreciaba su liberalidad. Fui invitado a su casa, y, para mi agradable sorpresa, tenía sobre la ménsula del saloncito una botella del mítico Pesquera que, como no es tan inhabitual en esa prestigiosa bodega, tenía un corcho deplorable, que, unido a quién sabe que oscuros trasiegos hasta llegar a la casa de mi amiga, había picado el vino.

Me costó abrirlo y dejé, en mi azoramiento por terminar el trámite de liberar el prisionero y comenzar la fiesta, múltiples huellas del destrozo de la corteza que tan mal había guardado el néctar, en la mesa y en el líquido. Nada impidió el goce. Ignorando el poso denso de la copa, haciendo vista ciega al cuerpo desvaído de aquel infeliz ya muerto, me bebí en tan prometedora compañía, sin rechistar, y hasta la última gota, el contenido de aquella ánfora nefanda.

Compartía placeres gustativos con mi anfitriona, que me repitió, encantada, y más de un par de veces, las excelencias de aquel bebedizo avinagrado, que ella había combinado en pura improvisación gastronómica de unos tiempos de pobres, con una ensalada de palmitos de lata, ajos, cebollas y tomates, encapirotada con algunas aceitunas y aliñada con vinagre de garrafón. Qué tarde inolvidable. Me convencí, si no lo estaba ya, de que uno de los elementos sustanciales de un buen maridaje para cualquier vino es la grata compañía y el deseo de pasarlo bien, mejor a dos que en multitudes.
 

Fue la prudencia la que guió a mi socia y a mí mismo, años más tarde, y en los pasos previos para abrir el restaurante, a acudir a Eduardo Méndez Riestra, amigo de ambos, gastrónomo asturiano que había publicado algo sobre vinos, para que nos hiciera la carta base con la que comenzaríamos la andadura de la bodega del restaurante. 

La respuesta llegó rápida, escrita con cuidada caligrafía. Eduardo, hombre prudente, nos contestaba prácticamente a vuelta de correo con una propuesta de Carta de Vinos ecléctica, en la que predominaban los caldos blancos - este gastrónomo defiende esta categoría menospreciada tanto por los cursis- y no faltaban los rosados, pero de lo que lo más importante, era, sin duda, el consejo preliminar:

“El momento, gran momento, lleva a vinos novedosos, ya que la gente anda ávida de novedad. En especial, en la franja de clientela en la que habrá bastante “snob”. Un público que querrá sorprender, sorprenderse, y no gastar demasiado en el intento.
 Son vinos de precios moderados en origen, que no deberán incrementarse más que un tanto por ciento prudente. Llenarán la bodca del comensal, no con la nobleza de los caldos solemnes, sino con la gracia de una serie de notas fáciles pero llamativas.” 

Mi propuesta inmediata fue, respetuoso con la autoridad oficial, que le hiciéramos a nuestro experto amigo todo el caso que merecía la sincera propuesta. Pero mi socia prefirió contrastarla con otros pareceres. Y, con aquella relación escueta en la mano, anduvimos preguntando opiniones a más restauradores, a proveedores potenciales, y a cuantos amigos del beber y, sobre todo, del decir se nos cruzaron en el camino. Todos metieron mano en la lista, para criticarla aquí y allá, y ampliarla, sobre todo.

Así añadimos más y más opciones, y, dejando la relación de Eduardo ya inservible, convertimos la propuesta en una sinfonía inacabable de la variada y creciente oferta vitícola del país, dedicando por traca final, al pasarla del papel a realidad, unos cuantos millones de pelas (cosa de 24 a 30.000 euros de los de ahora) para dotarnos de una vinoteca que sería digna de figurar entre los despropósitos del sector. En ella estaban representadas casi las más de cincuenta denominaciones de origen patrias, y, de cada una, no faltaban unos cuantos fabricantes con sus más sonoras marcas.

Además, con criterio que nos parecía razonable, decidimos mantener al menos seis botellas por cada caldo en stock, el espacio que ocupaba nuestra bodega reclamaba protagonismo y vida propia en el local de restauración, e inagotable, se acabó prolongando en nuestras casas, arrinconando mi modesta colección de los ya imbebibles líquidoso vinosos, comprados en los sesenta y setenta y que yo había acumulado sin mayores ingestas, soñando con venderlos algún día en una subasta de nostálgicos.

El tiempo nos demostró, sin embargo, que la mayor parte de la gente miraba más la parte de la derecha de las cartas, que es donde teníamos los precios, que la izquierda, en donde había situado nombres comerciales, tipos de crianza, varietales, mezclas y añadas. Los vinos más caros incrementaron implacablemente nuestro inmobilizado, caracterizándose, sobre todo, por la virtud de su escasa rotación, su necesidad de cuidados, el riesgo de que fueran rechazados por los motivos más sutiles -incluída la exhibición del degustante- y gravando con insistencia nuestras necesidades de tesorería. 

Esta constatación inoxeroble no era en todo negativa. Nos permitió, de vez en cuando, regalarnos con las botellas que empezaban a perder actualidad, en festejos muy familiares que nos dotaban de sabiduría restauradora. Finalmente,nos arrastró a comprender el mensaje:la mayor parte de la clientela atendía sobre todo al bolsillo antes que a las añadas, y el maridaje del vino, a pesar del conocimiento que se debería presumir a los diletantes, se seguía haciendo a la manera clásica, atendiendo a si paga la empresa o uno mismo, o a si se quiere impresionar al acompañante o simplemente se pretende encontrar un líquido aceptable con el que ayudar a insalibar la ingesta del solomillo.

Habría, en fin, claro está, partidarios del Rioja o del Ribera. Pero demandar del ciudadano sentado a la mesa que pudiera distinguir entre Marqués de Cáceres o Muga o entre un Viña del Vero o un Viña Pomal era ya cosa de mucho pedir y, además, seguramente, innecesario cuando se está entre amigos, hay ganas de pasarlo bien, y, aún mejor, si lo que se quiere es seducir y el trámite de la ingesta es trance previo.

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