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El blog de Angel Arias

Relatos de A. Arias

Problemas de identidad (3)

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La oficina de coordinación en Londres le había avisado de la inminencia de la visita. ”-Es una auditoría interna sin malicia. Considéralos un grupo de amigos que van a ayudarte, colateralmente, a que cierres tu trabajo en la empresa con broche de oro. El objetivo es hacer el muñeco más atractivo a los futuros inversores” – justificó Philip Bernard, responsable para Europa, con un perfecto español, utilizando su poder convincente, pero matizando-. “-En cualquier caso, son órdenes de Japón, no mías”

 “-Up to you. Me parece prematuro desgajar la empresa del tronco, cuando no está plenamente injertada en el grupo. No se han aprovechado aún todas las sinergias”. Y puntualizó: “- Lo que no será posible es disponer de la documentación de diez años. Cuando los Girola-Serraterra vendieron, se destruyó información. Lo principal está ya en Londres o en Tokio. Fuera de los últimos tres años, aquí se conserva poco.”

No era agradable imaginar al tropel de japoneses e ingleses separando el vidrio del cristal, lo que tenía valor de lo que creyeran no valía la pena. Sin esperar a que el hubiera salido por la puerta. El recelo crecía a medida que los propósitos de la expedición se evidenciaban alejados de los que serían propios de una comprobación rutinaria de cifras de producción y resultados.

Las ávidas raíces de la desconfianza se extendieron también por terrenos ajenos a la empresa, abonados por circunstancias personales inesperadas. Se abstraía a menudo, perdiendo la concentración. No se encontraba bien. Se le estaba yendo la cabeza.

Desde varios frentes, advertía cómo su vida acumulaba incertidumbres, cambiándole el paso.  Su esposa había presentado demanda de separación en el Juzgado, porque decía haberse enamorado de un terapeuta de Psicología Transpersonal y Vibracional (la especialidad le parecía formaba parte de la conspiración). El hueco de las certezas, se le llenaba de pensamientos sombríos y regustos amargos. Restos de pesadillas que resulta imposible borrar, y que nos recuerdan haber pasado una mala noche.

Hasta entonces, había sido confortable comprobar que el comprador extranjero se comportaba con parecida apatía a los socios familiares. Se interesó solo porque se actualizaran las cifras de facturación y resultados, que solicitaban politely en formularios trilingües.

Del sanedrín de ejecutivos multinacionales, Sergio conocía personalmente a cuatro o cinco. El resto, eran nombres y cabezas sin cuerpo, con los que había compartido videoconferencias y, fundamentalmente, silencios. Los encuentros virtuales difundían mensajes de varios japoneses (tal vez fuera siempre el mismo), que, dado el estado de sus dentaduras, ignoraban para qué serviría un dentista. Hablaban de misiones y visiones, valores para los accionistas y responsabilidad social. Esfuerzo que no conseguía borrar en él (no sería el único) la impresión de que les traía sin cuidado si vendían bombas de racimo o sujetadores.

Problemas de identidad (1)

Problemas de identidad

1

Lo percibió, entre las neblinas y sombras de la mañana, como un revendedor de pañolitos de papel o, tal vez, un inmigrante ilegal que llevara frutas de la rebusca. Uno de tantos desplazados que, aprovechando las detenciones ante los semáforos, te ensucian el parabrisas con una bayeta pringosa y te lastiman con sus miserias.

Exageró la mirada absorta mientras controlaba la intención con la que el rostro se acercaba al lateral del vehículo. Con el codo, cerró herméticamente los accesos al coche. Pero el hombre pasó de largo. No tenía ojos más que para la caja que arrastraba.

 Intrigado, siguió por el retrovisor la evolución del fantasma hasta que el semáforo cambió de color y la fila se puso en marcha. El tipo caminaba con dificultad entre los autos, queriendo atravesar la calle por el sitio equivocado. Tiraba con un cordel de una sencilla caja de listoncillos de madera, llena a rebosar con ramas, latas y otros desperdicios. De vez en cuando, se agachaba. Creyó oírle decir: "Así no llegaremos a ninguna parte, Freya", reconviniéndola.

El desconocido trataba a la caja como su perro y la llamaba con nombre de diosa nórdica. Al llegar a la acera, había izado la impedimenta, salvando el bordillo. Lo perdió de vista, dejándolo detenido ante una farola, esperando a que el objeto-perro se aliviara de una necesidad imposible.

(seguirá)

De cumpleaños

De cumpleaños

Cumplir años parece una ocasión propicia para hacer balance. Cuando la esperanza de vida que a uno le ofrecen las estadísticas es de quince años -y a saber cómo la naturaleza se comportará en los últimos diez, en los que el Alzheimer, la demencia senil, y otros desafectos, pugnan con las enfermedades que uno ha conseguido mantener ocultas para ocupar espacio-, es tiempo también para seleccionar recuerdos y ofrecer consejos que, aunque no se lean, al menos tranquilizan algo a quienes empezamos a creernos que nuestra existencia pudo ser en vano.

Por todo ello, y mucho más que me guardo, seguramente para siempre, quiero expresar aquí mi Credo, que no pretende tener más valor que cualquier otro, pero atiende a lo fundamental que me ha quedado entre las manos.

Creo, ante todo, en el amor, como la mejor compañía que puede servir a la soledad de la persona. No en el amor universal, que dejo para místicos y filántropos de nota, sino en el amor que se siente por las personas que están próximas sin hacer preguntas acerca de las razones. Creo en el amor a la pareja, a los hijos, a los nietos, a la familia que no nos han abandonado, a los amigos que, desde ese día, nos dimos cuenta que nos amaban. Ese es mi sustento.

Creo en la fuerza de las circunstancias y en lo difícil que es aprovecharlas. Creo en los que me han hecho daño, y en los que me han puesto dificultades para llegar hasta donde pretendía tener méritos o razones; creo en sus propósitos de impedirme a mí y a otros muchos -no soy único en nada- que alcanzáramos sitios más seguros. Creo, en su perdón, que en su naturaleza está no haber sabido bien porqué lo hacían, puesto que, en mi sincera opinión, se han perjudicado también.

Creo en el esfuerzo personal, en las ganas de saber siempre más y mejor, y en lo imposible que es abarcar ni siquiera un mínimo que nos permtiría estar al cabo de alguna de las infinitas calles de la verdad.

Creo en la ciencia y en la técnica, y también creo en la poesía, porque me he convencido de que el ser humano es un producto de física y metafísica, y que nuestra historia contiene claves para desentrañar, con imaginación y trabajo, más utilidades, no exactamente para ser más felices, sino para estar más tranquilos.

Creo en la Humanidad como conjunto y en el despilfarro de energías que supone despreciar a cualquiera, sea por la distancia, la raza, el sexo, o por sus propias creencias, incluso aquellas de las que parecemos estar seguros de haber descubierto que son equivocadas.

Creo que el mayor error de los que hemos llegado hasta aquí es no haber sabido, podido o querido -no tengo elementos para calificar a cada uno- aunar los esfuerzos de todos los que han llegado a vivir hasta su madurez, siquiera fuera para ponernos a gritar, al unísono, esas preguntas que duelen como lanzas a cuantos no nos resignamos: porqué, para qué, o quién está detrás de toda esta escenografía tan aparatosa.

(continuará, supongo)

Manuscrito encontrado en un callejón sin salida (y 2)

(El manuscrito a que se hace referencia en el Comentario anterior, proseguía y terminaba de esta manera:)

Si admitimos que no es lo más importante, con ser para algunos acuciante y para otros intangible, profundizar en la respuesta a lo que supondría la relación de nuestra existencia con un hipotético proyecto de otros seres que hubieran definido y se dedicaran a controlar nuestros grados de libertad, sería muy sensato dirigir nuestro esfuerzo hacia lo que podemos hacer, con la capacidad que reconocemos en nosotros y en nuestros semejantes, para conseguir que su vida y la nuestra (lo único seguro que tenemos) sea lo más satisfactoria posible.

Poco podemos hacer individualmente para cumplir ese objetivo. Aunque no he tenido la oportunidad de intimar personalmente con ningún genio (aunque sí con algunos individuos con inteligencia, conocimientos y aptitudes superiores a la mía), me he convencido de que incluso con las más altas facultades, los avances han sido escasos y discontinuos, a salvo de unos pocos descubrimientos que impulsaron (si bien, en general, hubiera sido mayor el ámbito de lo que hubieran podido mejorar respecto a lo alcanzado) el bienestar del ser humano .

Los hallazgos no son únicamente técnicos, sino también afectan a los conocimientos humanísticos y sociales: el descubrimiento del motor de explosión, con lo que supuso de potenciación drástica de la capacidad de desplazamiento; los avances en medicina y tratamiento de patologías, que permitieron alargar la vida y mejorar la satisfacción durante ella; la posibilidad de integrar los conocimientos de la evolución de la historia de la Humanidad y de otros seres, investigando diversos eslabones que nos acercan al conocimiento del proceso de la evolución y, seguramente, de sus razones; la potenciación de las capacidades de acumulación de información, su difusión y tratamiento ordenados...y, no en último lugar, la mejora de la capacidad para escudriñar el espacio cósmico y la realidad nanomensurable, ampliando nuestros horizontes tanto en lo grande como en lo pequeño.

Pero estos avances son, desde la perspectiva de lo que nos queda por conocer, nimios. Para avanzar más rápido, sería necesario contar con el trabajo conjunto de los mejores, y que dispusieran  de medios económicos, suficiente tiempo y tranquilidad, voluntad de continuidad y perspectiva histórica, para llegar a cualquier nueva conclusión fértil.

Una conclusión que, en su dimensión más intengradora, más incisiva, nos debería permitir a  todos -al menos teóricamente- establecer con seguridad dónde se encuentra el contrapunto, la frontera del yo colectivo, suponiendo, tal vez, una vía alternativa, una opción de escape a lo que, hasta ahora, no tiene más realidades que la de la muerte. La muerte personal y la de las civilizaciones, la destrucción catastrófica de cualquier empeño humano, entendida no solo como la fácil demolición definitiva del yo, del ego,  como también del tanatos final de cuanto nos ocupó y preocupó colectivamente (por supuesto, también a escala individual), sepultando en el olvido, el caos, la nada, esfuerzos y méritos.

Esa y no otra es la enseñanza cruel de la historia de la humanidad, en la que los logros parecen estar siempre dominados por fronteras invisibles hasta que es demasiado tarde para no chocar contra ellas: cambio climático, hoy; pero ayer fueron "diluvios universales", caídas de imperios, guerras mundiales, cataclismos inexplicados que sepultaron civilizaciones dejando de ellas muy poco rastro...

Entiendo que la culpabilidad mayor de este proceso es que hemos estado siempre lejos, los seres humanos, de formar una unidad con un objetivo compartido. Las preocupaciones materiales han ocupado (incluso enmascaradas con hipócritas objetivos presentados como trascendentes) lo sustancial de los esfuerzos de quienes tienen el control de los medios de producción, incluso intelectuales.

La obtención de la mayor cantidad de bienes materiales, vinculados al disfrute personal o de la familia y amigos, ha sido la guía constante de actuación de lo más granado de las generaciones anteriores y lo es aún más de la presente, orientada hacia el placer de lo inmediato.

Si observamos lo que está sucediendo ahora, nos encontraremos con que un mínimo porcentaje de seres humanos controlan la riqueza, su reproducción, el pensamiento y su difusión, la selección por capacidades y méritos de todos los demás. Incluso los países, instituciones y líderes que alardean de perseguir la corrupción, apoyar la igualdad de oportunidades o defender la libertad y la cultura, no están libres de los embates y la fuerza convulsiva de esa hidra que está firmemente instalada en la estructura social, que combina corrupción, nepotismo, falsedades y desprecio hacia lo que significa libertad de pensamiento y emisión de juicios incondicionados.

La realidad no deja margen al optimismo. Esa inercia complaciente no podrá vencerse jamás, porque se reproduce con una fuerza mucha mayor que cualquier otra, asentada como está en la naturaleza humana dominante, y orientando los objetivos de la dominada.

Aquí y allá, esporádicamente, se podrá encontrar algún ejemplo por el que se castiga la falta de ética. Pero no será nunca general, jamás será la vencedora porque, junto con el nihilismo, el hedonismo, el egoismo y la insidia, la falta de moral es propia del individuo perteneciente a la clase dominante, siendo excepción el que obra conforme a la ética universal y, por ello, en tantas ocasiones como sea necesario, se verá marginado, vituperado, condenado al sufrimiento e incluso asesinado.

Las oportunidades para disfrutar de un buen nivel de vida y una aceptables satisfacción intelectual y social, dependen, fundamentalmente, del nacimiento. Pocas opciones de llevar una existencia placentera existen para la inmensa mayoría de los seres humanos.

Para esa multitud dominada, la única posibilidad de irrumpir en la escala más alta de la sociedad, reside en evidenciar una capacidad personal notoria (belleza, fortaleza o habilidad, inteligencia) y que esta sea reconocida por alguien de los que se encuentran arriba de la pirámide de decisores, y que lo adopte como su valedor o mecenas.

Para quienes forman parte de la élite social, mantenerse en ella es muy sencillo, e incluso algunos pueden permitirse (y así lo ejercen) el lujo de defender opciones contra su natura, que, por lógica, les debería llevar a la autoreproducción de su estatus. La actuación de estos individuos, que aparentemente traicionan a los suyos, ha de ser siempre mantenida bajo sospecha.

Solamente la difusión de un espíritu de reforma colectivo, surgido de las clases social y económicamente dominadas, podrá cambiar la sociedad y reenderezar el objetivo que puede conducir a la redención de la especie humana frente a la fuerza que controla la naturaleza. Para ello, habrá de asumirse la condición de perecedero del individuo y la importancia de lo colectivo, como entidad superior capaz de confrontarse válidamente con el mundo exterior.

No parecemos estar próximos a la consecución de esa idea, que cabe imaginar como utópica.

Si crees que este mensaje tiene algún interés, difúndelo. En otro caso, sigue pedaleando en el callejón sin salida.

Manuscrito encontrado en un callejón sin salida

(Este manuscrito fue encontrado, arrugado, puede que pisoteado y bastante sucio, en una cartera de mano abandonada en un callejón oscuro, sin salida. Tratado con sumo cuidado por quien lo descubrió, reconstruídas o imaginadas algunas partes que se encontraban ilegibles, fue cumplido el deseo de dejarlo en sitio adecuado para que otros lo pudieran leer. Se ofrece aquí, para mayor difusión, con riesgo de haber puesto algún punto o quitado alguna coma, la transcripción literal del mismo)

"Estimado amigo:

Llegado ese momento en la vida en la que uno se da cuenta que la mayor parte de las personas de su misma edad,  están jubiladas, cansadas o prematuramente fallecidas, conviene sentarse a tomar el fresco a la puerta de la casa y reflexionar unos instantes sobre lo que se tiene entre las manos.

Por cierto, tengo que dejar claro que no he elegido a nadie en particular como destinatario de esta carta, por lo que la he depositado en el primer buzón que encontré. Sea cual fuere el lugar en el que ahora se encuentre esta Nota, debes reconocer que solo tu curiosidad y tu inteligencia serán culpables de su interpretación. En cualquier momento, puedes abandonar la lectura, y nadie lo echará de menos ni reclamará tu opinión. Eso sí, te ruego que, en lugar de destruirla, vuelvas a introducir la carta en la cartera, y permitas así que otros la lean.

No voy a apelar a la supuesta autoridad moral que da la edad, ni expresar la ventaja de quien tiene ya poco que ganar o perder.  Ni se me ocurre. No creo que mejore la perspectiva para juzgar cuanto preocupa a nuestros congéneres, expresar que se viene de vuelta de lo que tantos se afanan en buscar.

Lo único que puede hacer interesante la experiencia ajena es tener la voluntad de desvelar la verdad que se trata de ocultar y a cuya ocultación, en ocasiones, todos estamos contribuyendo.

Me gustaría empezar diciendo que soy una persona creyente, que tengo confianza en que exista un ser superior a nosotros y que está velando por cuanto hacemos, dispuesto a premiarnos o castigarnos cuando llegue el momento de nuestra muerte.

He hablado con muchos iluminados, con sacerdotes, bramanes y representantes de las más variadas religiones y sectas, y ninguno me ha convencido. Muchos hacen referencia a libros sagrados, pretendidas revelaciones del más allá, combinando espíritus angélicos y manifestaciones de lo metafísico, pero nada de lo que ha quedado escrito parece realmente digno de figurar entre las expresiones de un ser superior, ni sus comunicaciones tienen un valor decisivo.

¿Qué importancia tiene, al cabo, la posibilidad de que un ser del otro lado de la física decida incorporarse a nuestro mundo, para darnos ejemplo de comportamiento, qué valoración puede hacerse cabalmente de lo que podamos entender como milagro, si son tantas las expresiones de la naturaleza que aún no conseguimos explicar?

Sé que para algunos es precisamente lo mucho que ignoramos los seres humanos, a pesar de los avances científicos, lo que les anima a pensar que alguien superior a nuestra naturaleza está dirigiendo todo. ¿Y qué? ¿Mejora en algo la condición de una hormiga, pongo por caso, el que conozca o no la existencia del oso hormiguero, o a los efectos, del elefante cuya providencial defecación está dando sustento a toda la colonia?

No. Lo que cambiaría las cosas es la realidad de una comunicación entre lo merífico y lo tangible, y esa, mal que pese a los que pretenden estar en conexión con el más allá, no existe, no ha podido ser probada fehacientemente jamás, no ha conseguido, en cualquier caso, resultado apreciable alguno.

(seguirá)

Cuentos para solitarios: La oportunidad pedida (parte dos)

(Esta entrada es la segunda parte del relato "La oportunidad pedida")

II

Confiaba en que nuevas risas le guiaran hacia el lugar donde, suponía, se encontraría la joven. Quizá, pensaba mientras avanzaba, sería un grupo de mujeres que estaban lavando en el arroyo. Puede, incluso -su ímpetu sensual se acumulaba- que se tratara de excursionistas que habían encontrado una poza en la corriente y se estaban solazando, tal vez desnudas.

Pero, cuanto más caminaba entre helechos y zarzas, pretendiendo alcanzar aquella vía natural de agua que, mientras se hallaba pintando, le hubiera parecido tan real y próxima, solo descubría la consistencia de un bosque descuidado, por momentos impenetrable, enigmático y sombrío, que se estiraba al mismo tiempo que lo recorría, reproduciéndose en nuevos árboles muy similares.

Resultó, a la postre, que se había perdido. Cierto que había tratado de permanecer bajando, pues no dudaba que el curso de agua -si hubiera existido- debería encontrarse en una vagüada, pero el bosque estaba tan descuidado, la maleza tan enrevesada, que había tenido que subir laderas y, perdida la orientación entre aquella tupida maraña de copas de árboles y matorral punzante, no estaba seguro de volver al sitio en donde había dejado el caballete y las pinturas.

Desengañado de encontrar respuesta al origen de aquellas risas y ya más bien preocupado de volver lo antes posible al lugar de donde había partido, siguió el consejo más directo ante una situación similar y, sin detenerse ante el castigo de las hirientes zarzas, bajó en línea recta hasta cortar la carretera. Cuando lo hizo, se sorprendió al encontrarse en un paraje desconocido.

Por suerte, después de caminar otro trecho por el asfalto, se cruzó con un hombre que llevaba del ronzal un caballo.

-Perdone usted -le atajó- ¿Por dónde puedo ir a Ravísec?

El otro detuvo la acémila y le miró con curiosidad. Aquel joven desconocido, sudoroso, con la cara y los brazos ensangrentados y la ropa rota, parecía realmente perdido.

-¿Ravísec?. Creo que está a unos cincuenta kilómetros de aquí, al otro lado de las montañas. Pregunte en la aldea que encontrará al doblar la próxima curva.

Y, luego, le preguntó:

-¿Se le ha estropeado el coche? Porque en ese pueblo no podrán ayudarle. Allí nadie sabe de mecánica.

-No, no. En realidad, he llegado hasta aquí a través de la montaña. He dejado el coche al pie de Ravísec y me he desorientado.

Sujetando del ronzal al caballo, que se mostraba inquieto ante el extraño, el campesino sonrió compasivamente.

-Ya veo. No es usted el único que aparece por este lado. El año pasado tuvimos que salir en búsqueda de un excursionista que, al parecer, había venido a buscar setas a nuestro bosque.

El joven se sorprendió al encontrar una expresión de lástima en el rostro curtido.

-Tardaron varios días en avisarnos y lo encontramos muerto, parcialmente comido por los lobos. Su rostro estaba desfigurado. Desgraciadamente, había caído en una trampa para jabalíes que alguien había ocultado entre la maleza. En este bosque hay muchas alimañas y se ha convertido en impenetrable, incluso para los de aquí. Está abandonado desde que la madera no tiene valor.

No pudo disimular un gesto de horror. Desde luego, no deseaba por nada del mundo volver a aventurarse por un paraje tan peligroso. ¿Cómo diablos se le habría ocurrido venir a pintar naturaleza a las montañas de Ravísec?

-¿No podría alquien acercarme adonde dejé el coche? No me siento con fuerzas para andar otros cincuenta kilómetros. Y mañana tengo que volver a mi trabajo.

-Supongo que mi hija no tendrá inconveniente. Acérquese al pueblo y pregunte por la casa de Andrea. Soy yo -explicó-. Ahora no puedo acompañarle, porque debo recoger unos sacos de pienso en Morgabia. Mi hija tiene un vehículo y bastaré con que le abone la gasolina.

Poco tiempo después, el artista se encontraba camino de Ravísec, en un viejo coche conducido por una joven de risa franca y directa, en la que quiso reconocer la expresión de júbilo que le había confundido aquella misma mañana.

Mientras se frotaba las heridas de los brazos, que le escocían, creyó haber hallado la ocasión pedida.

Pero ese es otro relato.

Cuentos para solitarios: La oportunidad pedida (parte uno)

Cuentos para solitarios: La oportunidad pedida (parte uno)

Por aquel camino antes muy transitado, hacía tiempo que no pasaba nadie. Discurría entre viejos castaños y desgarbados robles, pero el tiempo y la falta de limpieza habían cubierto el sendero de helechos, zarzas y retoños de acebo, serbales y plantas de sotobosque, entre las que se contaban belladonas, angélicas silvestres, borrajas y aquílegas.

Una corza, agazapada entre la maleza, saltó de pronto, asustada al ver al extraño aproximarse a su distancia de seguridad, y se perdió más arriba, entre un ruido de hojas secas.

Quien avanzaba, abriéndose paso con cierto trabajo por la senda, era un joven de apenas treinta años, que llevaba consigo un caballete, un lienzo y útiles para pintar. Cuando llegó al sitio que le pareció adecuado, montó el trípode y preparó las pinturas.

Eran apenas las diez de la mañana de un día de principios de otoño, y la luz se colaba, misteriosa, llenando de sienas, naranjas melosos y oscuras sensaciones el espacio.

Pronto se dió cuenta que, a pesar de la fuerza del paisaje, no estaba inspirado. Había silueteado con carboncillo los elementos principales; su paleta recogía, con la aplicación del brillante alumno de la Escuela de Artes y Oficios que había sido, la amplia combinación de matices. Pero, al traspasarlas al lienzo, la fuerza se escapaba.

El motivo de disipación más importante era el continuo cambio de los brillos y sombras. Por momentos, el follaje de segundo y tercer plano, adquirían el protagonismo que restaba importancia a los árboles de primera fila. A cada minuto, le sorprendían nuevas combinaciones de sensaciones cromáticas que, en su empeño por trasladarlas al lienzo, acabaron emborronando la fuerza de las primeras pinceladas, llenando de ocres y pastosidad lo que, un instante antes, le hubiera parecido logrado.

Había otras razones. La quietud aparente del bosque se rompía, trayendo ecos y susurros que parecían voces. No eran, desde luego, los graznidos de los arrendajos, avisando de desconocidos peligros. Tampoco el roer inquieto de alguna ardilla, encaramada en las copas más altas, invisible con el contraluz.

Ni siquiera pudo atribuirlo al descubrimiento de que, en aquel lugar, circulaba un arroyo, que dejaba un fondo de monótonas cadencias, en su paso sobre presumibles guijarros, alumbrados de rabanillos, potentillas, castañuelas, sátiros y helechos.

De pronto, un golpe de aire le tiró al lienzo al suelo, que se ensució de inmediato con restos de hojas, musgo y tierra, rompiendo las pinceladas y arrastrando la nitidez de los colores. Trató de corregirlos, aunque todo see tornó peor.

Fue entonces cuando le pareció percibir una risa franca, cristalina, abierta. Surgía, próxima, de detrás de la cortina de árboles, allá en el fondo del valle en donde se imaginó que fluía un riachuelo.

Movido por la curiosidad, abandonó el lugar y, con el corazón palpitándole, se acercó adonde entendió que había surgido aquella explosión de humana felicidad.

(continuará)

Cuentos para solitarios: Filosofía elemental

(Primera parte de este Cuento, incluído en mi relación de Cuentos para Solitarios)

Para sazonar una cena, lo mejor es el hambre. No lo digo yo, lo expresó Sócrates. O, mejor dicho, como Sócrates no dejó nada escrito, lo contó así Platón y lo leí por primera vez en un libro de Balmes, su Filosofía Elemental.

Puede que Sócrates no haya existido, o que lo que sabemos de él sea una invención de quienes se definieron como sus discípulos. Esta idea me resulta más atractiva, y encaja mejor con la anécdota de quien, acusado injustamente, decide someterse a la última pena, suicidándose, argumentando su acción con un soliloquio apto para las academias de filosofía, pero ininteligible como expresión de la humana sicología.

La mayor parte de las cosas que nos apasionan, son realidades inalcanzables y, por eso, están al mismo nivel inasequible que cualesquiera otros inventos de la imaginación. Pero nos ocupan mucho tiempo, nos hacen soñar y en absoluto son inútiles. Nos animan para descubrir otras posibilidades que sí están a nuestro nivel.

Pero no voy a hablarles de Sócrates, ni de Balmes, ni es mi deseo aburrirles con comentarios de filosofía para andar por casa. Soy el monitor de esta reunión y mi objetivo es impresionarles. Y, más en particular, me encantaría seducir a una de ustedes, enamorarla.  

Ustedes han pagado para ello, ¿verdad? Para que les enseñe el arte de la conquista.

Empezaré presentándome. Soy aficionado a la astrología, pero mi profesión, aquella de la que vivo, es la de agente comercial. A mis cincuenta y tres años, he vendido casi de todo, aunque ahora me dedico exclusivamente a vender ilusiones. 

Si hiciéramos una encuesta al azar, recogeríamos mayoritariamente la respuesta de que para vender añgo hay que disponer antes de la mercancía, o tener opción razonable de conseguirla. Por eso, si les expresara que mi preocupación diaria es la de conseguir un acopio suficiente, para lanzarme luego a la apasionante aventura de encontrar interesados y que, además, estén dispuestos a pagar por ellas, me entenderían de inmediato. 

Pero este no es el caso de lo que yo vendo. Para vender ilusiones hay que encontrar primero al comprador y, luego, trabajar con la adecuada pericia para conseguir que nos compre lo que él desea, aunque no lo tengamos.

Por eso me he especializado en las mujeres. Puede sonarles a ustedes a cínico, aunque yo voy con la verdad por delante. Y les advierto de antemano, yo solamente ayudo a que tengan hambre; la comida es responsabilidad del cliente.

Para hacerles una demostración, necesito la colaboración de una de ustedes. ¿Alguna voluntaria?...Les advierto que no pretendo hacer un experimento con ningún riesgo. Tampoco les voy a exponer a ninguna prueba. Solo pido que se comporten con naturalidad, que sean ustedes mismas.

Aquella señorita de la quinta fila, la del vestido estampado. ¿Sería tan amable...?

(seguirá)