Manuscrito encontrado en un callejón sin salida (y 2)
(El manuscrito a que se hace referencia en el Comentario anterior, proseguía y terminaba de esta manera:)
Si admitimos que no es lo más importante, con ser para algunos acuciante y para otros intangible, profundizar en la respuesta a lo que supondría la relación de nuestra existencia con un hipotético proyecto de otros seres que hubieran definido y se dedicaran a controlar nuestros grados de libertad, sería muy sensato dirigir nuestro esfuerzo hacia lo que podemos hacer, con la capacidad que reconocemos en nosotros y en nuestros semejantes, para conseguir que su vida y la nuestra (lo único seguro que tenemos) sea lo más satisfactoria posible.
Poco podemos hacer individualmente para cumplir ese objetivo. Aunque no he tenido la oportunidad de intimar personalmente con ningún genio (aunque sí con algunos individuos con inteligencia, conocimientos y aptitudes superiores a la mía), me he convencido de que incluso con las más altas facultades, los avances han sido escasos y discontinuos, a salvo de unos pocos descubrimientos que impulsaron (si bien, en general, hubiera sido mayor el ámbito de lo que hubieran podido mejorar respecto a lo alcanzado) el bienestar del ser humano .
Los hallazgos no son únicamente técnicos, sino también afectan a los conocimientos humanísticos y sociales: el descubrimiento del motor de explosión, con lo que supuso de potenciación drástica de la capacidad de desplazamiento; los avances en medicina y tratamiento de patologías, que permitieron alargar la vida y mejorar la satisfacción durante ella; la posibilidad de integrar los conocimientos de la evolución de la historia de la Humanidad y de otros seres, investigando diversos eslabones que nos acercan al conocimiento del proceso de la evolución y, seguramente, de sus razones; la potenciación de las capacidades de acumulación de información, su difusión y tratamiento ordenados...y, no en último lugar, la mejora de la capacidad para escudriñar el espacio cósmico y la realidad nanomensurable, ampliando nuestros horizontes tanto en lo grande como en lo pequeño.
Pero estos avances son, desde la perspectiva de lo que nos queda por conocer, nimios. Para avanzar más rápido, sería necesario contar con el trabajo conjunto de los mejores, y que dispusieran de medios económicos, suficiente tiempo y tranquilidad, voluntad de continuidad y perspectiva histórica, para llegar a cualquier nueva conclusión fértil.
Una conclusión que, en su dimensión más intengradora, más incisiva, nos debería permitir a todos -al menos teóricamente- establecer con seguridad dónde se encuentra el contrapunto, la frontera del yo colectivo, suponiendo, tal vez, una vía alternativa, una opción de escape a lo que, hasta ahora, no tiene más realidades que la de la muerte. La muerte personal y la de las civilizaciones, la destrucción catastrófica de cualquier empeño humano, entendida no solo como la fácil demolición definitiva del yo, del ego, como también del tanatos final de cuanto nos ocupó y preocupó colectivamente (por supuesto, también a escala individual), sepultando en el olvido, el caos, la nada, esfuerzos y méritos.
Esa y no otra es la enseñanza cruel de la historia de la humanidad, en la que los logros parecen estar siempre dominados por fronteras invisibles hasta que es demasiado tarde para no chocar contra ellas: cambio climático, hoy; pero ayer fueron "diluvios universales", caídas de imperios, guerras mundiales, cataclismos inexplicados que sepultaron civilizaciones dejando de ellas muy poco rastro...
Entiendo que la culpabilidad mayor de este proceso es que hemos estado siempre lejos, los seres humanos, de formar una unidad con un objetivo compartido. Las preocupaciones materiales han ocupado (incluso enmascaradas con hipócritas objetivos presentados como trascendentes) lo sustancial de los esfuerzos de quienes tienen el control de los medios de producción, incluso intelectuales.
La obtención de la mayor cantidad de bienes materiales, vinculados al disfrute personal o de la familia y amigos, ha sido la guía constante de actuación de lo más granado de las generaciones anteriores y lo es aún más de la presente, orientada hacia el placer de lo inmediato.
Si observamos lo que está sucediendo ahora, nos encontraremos con que un mínimo porcentaje de seres humanos controlan la riqueza, su reproducción, el pensamiento y su difusión, la selección por capacidades y méritos de todos los demás. Incluso los países, instituciones y líderes que alardean de perseguir la corrupción, apoyar la igualdad de oportunidades o defender la libertad y la cultura, no están libres de los embates y la fuerza convulsiva de esa hidra que está firmemente instalada en la estructura social, que combina corrupción, nepotismo, falsedades y desprecio hacia lo que significa libertad de pensamiento y emisión de juicios incondicionados.
La realidad no deja margen al optimismo. Esa inercia complaciente no podrá vencerse jamás, porque se reproduce con una fuerza mucha mayor que cualquier otra, asentada como está en la naturaleza humana dominante, y orientando los objetivos de la dominada.
Aquí y allá, esporádicamente, se podrá encontrar algún ejemplo por el que se castiga la falta de ética. Pero no será nunca general, jamás será la vencedora porque, junto con el nihilismo, el hedonismo, el egoismo y la insidia, la falta de moral es propia del individuo perteneciente a la clase dominante, siendo excepción el que obra conforme a la ética universal y, por ello, en tantas ocasiones como sea necesario, se verá marginado, vituperado, condenado al sufrimiento e incluso asesinado.
Las oportunidades para disfrutar de un buen nivel de vida y una aceptables satisfacción intelectual y social, dependen, fundamentalmente, del nacimiento. Pocas opciones de llevar una existencia placentera existen para la inmensa mayoría de los seres humanos.
Para esa multitud dominada, la única posibilidad de irrumpir en la escala más alta de la sociedad, reside en evidenciar una capacidad personal notoria (belleza, fortaleza o habilidad, inteligencia) y que esta sea reconocida por alguien de los que se encuentran arriba de la pirámide de decisores, y que lo adopte como su valedor o mecenas.
Para quienes forman parte de la élite social, mantenerse en ella es muy sencillo, e incluso algunos pueden permitirse (y así lo ejercen) el lujo de defender opciones contra su natura, que, por lógica, les debería llevar a la autoreproducción de su estatus. La actuación de estos individuos, que aparentemente traicionan a los suyos, ha de ser siempre mantenida bajo sospecha.
Solamente la difusión de un espíritu de reforma colectivo, surgido de las clases social y económicamente dominadas, podrá cambiar la sociedad y reenderezar el objetivo que puede conducir a la redención de la especie humana frente a la fuerza que controla la naturaleza. Para ello, habrá de asumirse la condición de perecedero del individuo y la importancia de lo colectivo, como entidad superior capaz de confrontarse válidamente con el mundo exterior.
No parecemos estar próximos a la consecución de esa idea, que cabe imaginar como utópica.
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