Cuentos para solitarios: Consecuencias de la afición a la ornitología
Ignoraba dónde estaba. No del todo, obviamente. Se encontraba en un pueblo del occidente de Asturias, en una casona rural que había sido rehabilitada como hotel de tres estrellas.
Había llegado en plena tormenta la noche anterior. El objetivo era acercarse un poco más hacia Galicia, pero se le había hecho tarde como consecuencia de la sobremesa con unos amigos de Oviedo y, cuando empezó a llover intensamente no dudó en detenerse en el primer albergue con garantía de mínima limpieza y comodidad con el que se cruzó.
Abrió la ventana de la habitación y contempló el paisaje. La inclemencia de ayer se había vuelto luminosa claridad. Un escenario de verdes montañas en varios planos, salpicados aquí y allá con alguna casa de labranza se extendía como un lienzo espléndido. Se vistió rápidamente y bajó con la intención de desayunar.
El hotel parecía vacío. Ni personal, ni huéspedes, aunque los grandes ventanales, con sus hojas desplegadas y las cortinas corridas, revelaban que alguna mano había cuidado del orden de las cosas desde primeras horas de la mañana.
Se sentó en una de las mesas del jardín, la única que tenía un jarrón con flores. Tres hermosos capullos de rosa. Una frescura suave le inundó el alma.
Apenas se había acomodado, un camarero se le acercó, con una sonrisa y un fuerte acento asturiano.
-Buenos días, ¿quiér bollines, casadielles o pan bregáu?
El viajero miró al lugareño, sin estar seguro de haber comprendido.
-¿Puede ser un poco de todo?. Estoy de turismo por la zona y me interesa conocer la gastronomía. Y tráigame sobre todo café, por favor. Mucho café.
El sirviente hizo como que arreglaba el búcaro con las flores y, antes de marcharse a cumplir la orden, espetó:
-La mesa taba preparada pa otru guéspe. Peru, non se preocupe, que pué quedase n´esta, que seguro que no-i-mporta.
Apenas se había ido, apareció "el otro huésped". Una mujer de unos cuarenta años, rubia, con un libro en la mano. Su vestido estampado ponía una nota adicional de color al jardín. Miró hacia la mesa ocupada y, luego, pareció que buscaba otra con un jarrón de flores.
-Disculpe, señora. Me he sentado en su mesa creyendo que era el único cliente del hotel. El camarero me explicó, ya demasiado tarde, que estaba preparada para otra persona. Pero, si es usted tan amable, le pediría que compartamos la vista de este precioso trío de rosas, y le prometo hacer lo posible para que la conversación le resulte agradable.
La recién llegada sonrió, agradeció la atención y, sin hacer más comentarios, acercó una silla, y se sentó enfrente. Justo cuando el camarero traía una bandeja con varios bollos, un zumo de naranja, una humeante cafetera italiana y una jarra con leche, igualmente caliente.
-¿Qué i traigo? ¿Lo de siempre? -preguntó a la señora.
-Sí, por favor, Arturo. No me tueste mucho el pan.
-Mi marido aún duerme -explicó, cuando el camarero se fue.- A mí, en cambio, me gusta levantarme pronto para disfrutar el día desde el comienzo. Ver amanecer, oir el primer canto de los pájaros mientras desayuno.
(seguirá)
-
0 comentarios