Cuentos para solitarios: La oportunidad pedida (parte dos)
(Esta entrada es la segunda parte del relato "La oportunidad pedida")
II
Confiaba en que nuevas risas le guiaran hacia el lugar donde, suponía, se encontraría la joven. Quizá, pensaba mientras avanzaba, sería un grupo de mujeres que estaban lavando en el arroyo. Puede, incluso -su ímpetu sensual se acumulaba- que se tratara de excursionistas que habían encontrado una poza en la corriente y se estaban solazando, tal vez desnudas.
Pero, cuanto más caminaba entre helechos y zarzas, pretendiendo alcanzar aquella vía natural de agua que, mientras se hallaba pintando, le hubiera parecido tan real y próxima, solo descubría la consistencia de un bosque descuidado, por momentos impenetrable, enigmático y sombrío, que se estiraba al mismo tiempo que lo recorría, reproduciéndose en nuevos árboles muy similares.
Resultó, a la postre, que se había perdido. Cierto que había tratado de permanecer bajando, pues no dudaba que el curso de agua -si hubiera existido- debería encontrarse en una vagüada, pero el bosque estaba tan descuidado, la maleza tan enrevesada, que había tenido que subir laderas y, perdida la orientación entre aquella tupida maraña de copas de árboles y matorral punzante, no estaba seguro de volver al sitio en donde había dejado el caballete y las pinturas.
Desengañado de encontrar respuesta al origen de aquellas risas y ya más bien preocupado de volver lo antes posible al lugar de donde había partido, siguió el consejo más directo ante una situación similar y, sin detenerse ante el castigo de las hirientes zarzas, bajó en línea recta hasta cortar la carretera. Cuando lo hizo, se sorprendió al encontrarse en un paraje desconocido.
Por suerte, después de caminar otro trecho por el asfalto, se cruzó con un hombre que llevaba del ronzal un caballo.
-Perdone usted -le atajó- ¿Por dónde puedo ir a Ravísec?
El otro detuvo la acémila y le miró con curiosidad. Aquel joven desconocido, sudoroso, con la cara y los brazos ensangrentados y la ropa rota, parecía realmente perdido.
-¿Ravísec?. Creo que está a unos cincuenta kilómetros de aquí, al otro lado de las montañas. Pregunte en la aldea que encontrará al doblar la próxima curva.
Y, luego, le preguntó:
-¿Se le ha estropeado el coche? Porque en ese pueblo no podrán ayudarle. Allí nadie sabe de mecánica.
-No, no. En realidad, he llegado hasta aquí a través de la montaña. He dejado el coche al pie de Ravísec y me he desorientado.
Sujetando del ronzal al caballo, que se mostraba inquieto ante el extraño, el campesino sonrió compasivamente.
-Ya veo. No es usted el único que aparece por este lado. El año pasado tuvimos que salir en búsqueda de un excursionista que, al parecer, había venido a buscar setas a nuestro bosque.
El joven se sorprendió al encontrar una expresión de lástima en el rostro curtido.
-Tardaron varios días en avisarnos y lo encontramos muerto, parcialmente comido por los lobos. Su rostro estaba desfigurado. Desgraciadamente, había caído en una trampa para jabalíes que alguien había ocultado entre la maleza. En este bosque hay muchas alimañas y se ha convertido en impenetrable, incluso para los de aquí. Está abandonado desde que la madera no tiene valor.
No pudo disimular un gesto de horror. Desde luego, no deseaba por nada del mundo volver a aventurarse por un paraje tan peligroso. ¿Cómo diablos se le habría ocurrido venir a pintar naturaleza a las montañas de Ravísec?
-¿No podría alquien acercarme adonde dejé el coche? No me siento con fuerzas para andar otros cincuenta kilómetros. Y mañana tengo que volver a mi trabajo.
-Supongo que mi hija no tendrá inconveniente. Acérquese al pueblo y pregunte por la casa de Andrea. Soy yo -explicó-. Ahora no puedo acompañarle, porque debo recoger unos sacos de pienso en Morgabia. Mi hija tiene un vehículo y bastaré con que le abone la gasolina.
Poco tiempo después, el artista se encontraba camino de Ravísec, en un viejo coche conducido por una joven de risa franca y directa, en la que quiso reconocer la expresión de júbilo que le había confundido aquella misma mañana.
Mientras se frotaba las heridas de los brazos, que le escocían, creyó haber hallado la ocasión pedida.
Pero ese es otro relato.
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