Cuentos para solitarios: La oportunidad pedida (parte uno)
Por aquel camino antes muy transitado, hacía tiempo que no pasaba nadie. Discurría entre viejos castaños y desgarbados robles, pero el tiempo y la falta de limpieza habían cubierto el sendero de helechos, zarzas y retoños de acebo, serbales y plantas de sotobosque, entre las que se contaban belladonas, angélicas silvestres, borrajas y aquílegas.
Una corza, agazapada entre la maleza, saltó de pronto, asustada al ver al extraño aproximarse a su distancia de seguridad, y se perdió más arriba, entre un ruido de hojas secas.
Quien avanzaba, abriéndose paso con cierto trabajo por la senda, era un joven de apenas treinta años, que llevaba consigo un caballete, un lienzo y útiles para pintar. Cuando llegó al sitio que le pareció adecuado, montó el trípode y preparó las pinturas.
Eran apenas las diez de la mañana de un día de principios de otoño, y la luz se colaba, misteriosa, llenando de sienas, naranjas melosos y oscuras sensaciones el espacio.
Pronto se dió cuenta que, a pesar de la fuerza del paisaje, no estaba inspirado. Había silueteado con carboncillo los elementos principales; su paleta recogía, con la aplicación del brillante alumno de la Escuela de Artes y Oficios que había sido, la amplia combinación de matices. Pero, al traspasarlas al lienzo, la fuerza se escapaba.
El motivo de disipación más importante era el continuo cambio de los brillos y sombras. Por momentos, el follaje de segundo y tercer plano, adquirían el protagonismo que restaba importancia a los árboles de primera fila. A cada minuto, le sorprendían nuevas combinaciones de sensaciones cromáticas que, en su empeño por trasladarlas al lienzo, acabaron emborronando la fuerza de las primeras pinceladas, llenando de ocres y pastosidad lo que, un instante antes, le hubiera parecido logrado.
Había otras razones. La quietud aparente del bosque se rompía, trayendo ecos y susurros que parecían voces. No eran, desde luego, los graznidos de los arrendajos, avisando de desconocidos peligros. Tampoco el roer inquieto de alguna ardilla, encaramada en las copas más altas, invisible con el contraluz.
Ni siquiera pudo atribuirlo al descubrimiento de que, en aquel lugar, circulaba un arroyo, que dejaba un fondo de monótonas cadencias, en su paso sobre presumibles guijarros, alumbrados de rabanillos, potentillas, castañuelas, sátiros y helechos.
De pronto, un golpe de aire le tiró al lienzo al suelo, que se ensució de inmediato con restos de hojas, musgo y tierra, rompiendo las pinceladas y arrastrando la nitidez de los colores. Trató de corregirlos, aunque todo see tornó peor.
Fue entonces cuando le pareció percibir una risa franca, cristalina, abierta. Surgía, próxima, de detrás de la cortina de árboles, allá en el fondo del valle en donde se imaginó que fluía un riachuelo.
Movido por la curiosidad, abandonó el lugar y, con el corazón palpitándole, se acercó adonde entendió que había surgido aquella explosión de humana felicidad.
(continuará)
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