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El blog de Angel Arias

Editoriales de Entiba

Editorial de Entiba: Tacones más cercanos

 
Este Editorial de Entiba, del que es autor el Administrador de este Cuaderno, fue publicado en marzo de 1995. No estoy desempolvando viejos escritos de mi Baúl de los recuerdos (aunque podría...e incluso debería). Pero me gusta ofrecer a nuevos lectores aquellas ya añejas reflexiones. Los 50 Editoriales que escribí en su momento, durante varios años, para la revista del Colegio del Noroeste de Ingenieros de Minas de España, fueron recopilados por mí en un Libro que, propuesto para su publicación como testimonio de una época, nunca alcanzó más difusión, porque mis colegas de la nueva Junta desestimaron la sugerencia.
 La sociedad viril no se acostumbra: después de años de mirarlas a las piernas, se resiste a reconocerles su mérito principal en la cabeza. Nuestra tribu humana se fue preparando durante siglos para el dominio de los hombres, quizá porque corrían más, eran algo más fuertes y, sobre todo, no parían hijos y, en consecuencia, no tenían porqué cuidarlos.

Con ese frágil núcleo, creció el mito de unos seres más sanos, inteligentes y robustos: con la pierna quebrada, las mujeres fueron consideradas más débiles, más frágiles, más tontas.
 

Así se tejió una tradición de sutiles menosprecios, repartos no acordados de labores supuestamente más recias y más blandas, subordinaciones obligadas por el que maneja el dinero, cuentos nada inocentes acerca del macho que trabaja duro, bebe, fuma y controla el mundo exterior por pertenecer al clan de los más fuertes, frente a la hembra frágil, religiosa, austera, que se rodea de hijos que la quieren como santa pero ignora cómo sobrevivir más allá de las cuatro paredes de la casa.

Presos ambos sexos de estos condicionandos históricos, todavía andan las unas defendiéndose a golpe de cuotas obligatorias, luchando por entrar en la mina y en la cabina del piloto, trabajar de noche, hacer la mili. Aún están los otros paseando estadísticas acerca del tamaño de su cerebro, despreciando la sensibilidad como miseria, ofendiendo con chistes procaces y alarde de fuerza bruta.

El juego es algo tonto: unas se empeñan en pequeños logros que tienen un carácter más simbólico que efectivo; y la sociedad viril obliga frecuentemente a las mujeres a pagar el peaje de aparecer más varoniles para reconocerles su valor: no es ya infrecuente ver una cohorte de sonrientes mujeres arrastradas a su triunfo en torno a un varón rampante al que deben crédito, estima, admiración, esencia.

Pobres víctimas de la seducción efímera del poder de algún ególatra.
 No se engañe nadie, sin embargo. La situación está perdida para los que creen como un axioma en el predominio del varón sobre la hembra. Se multiplican los ejemplos de mujeres que compiten con éxito en las aulas, asumen sin fallo puestos de responsabilidad, ocupan las primeras posiciones en la promoción, en la política, en la cátedra o en la judicatura.

Por mucho que la sociedad viril recele de ellas, por más que subsistan quienes sigan únicamente mirándolas como objetos o valorando su contoneo y vaciando de contenidos espirituales su belleza, ellas acabarán encontrando un valor de mercado a sus cerebros, se cotizarán por sus ideas y no sólo por sus formas. De la misma manera en que, liberadas de prejuicios, están confesando que, además de la inteligencia de sus interlocutores, son capaces de apreciar su encanto físico, su simpatía, su sensibilidad y sinceridad, mucho más que el monolito frágil de su pretendida resistencia.
 

De entre todas las mujeres, queremos destacar, como peculiares heroínas de la batalla por reinvindicar una posición de igualdad a la mujer, a nuestras compañeras de profesión, las ingenieras de minas. Fueron alumnas y compañeras de un mundo especialmente machista. Aguantaron estoicamente en las primeras filas de las aulas, consiguieron hacerse un hueco de igualdad entre los colegas de sus cursos, tuvieron tal vez que rendir un poco más para hacerse acreedoras a la distinción del aprobado o el sobresaliente.

No contaron con mucho apoyo de sus casas, en donde se las veía como a chicas raras que desaprovechaban su capacidad para estudiar carreras de letras, dedicarse a la abogacía o preparar unas buenas oposiciones a cátedra de instituto. Consumieron muchos fines de semana estudiando para ser las mejores, mientras no faltaba quien les insinuaba que se les iba a pasar la hora de encontrar novio, quemándose las cejas.

Con el título en la mano, tienen que seguir demostrando cosas que sólo les competen a ellas. Soportan que sicólogos aficionados les pregunten acerca de su capacidad para mandar obreros, resolver situaciones imaginariamente complicadas o reaccionar con faldas a nubes de vientos imaginarios.
 

Muchos de quienes deciden las contrataciones laborales, despreciando sus expedientes y los tests, sucumben proclives a la desconfianza de que las órdenes emitidas con voz más aflautada se cumplan, de que estos futuros mandos con tacones reaccionen con idéntica agresividad o fortaleza ante un problema de empresa, rindan igual en el trabajo cuando hay que quedarse después de la hora.
Eligen hombres.
 La experiencia les está haciendo recelar de compañeros que les sonríen con aparente comprensión mientras se enteran de detalles vanos de su curriculum y aficiones y luego, aunque dicen estar dispuestos a tenderles una mano, a la hora de la verdad, las marginan frente a candidatos varones.

Ellas saben mejor que nadie que todas esas reservas caerán, pero les toca ser pioneras. Que se sepa de una vez: No les importa viajar, desplazarse, tener relaciones sociales obligadas por el trabajo, asumir retos difíciles sin pestañear más que los otros.

Les importa a los que las miran desde el falso pedestal de su virilidad, a los que creen torpemente que las mujeres deben estar abajo, a los que sentirían menoscabada su posición si no eliminaran de un plumazo, a la mitad de la posible competencia, despreciando globalmente a las mujeres.
 

No son ni más ni menos cumplidoras, ni más ni menos hábiles con los cálculos, ni más ni menos ambiciosas. Son ingenieros mujeres: parte de la sociedad en progreso, un elemento imprescindible para definir la esencia humana, una base sustancial para acercar una profesión histórica pero oscura a una visión algo más intuitiva, un poco menos racional, con ellas, más completa, sin ellas, menos flexible, de los temas que ocupan a la ingeniería del presente, haciendo así las conclusiones más amplias, y por lo tanto, más efectivas. 

Compañeras ingenieras: son cada vez más, como cada vez son menos los que les niegan su derecho a demostrar lo que saben y pueden hacer. Aunque -¿dirán ellas lo contrario?- no les disguste en absoluto que, fuera del trabajo, las valoren también por sus piernas.   

Editorial de Entiba: Nadie al aparato

En diciembre de 1990, el autor de este Cuaderno, por entonces miembro de la Junta Directiva del Colegio de Ingenieros Superiores de Minas del Noroeste de España, publicó en la revista Entiba el Editorial que figura más abajo. Mucho ha llovido desde entonces, y en el terreno antes apacible de la actividad de los colegios profesionales, han aparecido incluso tormentas e inundaciones.

Trasladado a Madrid, este ingeniero-abogado fue también vocal de la Junta Directiva del Colegio de Centro de la misma profesión, aunque dimitió por motivos personales. Expedientado por supuesta infracción de la deontología profesional -mágica invocación a la que siempre tuve absoluto respeto- por sus antiguos compañeros de Junta, en una resolución que el Consejo Superior declaró nula de pleno derecho, su caso se encuentra, junto al de otros compañeros que participaron en la misma candidatura, en los Tribunales de Justicia. Basten estas pinceladas para embocar un escrito que, a pesar del tiempo transcurrido, suscribo hoy plenamente
.

El Colegio del Noroeste ha realizado el pasado mes de diciembre la renovación parcial de su Junta directiva, tal como prevén los Estatutos. El asunto, que se viene repitiendo cada dos años con más apatía que fervor, tenía por tanto más chances en origen de ser tratado en bata y zapatillas que con las ropas y joyas del domingo. Sin embargo, algunos de los cálidos aspectos que se pusieron de manifiesto en las últimas elecciones merecen un cariñoso repaso, un toque de tambor y trompetuelas.  

No tiene este Editorial intención de sacar punta a un acto propio (y menos punta dura), pero quiere recogerse de su asombro ilusionado por la movida que nuestro grupo de ingenieros, tradicionalmente harto apacible y asaz desinteresado por las cosas de la carne del Colegio, ha montado ante un hecho antes vanal (de vano, pues). Así era considerado para muchos el que cada bienio algunos miembros de la Junta dejasen a otros la púrpura y sillones e hiciesen mutis de la ceremonia mensual por la que daban en reunirse para resolver temas oscuros de competencias, seguros de viudedad y menús en Santa Bárbara, asuntos que la mayoría se supone son el plato fuerte de la alta cocina de estos predios. 

Los hechos de final de este otoño han permitido descubrir, al menos, dos cosas cosadielles. La una, deducible por la numerosa presencia de candidatos (nueve para cuatro plazas), básase en que existe un atractivo nuevo en la función de vocal del Colegio de Minas, una voluntad mayor de sacrificio y unas ganas de colaborar más especiales. Conclusiones que para quienes tenían que andar buscando a golpe de teléfono las cabezas dispuestas (que no predispuestas) a soportar el peso de la tiara, suponen cuanto menos un alivio.

Bienvenida sea la voluntad de salir a dar el callo y ponerse a trabajar por el Colegio. Si los tiempos son difíciles, cuanto más hombros, tendremos asegurada más presencia, haremos más camino, alzaremos mayor eco.
 Por otra parte, la masiva afluencia de votantes en una grey que hasta ahora apenas si había participado en sus comicios, confirma los nuevos aires del momento. Si para elegir representantes al Congreso de Diputados se alcanza a duras penas el 60% de participación, conseguir que aquí sobrepasemos el 40% es barrunto de inflexión y ritmo de milagro.

Después de congratularse por la participación en sí, el animus suponiendi se decanta en que las cosas de Palacio en Asturias, 2, Oviedo, interesan cada vez más al personal. Bendita sea.
 El hecho de votar significa también que se está dispuesto a apoyar a los candidatos con algo más que con la palmada en la espalda. Como es sabido, los vocales de la Junta ni cobran, ni perciben dietas ni alcanzan prebenda alguna que no se labren en otros sitios de más rédito. Por tanto, los electores tienen con sus votados el compromiso no sólo de exigir que lo hagan bien, sino de ayudarles a cumplirlo. 

Si en todo cóctel hay un punto amargo, en este lo fue la sospecha que algunos expresaron, por la que existiría una candidatura oficialista, supuestamente apoyada por la Junta actual, una especie de corps de élite de preferidos de los altos sacerdotes, muñidores del caldo, sabios cocineros, que con todo ese tejemaneje no pretenderían otra cosa que el mantenimiento del aparato.  

Esta sociedad está tan sensibilizada por la terminología política que hasta en las esquinas más inocuas se cuelan términos propios del debate periodístico. No cabe forma más ingenua de expresar que quienes se afanan por encontrar más identidad a este Colegio sean vistos desde fuera como un aparato de poder, cuando no solamente no hay tal, sino que a menudo ni siquiera hay mantequilla. 

Efectivamente, la Junta actual podría haber realizado legítima campaña para incorporar sus pretendidos candidatos idóneos a soportar el peso de la corona de espinas y la púrpura. Si no se ha ejercido este derecho/deber suponemos que fue porque, desde el momento en que se vió que había más candidatos que sillas, y siendo todos por igual tan compañeros, se limitó a esperar confiada que la buena intuición del colectivo eligiera las espaldas más sufridas y las mentes más tolerantes y plurales.

Y esperando también que las leyes de los grandes números distribuyeran equilibrios: no todos los elegidos de la misma empresa, no todos públicos ni todos muy privados, no todos docentes ni todos funcionarios, ni demasiado mucho ni demasiado poco.
 

Suponemos además que la Junta remanente desearía en secreto, coincidiendo en ello con el pensamiento de la mayoría, que el debate colegial se mantuviera ajeno al debate político, máxime cuanto que no estábamos eligiendo un decano -es decir, un programa- sino vocales, esto es, los currantes.  

Tranquilos, pues, si hay almas despistadas. No hay aparato de poder en el Colegio de Minas del Noroeste, ni intención ni posibilidad de que suceda. El Colegio seguirá siendo lo que quiera la mayoría, por más que una minoría diligente, renovada cada dos años, haya de sentarse al menos mensualmente en torno a la mesa de reuniones del Colegio para decidir desde lo pequeño a lo importante con la seriedad y honestidad que son atributo de los buenos gestores, y con el ánimo de los mejores compañeros.  

Hay que aprovechar la ocasión para resaltar la generosidad de quienes han ocupado alguna vez cargos directivos en los Colegios profesionales. Estos compañeros, después de cuatro años de servicio, han salido enriquecidos espiritualmente con la convicción de haber servido en algo a los demás, con el mismo bagaje material con el que entraron, salvo una modesta metopa o una placa cuyo valor sentimental honrará la sala de estar de sus casas, junto a los otros regalos preciados por su contenido inmaterial que todo profesional va acumulando a medida que peina canas.  

E igualmente, debemos agradecer a aquellos compañeros que se presentaron y no salieron elegidos, el gesto de haber dado el paso al frente de ofrecerse al servicio de los demás, deseándonos que esta actitud que les honra se mantenga siempre, y se presenten nuevamente dentro de dos años, (junto a otros muchos que ahora tal vez dudaban), y que empiecen ya hoy a hacer por el Colegio, si es que aún no lo han hecho.

En este Colegio no hay nadie al aparato, somos todos los que hacemos de la voluntad, el instrumento.

El síndrome de Jovellanos (Editorial de Entiba, num 75/76)

 

Hace más de diez años, se publicaba en la revista ENTIBA este Editorial, que recupero aquí, para este blog, no se si para alimentar la nostalgia, o alguna otra de esas cualidades del alma que más comen.

No es asunto sólo de Asturias, tiene alcance mayor; es cosa, al fin y al cabo, de país. Ni siquiera es producto de este tiempo, viniendo como viene del fondo mismo de nuestra historia. Está ligado, como negra pez de la que desprenderse sin desgarro es imposible, a nuestra propia esencia. Sobran ejemplos de quienes se dieron cuenta de que la cosa iba a más, y pusieron su empeño en denunciarlo. En nuestra profesión, sin ir más lejos, se puede citar a unos cuantos sabios que diagnosticaron el síndrome con brillantez y alarma: Román Oriol, Antonio Belmar, Wenceslao González, Francisco Gáscue, Federico Kuntz, Pablo Trasenster. Entre otros.  

Escribía, por ejemplo, Fernando Bernáldez, allá en 1883: "Tiempo es ya de que los pensadores fijen preferente atención sobre este importantísimo ramo de la riqueza nacional, y dando tregua a las estériles luchas de la política, en el sentido que hoy desgraciadamente se entiende y practica en nuestra España, y que absorbe sin resultados beneficiosos para ella una gran parte de la inteligencia de sus hijos, lo dediquen al estudio de las cuestiones tan complicadas y difíciles que entraña este interesante asunto."

Que se hablase entonces de la minería (como era el caso), de la lucha contra el paro o de las nuevas tecnologías, no restaría vigencia a este discurso.
 Darse un repaso por los números de la Revista Minera y Metalúrgica de hace más de un siglo, es adentrarse en la comprensión de aquellos profesionales a los que cabe hoy rendir homenaje de respeto.

Su preocupación por mover a los poderes públicos y privados a hacer juntos las cosas, en lugar de andarse cada cual por su camino, merece tanta más atención cuanto más larga resulta nuestra permanencia en el túnel en donde campan por sus respetos las brujas de la improvisación, la falta de gestión, la desunión, el despifarro, que con sus escobazos provocan heridas por donde se ceba aún más la crisis.
 

Aquellos ingenieros, que cabe suponer sin mucho público, se empeñaban en hablar del papel de la iniciativa particular para vivificar la decadencia industrial, se quejaban de la incomprensión de la sociedad hacia los mejores, denunciaban la dejación de intereses nacionales en manos de oscuros valedores de capitales extranjeros vestidos con piel de cordero.

Con ilusión estrellada contra la desidia oficial, argumentaban contra la incapacidad para entender y, por lo tanto, tratar, la crisis carbonera y siderúrgica. No exentos de humor, escribían cosas que hoy mueven todavía a reflexión, como esta muestra: "En Gijón, en donde aún no sabemos que hayan podido ponerse de acuerdo sus prohombres respecto a lo que hay que hacer de inmediato para mejorar el puerto, parece que se han entendido perfectamente para construir una plaza de toros." Sin mucha información acerca de qué otras cosas hacían estos ilustres olvidados, los imaginamos sorteando zancadillas trapaceras, reclamando seriedad, tesón y humildad, mientras aguantaban el pisoteo de los que defendían intereses particulares gritando que representaban mayorías.
 

Se negaban también entonces -dicen aquellas crónicas- a dar mayores presupuestos a la paupérrima investigación minera, mientras no faltarían dineros para fiestas y fastuos, ni para apoyar intereses de los ávidos, más astutos en hacer amigos en los poderes públicos y económicos. Se traducían pliegos de condiciones que primaban el acero o el carbón inglés en detrimento de la incipiente industria asturiana y vasca, que, falta de calor para empezar a vivir, ya se moría.

Los mismos que negaban apoyos a proyectos que pretendían adelantar la implantación del ferrocarril, ponían en duda nuevas técnicas que querían revolucionar la metalurgia y la minería. Para desesperación de quienes sabían más y más habían viajado, iluminados de farol creían poder predecir el futuro de los hornos de acero, decidían la improcedencia de investigar la coquización de hulla, y juzgaban a los dados la calidad con que debían fundirse los metales para la Artillería, y aún echaban tiempo en preocuparse más por la uniformidad que por la seguridad y policía mineras. Los intereses de los más hábiles primaban así sobre la voluntariedad de los más sabios.
 

Pero volvamos al presente, porque cualquiera que sea el origen de ese mal, los síntomas permanecen ahí. Activos especialistas en destrozos, siguen consumiendo cualquier atisbo de empuje, devoran la ilusión y la inventiva, y sustituyen las ruinas que dejan por la conformidad más absurda, entronizando la falta de imaginación como objeto de culto obligatorio. Su empeño toma las formas más variadas: ideologías y credos de uno y otro signo; se disfraza de compañeros de viaje y de profesión; encaja por igual en sindicatos, empresas y partidos.

Todo vale para que el vacío triunfe, y para eliminar los no-creyentes utilizan desde el empujón sin escrúpulos a la palmada con cuchillo en las espaldas.
 Con ese caldo de cultivo para el desprecio y la ignorancia, no vale mucho que se siembren iniciativas que convulsionaron otros lugares, se trasplanten ideas de mucho mérito, se pongan con cuidado nuevas bases del mañana. A empellones, a trancas, a porrazos, los que no creen más que en lo que tocan, se harán fuertes en críticas sin alternativa, harán caer hechos esqueletos y muñones, cuando no objetos de su risa, las buenas intenciones, los propósitos.

Como su imperio es el desierto, la inoportunidad de estos necios es la misma de los que queman los bosques porque así creen mantener su oficio de bomberos: aplauden sus éxitos mientras se cierran las empresas que no ven, se reducen las oportunidades que no entienden, disminuyen los puestos de trabajo que no les interesan.

Al abominar del cambio, exigiendo total inmovilidad para mantener sus prebendas del hoy, llenan de miserias el futuro.
 La zanahoria con que tientan para que se les siga es tan evidente como escasa su pulpa. Creen que la cantidad de las rentas es más importante que su origen, e incapaces de entender la necesidad de asumir nuevos riesgos, no dejarán invertir porque prefieren mantener, no apoyarán porque tienen las manos ocupadas en sostener los árboles caídos, no se arriesgarán a saltar aunque el incendio les abrase los pies. Hacen como aquellos que, concentrando las energías en mimar al enfermo, no advirtieran que cada día pierde algo del color y, sin darle medicina ni poner otro remedio al deterioro que el cariño, dejaran que su estado se agravara hasta la muerte.   

El síndrome no lleva el nombre de quien primero lo padeció, sino de su descubridor más ilustre. Jovellanos detectó tempranamente su presencia entre la sociedad asturiana y vió, alarmado, como  se propagaba, sin justificación, como la peste. Generación tras generación el síndrome ha seguido vivo, alimentado tanto por propia iniciativa regional como por supuestos intereses del Estado.

No mereciendo Asturias el rango de nación, pasó a ser Banco de pruebas del país, piedra de toque de cuantos se emperran en lo poco, ejemplo de los simples que toleran ser sodomizados porque qué se le va hacer. El experimento de ir talando poco a poco los tejos mientras la flauta toca aires bucólicos fue un éxito, y, por eso, afecta hoy esta manía de dejarse morir antes que consentir que nadie meta mano a los temas, a una buena parte de la colectividad española.

Pero la apatía es endemia en Asturias, y si en otros sitios es mal posiblemente pasajero, afecta a la totalidad de lo asturiano, y fagocita con prontitud a cuantos se asientan aquí, propios como extraños, legos como clérigos, novatos como avezados.
 Aunque muchos ignoren que padecen el mal, están sin remedio contagiados de la más profunda desidia, que los hará ver con buenos ojos todo lo que no sea cambio brusco. Ingenuos al admitir que lo que no se mueve con rapidez no hace daño, andan como si tal es la cosa, sin que noten lo que les come los pies.

Si de enseñar o estudiar se trata, acabarán elogiando lo inútil porque no crea polémica; si quieren hacer o leer periódicos, se detendrán en las noticias que anuncien cualquier gresca, pasando por alto todo lo demás; y si su oficio es alzar pescado, sacar piedras, colar arrabios, soldar chapas, conducir, mercar o gestionar las cosas, harán de la repetición y del tedio, el único objetivo con que llegar hasta mañana. Así se vuelven todos autómatas acostumbrados a repetirse sin preguntar, sintiéndose parte de un paisaje cuyo mensaje más genuino es que adormece.
 

Si les falta el pupitre, el periódico, el andamio, el agujero, no sabrán qué hacer. Irán, una y otra vez, febriles, como la ardilla prisionera en su jaula, hacia el pesebre donde les dieron de comer y emplearán sus fuerzas en gritar que se lo sigan llenando de lo mismo, sin que les importe lo que producirán con su trabajo. Adquieren madera de funcionarios sin función que defender más que su plaza, y harán de su subsistencia, cosa pública. Contra los que osen dudar de su razón, son muy capaces de organizar manifestaciones, barricadas, inmolarse, en fin, antes que admitir que puedan estar equivocados en la fórmula: seguir igual otro día más.  

El tratamiento está claro. Hay que viajar, abrir ventanas, olvidarse de mirarse las llagas que causa la estéril postración y romper el cristal hipocondríaco. Dejarse de discusiones estériles, de diagnósticos. Ya está dicho otras veces. A quién importa si son mejores las empresas públicas o las privadas, las variantes del Este o del Oeste, si habrá que reconvertir o reindustrializar, implantar nuevas tecnologías o apoyar los quesos artesanos. Todo es necesario, todo falta, a todo hay que dar mérito.

Mientras se busca la verdad del carretero, se reducen los puestos de trabajo a mansalva, se cierra el INI, nos venden a los alemanes la Ensidesa, nos recortan Hunosa hasta hacerla miniatura de sí, se nos hunden astilleros, se enblandecen Duros y flaquean nuestros hornos refractarios. Mientras decidimos qué hacer, nos derrotarán en Defensa, venderán a los catalanes nuestros Bancos y se nos marcharán, con hinchazón de ojos y de vísceras, los pocos empresarios, los humores, el ahorro, el capital y, lo que es mucho peor, nuestros mejores.
 ¿Nos ha servido de algo el desarraigo colectivo?. Discutir tanto, ¿ha hecho más seguro cualquier proyecto que necesitara el apoyo de los demás?.

La escasez y falta de orientación nos hace aún más incapaces para poner a andar las cosas, y vamos como autómatas del homenaje a la farándula, del funeral al festorrón, de soportar la piedra de Sísifo a dar lustre a la piedra embetunada.
 "Como hay falta de luces para erigir y promover con utilidad establecimientos industriales, todo el mundo se mete a terrazguero; profesión, sino la más útil, por lo menos la más dulce y cómoda de cuantas se conocen y por lo mismo, la más análoga a nuestra pereza y natural amor al regalo."

Lo dijo Jovellanos, hace más de dos siglos. Los terrazgueros de ayer hacen colas hoy ante las ventanillas por donde se les paga la pensión, mientras a todos se nos seca un poco más el cerebro cada día, viéndonos enfermar, morir de repetirnos.

Editorial de Entiba: Prejubilados,pim,pam,pum

Publicado en el número 61 de la revista ENTIBA, escrito en junio de 1994, y dedicado a los protagonistas forzosos de uno de los grandes despilfarros intelectuales de la España contemporánea, este Editorial parece escrito ayer. ¿Verdad?

 Están ya por todas partes, salvo quizá donde tendrían que estar. Se nos cruzan en la calle, esforzando una sonrisa de simpatía que en realidad resulta algo triste y, a poco de atención que les prestemos, nos preguntan con avidez por los antiguos compañeros, se interesan por los cambios habidos en el departamento, el nivel de malhumor de fulanito, nos recuerdan orgullosos la cifra última de producción a cielo abierto, el rendimiento del tándem, las ventas de hojalata en Chile o la producción del pozo Pumarabule. Muchos llevan ahora pantalón vaquero y se han cambiado el corte de pelo, o dejado crecer la barba ya entrecana; algunos pasean al perro por las tardes.  

Entrada la mañana y después de la colación
, podemos vislumbrar a algunos ejemplares de esta "singular cofradía", a través de la cristalera opaca del bar de la esquina, jugando al dominó, mirando la tele, perdiendo el café al mus en pareja con un funcionario, y en los casos más desesperados, apoyados indolentemente sobre la máquina tragaperras con el jota bé on de rócs al alcance de la mano. Su destino no está solo: se encuentran rodeados de otros ilustres personajes, cerebros grises de antes de ayer mismo que hoy se empecinan con el pito doble sin importarles aparentemente que suba o baje la deuda externa o el chorizo. 

Al tiempo que los unos emplean así su ocio obligado, se incuban en crisálidas donde éstos son ya mariposas, otros seres que todavía tienen un puesto de trabajo activo, pululan entre las ruinas de los mastodontes enfermos, antaño joya de la nación, antiguo motor del desarrollo que hoy gira en el vacío. profesionales serios, pero en un ambiente de ópera bufa, van como autómatas de los palacios de moqueta en donde la ofimática hace estragos en las paredes, a la reunión con los sindicatos en donde se separan con mimo las horas coyunturales de las prisas estructurales del gentío por huir de la quema. En voz baja, con aires de visitar la uci, cotillean detalles etéreos de la penúltima reorganización, haciendo tiempo antes de que comience otra reunión sin mucho orden del día en la que no les apetece decir mucho, porque saben que les queda poca cuerda.

Educados para subsistir sin armar bulla, convertidos en presuntos prejubilables por arte del lápiz exterminador que vigila el cumplimiento estricto de las instrucciones controlando sin piedad las fechas de nacimiento, estos activos ya solo nominales confían, con la mezcla justa de temor y menosprecio, que su nombre no aparezca hoy en las listas de condenados a recoger los bártulos, mintiendo a quien quiera oírles que están deseando la "papela". Con espontánea uniformidad, desde que empezó la fiebre de amortización de puestos de trabajo, su aspiración mayor se concreta únicamente en que los dejen en paz al menos otro día.  

De esta forma, separados por la frontera intangible del trabajo activo y la sopa boba, andan por ahí, prejubilados y prejubilables, distinguibles únicamente por el empleo que hacen de su tiempo libre, identificables perfectamente por la manera en que disponen la cabeza para que se la cercenen o la forma en que la esgrimen, ya cortada, en su macuto.

Una vez consumado el momento, la historia se repite. La mayor parte de quienes han sido desplazados hacia el terreno del ocio involuntario, deshacen los primeros días una maleta de importantes proyectos imaginados que van desde el ya se enterarán a por fin voy a hacer lo que me peta. Pasados unos meses, toda esa colección de propósitos se quedan en agua de borrajas, y aflora la triste realidad del sinquehacer, el castigo injusto de las horas libres por narices.
 

Otros, resistiéndose, se meten en la harina de la economía sumergida, y acceden a realizar un informe-diagnóstico sobre lo último que conocieron cuando aún fichaban, de destinos inciertos y que a ellos les sirve apenas para darse cuenta de lo rápidamente que, arrancadas de cuajo las raíces, los consejos se hacen más vacíos, las enseñanzas se agrían, las conclusiones semejan objetos de museo. 

Prejubilados. Jóvenes todavía, si no fuera por esta condición de rentistas del currelo, nadie dudaría en afirmar que aún les queda bastante trecho para entrar en la tercera edad. Pero esta brecha les hace más carrozas y, aunque se les diga que envidiamos su situación, más bien parece que la sociedad les dió con la puerta en las narices. Están autorizados a recibir la nómina sin mover un dedo, como los incapaces totales, los enchufados de élite o aquellos mantenidos de fortuna.   

Pero lo cierto es que sólo ellos saben cuánto sufren. Forzados a ser inútiles, se han convertido, por paradoja, en el exponente más certero de la incapacidad de nuestro país para aprovechar sus propias inversiones. Han estudiado durante más de veinticinco años, sin contar las horas quemadas con los libros después de recoger el título. Han viajado a todos los rincones, conocen tropecientas instalaciones, son apreciados por mucha gente. Todavía mejor: se han equivocado a veces con fallos que jamás volverán a cometer, cuentan con éxitos que sabrían cómo repetir y acumulan, en fin, una experiencia de saber hacer y deshacer que para sí quisieran muchos.   

Desde hace ya bastantes años venimos poniendo de patitas en la calle, con jubilaciones de oro en muchos casos, a estos caros parásitos involuntarios, forzándolos a que se pudran en su salsa. Alguien con la cabeza bajo los hombros ha decidido que es mejor pagarles el sueldo en casa antes de que nos estorben con su experiencia, nos hagan daño con sus indicaciones, nos molesten con su autoridad. Para estos sabios del lápiz, aquellos otros están amortizados, y la sociedad se puede permitir el lujo de pagarles la pensión en la cama. 

Así las cosas, nada detiene todavía el prodigio de insensatez que supone tamaño despilfarro. A los que afecta, la mano oculta de la norma les aplica un golpe de conejo. Se les comunica, habitualmente por sorpresa, un día cualquiera, recién entrados al despacho, que pueden recoger sus cosas y largarse. Previamente ha habido rumores, listas de amortizables, especulaciones y quinielas, pero nada tan definitivo hasta el día en que una carta de personal les aclara que hoy es su último fichaje, invitándolos a firmar el finiquito, dándoles el pase cordial a la reserva, lanzándolos a la definitiva vuelta a casa, agradeciendo los servicios prestados como quien despide a la asistenta.  

Aturdidos, los neófitos prejubilados recogen un par de lápices, la taladradora y el tintero, cuatro informes, llenan la papelera de papeles, se llevan en el maletín un par de libros, y se van del despacho sin decir adiós a nadie, repletos de golpe del despecho. Los que se quedan suscitan comentarios que van desde la condolencia a la satisfacción, inconscientes de que la historia se hace con los restos del pasado, de que el futuro se prepara con las herramientas del presente.  

El día después, los prejubilados tienen la cabeza llena de planes de lo que nunca han podido hacer. Se matriculan al gimnasio, empiezan otra carrera, se entrometen en el mundo de los negocios. Pierden a sabiendas mucho tiempo, cuando se habían imaginado -allá en los años en los que estudiaban en la escuela, o más reciente, cuando se creían aupados en el pedestal de imprescindibles-, que iba a faltarles siempre. En su casa, se convierten en fantasmas para la esposa, la chica del servicio, los hijos que estudian, quienes se resisten a ver al padre atravesado por la casa, preguntando en qué puede ayudar, levantándose tarde, deambulando por los sitios, desplazado. 

Precioso despilfarro. En esta tribu, hace ya tiempo que de los más ancianos no recabábamos el consejo; ahora, ni de los adultos en sazón nos interesa cómo aprovecharlos. Dentro de poco, nos dejaremos guiar sencillamente por el azar, tirando una pirinola para decidir lo que más vale.

Nadie se opone a recuperar pronto a los más jóvenes, a las mujeres, al mundo del trabajo. Pero alguien debería poner sensatez a esta proliferación de pensionistas, y, en especial, a esta colección de prejubilados en una sociedad que no está para estos lujos.
 

A los cincuenta años no se puede estar prejubilado. Habría que estar rindiendo a tope, en el trabajo real, resolviendo, planificando, rentabilizando, ejerciendo la profesión para cuya formación esta sociedad empleó tanto dinero. De hacer algo, vale más prejubilar a los que han pensado que esa energía no era necesaria. A esos sí les pagaríamos, con gusto, por el resto de sus vidas, unas vacaciones en casa del enemigo.

Editorial de Entiba: El cuento del reloj y del martillo

En el número de noviembre de 1991, el autor de este blog publicó en la revista ENTIBA un Editorial del que, con la licencia de autor que me corresponde, he eliminado los párrafos que se referían específicamente a la situación del colectivo de ingenieros de minas que entonces se vivía, y que trataba del alejamiento de las promociones más jóvenes de cuanto significara actividad organizada por la institución colegial. En lo demás, el Editorial mantiene un carácter atemporal que quiero compartir con los, ya bastantes, seguidores de estas páginas.

En un magnífico cuento de Andersen, los habitantes de cierto pueblo se pusieron de acuerdo para premiar a quien mejor fuese capaz de despertar en todos la admiración por lo que nunca había sido visto. No había más condiciones. Los candidatos, sin limitación de edad ni formación, deberían preocuparse únicamente por asombrar al personal con las creaciones más originales que les sugiriera su imaginación. El pueblo sería el Jurado, y el fallo se resolvería, en lo posible, por aclamación: el artista capaz de suscitar de manera más clara e incontrovertida la sorpresa del personal, ése sería el ganador.  

Se presentaron, como es obvio, numerosos aspirantes, atraídos por la fama y el valor del premio. Como en todo concurso, unas obras parecían a los más entendidos muy dignas y las que les resultaban menos adecuadas satisfacían a otros. No faltó perspicacia para descubrir en alguna presunta creación original, la huella del plagio descarado, descalificándose inmediatamente a los falsos autores. En otras, quedó plasmado el fruto de la fértil imaginación pero recortado con la torpe hechura de unas manos inhábiles.

En la colección estaba también representado el quiero y no puedo, el tente mientras cobro, el a ver si cuela. La exposición previa al fallo del singular concurso, consolidó la opinión de que la pieza más sorprendente de todas las presentadas era un hermoso reloj de precisión, concebido por su artista para que, siguiendo el ritmo de cada hora, varias figuras sincronizadas y en grupos siempre diferentes interpretaran canciones y danzas que fueron admiración general por su buen hacer, su ingenio, su técnica. Esa iba a ser, sin duda, la obra premiada, una creación adecuada para el original concurso.
 

El día de la concesión del premio, sin embargo, un jovenzuelo, alzándose sobre la mesa donde los objetos estaban expuestos, deshizo con un martillo aquella preciosidad, con cuatro golpes certeros, ante la estupefacción de todos. La impresión fue total. El comentario unánime fue que algo así realmente no había sido nunca visto, tanta desvergoncería, impensable, tanto escándalo, inaudito.

Así que, de acuerdo con las reglas, tuvieron que darle el premio al loco del martillo.
 

En esta sociedad, en donde dar la nota parece ser el objetivo más perseguido, no faltan desgraciadamente quienes, ante su incapacidad para alcanzar la admiración por arriba, parecen decididos a destruir lo que pueden desde abajo.

Como si se aplicaran el cuento, tal vez piensan que de este modo se van a llevar ellos algún premio, recogerán aplausos y se podrán comer solos la satisfación muy personal de que, al menos, ya que no han podido ser primeros, han destruído al vencedor. Ignoran estos candidatos permanentes a buscarle los tres pies al gato, la imperfección a los Davides, el error al locutor televisivo, el traspiés al político, el fallo al técnico, el hándicap a la idea, que destruir en poco tiempo la obra de arte más perfecta, está al alcance de cualquiera. Basta disponer de la suficiente mala intención, encontrar el momento, y utilizar un martillo adecuado. Con un poco de suerte, puede que hasta les sea posible conmocionar a un público.
 

Alguna fiebre está propagándose, porque, sin necesidad de fijarse mucho, se descubre por doquier a optantes voluntarios para concursos improvisados en los que, con su martillo en ristre, proclaman su deseo de que les den un primer premio. Con sonrisa de autosatisfacción, se convierten en especialistas en destruir lo que han hecho los demás, maestros en contaminar por dondequiera que pasan. Ridiculizan con presteza. Van con dentelladas al grano.

Si se trata de ecología, desprecian el esfuerzo por mantener la naturaleza y se conceden a sí mismos el premio de haber quemado un bosque, contaminado un río, destruído un paisaje: siempre podrán pagarse unas vacaciones al Africa impoluta. Si se está hablando de técnica, adoptan la forma de planificadores de poltrona para un mundo en donde la historia y la cultura cuentan poco ante los nuevos dioses que se llaman chips y se compran a cambio de cenizas, y quieren premio por enviar de un plumazo a venticinco mil mineros al carajo. Si se está discutiendo de futuro, se dejan embutir de sopa boba (alimentando la sesera con eslóganes de medio pelo: aprovecha el hoy, vive como quieras, mira sobre todo por tí mismo) pensando que los rotos se los arreglarán aquellos precisamente a los que están soliviantando a golpes de martillo.
 

La vida diaria está poblada, por fortuna, de ejemplos diversos en que muchas personas están aportando lo que mejor saben y pueden, y aunque, por desgracia, no siempre los premios se los llevan los mejores, al menos quienes los acompañamos tendremos que estar alertas para no dejarmos impresionar por los que mejor manejen el martillo. Y, por supuesto, revisar las condiciones de un Concurso de méritos en las que se llevarían los premios quienes nos rompieran las piezas más valiosas. 

Editorial de Entiba: Tiempo de ocio en época de negocios

 En junio de 1990 (para el número 15 de la revista ENTIBA), el administrador de este blog, escribió para la publicación del Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España este editorial. Hace dieciséis años, hace muchas singladuras.
 Ya se sabe que este mundo está ahora lleno de profesionales muy ocupados, individuos coronados por el éxito de haber sido declarados imprescindibles, que corren raudos desde lo urgente a lo importante con su maletín de piel repleto de informes con gráficos tipo appel-pie pero hechos con ordenador, y a quienes es posible sorprender camino del café de media mañana con unos papeles en la mano, cruzando los semáforos en rojo. Autómatas programables que saludan a cualquier conocido con jaculatorias del tipo "tengo que hablar contigo pero hoy llevo mucha prisa", o "un día de estos te llamo y comemos juntos".  

Estos ejecutivos verdaderos o un poco imaginarios miden su ritmo por varias decenas de llamadas telefónicas al día, envían mucho fax, comen casi a diario (nunca solos) en restaurantes de cuatro tenedores un pescado blanco entre vuelta y vuelta ayudado con agua mineral sin gas y una ensalada, y a las ocho y media de la tarde, antes de volver para casa, pasan por el gimnasio y juegan quince minutos al squash librando mil toxinas con cada revés de la raqueta, con lo que llegan nuevos al hogar -es un decir- para ver un poco de televisión y dormir las ocho horas entre pesadillas. 

El Dios de la Biblia castigó al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente (y también, by the way, a la mujer a parir a sus hijos con dolor y a estar sujeta a la voluntad de su marido), pero esta sentencia ha pasado al terreno de la metáfora. La mayor parte de los mortales tienen hoy relativamente poco trabajo, y, desde luego, se preocupan menos por el pan (que engorda) que por las vacaciones en Yugoslavia o en Acapulco (que fardan mucho). 

El mundo parece haberse dividido dramáticamente en tres grandes grupos desde la vista oblicua del trabajo. Los que no lo tienen, pero lo anhelan; los que lo tienen y lo maltratan; y los que lo adoran como al becerro dorado.  

Están en primer lugar, aquellos que no tienen trabajo, y que en España se acercan al 20 % (a salvo de mejores criterios estadísticos), y cuyas posibilidades de conseguirlo, si lo buscan por primera vez o tienen más de cincuenta años, son bastante escasas. Para estos, el ocio es un castigo, una penitencia de la que hay que salir como si mantenerse en este estado fuese el peor oprobio.  

La segunda categoría la forman la mayoría de los que tienen un puesto de trabajo, pero se preocupan lo imprescindible por hacerlo rentable a terceros, salvo las naturales excepciones que toda regla contiene. Estos mortales acomodados al mundo que les rodea, cambian papeles de sitio, ejecutan de vez en cuando alguna idea de los demás y tratan de cumplir sin estridencias el horario, pensando en las vacaciones desde enero y en el tiempo libre desde septiembre. El ocio es el premio por el trabajo realizado, la vía de escape tan deseada. 

Finalmente, están aquellos que parecen haber venido a este mundo a demostrar que son mejores que ninguno, que concentran sobre sí jornadas semanales de setenta horas, asumen por donde pasan la dirección de los problemas de los demás (o así parece) y cuya destreza les permite hablar tanto de reconversiones como de inversiones en Sudamérica, de joint ventures como de franquicias, hábiles todoterreno que compaginan comidas de negocio con cenas de cumpleaños con la secretaria, leen simultáneamente el informe del Banco Mundial y el periódico local donde se anuncia la próxima inauguración de un Parque Tecnológico, y muchas otras proezas similares. 

Este último grupo alardea de poseer un imán para el trabajo. Prisionero de la demostración y de la prisa, multiplica los minutos, pasa por alto lo accesorio, saca conclusiones importantes con los cuatro últimos conceptos. Alguien afirmó: Dad a uno de ellos una fotocopiadora y una idea, y estremecerán su mundo. Porque estos héroes de manual americano no tienen tiempo libre, y hasta sus momentos de ocio los meten en la agenda: aquí un concierto de ópera (cuando en verdad la música no les gusta), allá la recepción en la embajada alemana (porque a lo mejor va el Presidente de la Volkswagen), mañana una reunión en el Club Náutico (para organizar un campeonato de hípica). 

A medida que el avance tecnológico va reduciendo a pasos agigantados el tiempo de trabajo disponible para distribuir entre tantos aspirantes a ocupar un puesto digno, muchos de nuestros contemporáneos se encuentran con que tienen más tiempo que deben programar por su cuenta y riesgo. Una responsabilidad para los jóvenes (y sus padres y educadores) que atiborran las discotecas y las calles de la zona de vinos, con el vaso de cerveza en una mano y los ojos idos por la papelina. Un caramelo envenado para jubilados que pasean su soledad entre la partida de cartas y las cuatro paredes de la casa. Una llamada a la imaginación de multitudes de ciudadanos que el viernes por la tarde llenan el coche de esperanzas sin originalidad para buscar un poco de expansión al mismo sitio en donde generalmente encuentran al vecino de puerta, después de horas de caravana. 

Ell tiempo, desgraciadamente, no se estira
. El reto es saber cómo ocuparlo, para qué, con qué pretextos. Para algunos, como un rayo de esperanza, el tiempo libre es todavía el tiempo sobre el que se puede decidir la forma de entregarlo a los demás, con el que uno se concentra en lo que le gusta verdaderamente hacer para ser algo más humano.

Editoriales de ENTIBA: Agujas de catedrales y canteras

En Mayo de 1997,  en la revista del Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de Asturias, en la que el autor de este log había sido Vocal de la Junta Directiva y fundador de la revista ENTIBA, se publicó este Editorial. Ha pasado mucho tiempo, pero el hilo de los argumentos parece subsistir.

Algunas cosas han cambiado, y mucho, para el editorialista. Trasladado a Madrid por motivos de trabajo, y de nuevo particípe en la Junta Directiva del Colegio de Ingenieros de Minas del Centro, hoy me encuentro defendiéndome en los Tribunales de Justicia de la enemiga de algunos (muy pocos, válgame Dios) sedicentes compañeros. Pero, en todo caso, nadie podrá privarme de compartir ideas con los amigos.
 
La selección de una política industrial para la región asturiana viene basculando entre dos conceptos yuxtapuestos, defendidos con pasión por cualificados agentes socioeconómicos. Los unos, pertrechados en general con la autoridad que les confieren sus cátedras o títulos,  y disimulando un perceptible aroma oportunista, demuestran, proponen e ilustran acerca de las ventajas de la iniciativa privada. Los otros, alimentados por la historia reciente, defienden no ya un puesto de trabajo (el suyo), sino que ese puesto esté precisamente en el sector público. De nada vale a éstos que la realidad evidencie que el sector se desmorona, al menos en los campos del acero, de la guerra y del carbón, que dieron trigo en el pasado pero ahora no sirven para pipas. De menos importa a aquéllos que las cifras de creación de nuevo empleo privado desconsuelen, por mucho que se adornen y mimen. Todos se empecinan. 

Corrientes tan diferentes, han encontrado el modo apropiado de expresión. Aquéllos, dan conferencias y participan en foros donde se les escucha obligatoriamente con respeto e interés sobre las excelencias de la libre competencia, y lo pernicioso que resulta soportar con subvenciones a los sectores que ya ha sancionado (dicen) el mercado, sin que les importen los insultos y befas con los que les bautizan quienes están en la política contraria. Estos, se manifiestan con paraguas para tapar mejor la calle, queman cosas de diverso valor para provocar reflexiones a los que obligan a detener sus coches frente al fuego, y, si son de naturaleza trepadora, suben últimamente a las agujas de las catedrales, sin conceder atención a que los sitios laborales que desean mantener o a donde quieren auparse, huelen a humo y, por ello, parecerían lugares de alto riesgo para acampar a gusto. 

Cabría colegir que, como es más fácil opinar desde un sillón que desde lo alto de una torre, estamos más dispuestos a dar simpatía a los que despliegan sus razones encaramados en arriesgado equilibrio que a los que hablan a las ocho de la tarde en un salón y para amigos. Pero no hay que engañarse: ninguna de las dos corrientes de opinión tiene la solución para el colectivo de los que los miramos desde abajo. Lo que necesitamos son empresas, iniciativas que creen riqueza y  puestos de trabajo, y en número importante. Eso es harina de otro costal, y los que la llevan ni leen revistas académicas ni les interesa el arte gótico.

Por tanto, hay que admitir, que tanto los que están en las empresas públicas como, desde luego, los que pugnan por entrar en ellas, defienden sus intereses, aunque los revistan -y se agradece- de amor a la región, pero no están mejorando posiciones a lo nuestro. Por el otro lado, los que cantan los primores de la iniciativa privada, pero no tienen más dinero para invertir que el que les da para comprar una casuca con prado colindante como segunda residencia, defienden  también sus intereses, que son, por supuesto, muy legítimos, pero tampoco nos sirven de consuelo. Todos los que no invierten su dinero en producir bienes para el mercado, lo único que arriesgan son ideas o el vale de comida, pero con esas cosas de la mente y del estómago, no se crean puestos de trabajo para otros. Así que, tantas voces, no favorecen el que aquí se asienten quienes pueden ayudarnos a mejorar el percal, que son los empresarios, tanto si se llaman Estado como si responden a iniciativas más privadas. Al contrario, con los gritos, han creado para esta región el consenso exterior de que Asturias ha dejado de cumplir funciones estratégicas, y de que no somos capaces de ponernos de acuerdo ni para decidir lo que queremos, por lo que los de fuera, en lugar de venir a salvarnos las castañas, entran a hacer fotos.
 Saquemos, pues, el humor tan asturiano. De las dos posturas antedichas, la que resulta más vistosa,  es la de subirse a la catedral y desplegar una pancarta.

Este ejercicio contra el vértigo tiene muchas posibilidades como procedimiento generalizado de protesta. La forma de reivindicación, entronca con las corrientes estagilitas y, salvando las distancias, compite con ventaja con la esquina del Hyde Park donde se lanzan espontáneos para hablar de aquello que les pete.
 Trepar a lo alto de la aguja catedralicia ovetense con un trapo podría convertirse en el símbolo de las protestas asturianas, pasando a formar parte del paisaje urbano. Ya que desde hace meses resulta imposible llevarse un recuerdo de la iglesia gótica flamígera sin pancartas y símbolos de la decadencia de Asturias, saquémosle partido a la miseria. Cuando se acabe esta protesta, hagamos otras, no menos vigentes. Utilicemos permanentemente la torre más preciada de la región para que cada uno pueda manifestar lo que bien quiera. Todo con el permiso de Don Gabino (no el nuestro, el de la iglesia), y si fuera necesario, hasta pagando. Si faltan aguerridos para encaramarse en lo más alto, cabría utilizar servicios de especialistas escaladores que estuvieran dispuestos a subir esos tantos metros y desplegar el anuncio, como hacían aquellas avionetas que daban vueltas mientras llevaban tiras colgando o echaban volutas por la popa. 

Cosas por las que protestar, ideas que expresar, nunca faltarían, dada la capacidad inventiva de astures y adoptados. Para hacer boca, saquemos un motivo de la declinante pero rentable CSI. Después de las fortísimas inversiones realizadas para hacerla competitiva, debatidos  múltiples planes de desarrollo que fueron desde diversificarla para hacer tornillería hasta manejar la posibilidad de recuperar la potencialida de esa  zona de mariscos, se sabe ahora que lo único procedente es vender la rosa a la siderúrgica francesa, que anduvo más fina con lo suyo. Así que colocaríamos un desplegable que dijera: “Bienvenus”.

Se podría hacer preparar el discurso de recepción a cualquiera de los cuatro técnicos que aún se mueven, solícitos, por los escombros de Ensidesa y Uninsa preparando papeles para las consultoras encargadas del caso y hacer que se arroje desde la misma torre, hechos coffetti, los informes pasados.
 Para Hunosa cabría organizar otro acto con pancarta por lo alto. Los que trepen esta vez, tiznados con la hulla para dar más credibilidad a su momento,  cantarían en coriquín algún corrido, y tras recordar viejos tiempos  y beberse unas sidrinas, lanzarían por la borda un trapo violeta que dijese: “Adiós”, y, si hay más quórum, un segundo tafetán algo más largo: “Los sindicatos no te olvidan”, o algo parecido. Con el atractivo despertado, llegarían muchos otras agrupaciones, colectivos de afectados, con intenciones de hacer manifestaciones de protesta o dar su opinión por este medio. Valga un nuevo caso: si estuvieran de humor, los diferentes gobiernos regionales que aquí han sido, podrían ocupar su lugar en las arribas, con pancarta, en tonos azulgranas o con aspas rojiverdes, que dijera : “Asturies siempre con les comunidades históriques”, que tal vez habría que poner en otras lenguas para que se entendiera sin errores. No vayamos a ser, a estas alturas, mal interpretados. 

Pero como no se trata de dramatizar, y hablando en positivo, Asturias va bien. El tiempo acompaña, las carreteras dan placer, las rentas fluyen todavia. Hasta se encuentran muchos fines de semana a algunas gentes de otras regiones que vienen a visitar nuestros museos, captan imágenes típicas al uso y duermen en una casa rural el par de noches. Se les distingue bien, porque andan de sport, llevan el vídeo y, cuando reposan, echan la sidrina sin escanciar y piden rodaballo en los restaurantes que aconseja una guía que traen en la guantera. Si, nostálgicos, decidimos ir de discotecas, las encontraremos llenas de jóvenes sin curro que, por la tarde, habrán cuidado el buen humor de los abuelos para que les den el dinero de la pensión para ir de juerga. No quedemos ahí. Salgamos al campo, y se nos dirá que hay exceso de demanda de cotos de pesca debido a tanto jubilado, que buscan complementar su necesidad de ejercicio cuando no pasean sus perros por las muchas zonas verdes. Desde este año, además, se puede recorrer en un plis-plas la región de cabo a rabo, yendo, por ejemplo, a comer a Cudillero y,  de camino,  tomar el cafetín en Gijón o en Luarca, (según ruta),  para dormir ya en Santillana o en Burela, que están, como se sabe, en predios del vecino. 

Y, puesta la imaginación a volar, se nos ocurre que los carteles desplegados, doblados con cuidado,  podrían guardarse en una caja a prueba de verdín e introducirse con ceremonia de postín en el mismo castro de Llegú, ahora que su protección ha sido triplicada. La inscripción de la tapa del cajón podría ser, para escarmiento de futuras generaciones: “No nos pusimos de acuerdo en lo que había que hacer”. También es cierto que, en coherencia con lo dicho, como habrá que someterlo a consulta popular, lo más probable es que acabemos cuestionando si merece la pena hacer el gasto, y no haremos nada al fin, que es lo seguro. Así que la naturaleza feraz acabará cubriendo nuestras actuales referencias -la catedral, el Molinón, casa Olivo, la panerona, el LD-3 o el pozo del Entrego- con artos y maleza, y cuando, pasado tiempo, otra máquina de excavar tropiece en cosa dura, los eruditos de entonces pararán la excavación. Se reunirá al Consejo de Defensa del Patrimonio que tendrá su sede en París o en Berlín para decidir si tiene valor el hallazgo de las ruinas y, por la noche, el conductor del ingenio vendrá con su familia, y destruirá a mazazos hasta el último vestigio, no vaya a ser que pierda su puesto de trabajo. Así habrá cumplido la aguja de la catedral de la heroica ciudad de Oviedo en la indómita región asturiana su último destino.  

Editoriales de Entiba: El solomillo de en medio

Este fue el Editorial del número 90 de la revista ENTIBA,  escrito por el Administrador de este blog. Se publicó en 1997. 

Quienes no saben cocinar a estas alturas, en que mola tanto ser manitas y, con mayor pecado, aquellos prójimos que hayan tenido que defenderse con lo puesto en largas temporadas de rodríguez, seguro que encajan en una de estas dos categorías. Bien pertenecen al grupo de los negados absolutos, de aquéllos que se obcecan por principio atribuyendo a las artes culinarias incluso más misterio que a los canalículos de Marte, o bien son de los que militan de cabos gastadores en el ejército de los perfeccionistas obsesivos. Ambos creen, a su manera, que lo que Natura non dat, cuesta un ojo conseguirlo en Salamanca. La cocina se les convierte en un ritual lleno de fórmulas, conjuros, secretos y esoterismo, al que, según los casos, magnifican o desprecian.

Cocinar bien puede ser cosa de mujeres o precisar de pelo en pecho, depender de la exactitud de las medidas o de un arranque de genio. Vano empeño el que nos lleva a pretender definir las fórmulas del éxito y olvidarse de los fondos, y, por eso, bien pueden tomarse su tiempo los tertulianos sobre si hay que echar antes el vinagre a la sal a la lechuga. Que no nos falten a ellos y a nosotros quienes, sabiendo que hay que comer todos  los días, van a la realidad, agarran lo que haya en la despensa, lo preparan al modo y nos fabrican el condumio. 

No siendo cosa de que el paciente lector se crea que este editorial pretende emular a a Simone Ortega o recoge las corrientes que conectan las teorías de doña Nieves con Arzak, aclarémoslo al principio: como todas las cosas importantes de la vida, la filosofía de la cocina trasciende de los fogones y puede aplicarse sin esfuerzo, y con singular aprovechamiento, a todas las cosas que interesan. Es lo que hace el monigote de Jesulín con el mundo de los toros por la tele.

La gramática parda consiste acaso en eso: encontrar un modelo próximo y aplicarlo sin rubor a lo que peta. Véase si no: cuando el cocinero sale de la cocina criticando el condumio que él mismo ha preparado, advirtiendo a los demás de los defectos del guisado, no espere que los demás le vengan con aplausos, sino que, animados por el llanto, proseguirán encontrando fallos hasta en la forma de agruparse los garbanzos. Por el contrario, alábese el producto, y se tendrá ya mucho conseguido, al haber predispuesto los ánimos por los caireles del elogio. Aplican este principio de defensa, quienes queriendo hacerse valer, se empingorotan –sentando cátedra igual que posaderas- y, sacando pechuga, presumen de lo mucho que les ha costado encontrar los ingredientes, lo valioso y acertado de la mezcla y el tiempo que les coció el puchero, adornando con todo ello un plato que les salió mal y que habrá de provocar ardor de estómago.

Porque aunque a la postre, los resultados van a ser sometidos a la prueba insobornable del jurado que, haciendo la digestión desde el gaznate hasta el despido, han formado desde siempre el tiempo, la realidad, la fortuna y el olvido, en tanto esa sanción llega, algunos vivos pretenderán sacar tajada. 

En contraste, pueden unos pasar por la vida anotando dosis al miligramo y midiendo a la décima del grado Réamur temperaturas de crisol, que se cruzarán sin duda con otros que defenderán que la cocina es pura improvisación genial y que, como su bendita madre nadie hizo ni hará pisto ni fabada. Venga en apoyo de los primeros el que, como ilustra Angel Muro, en su Tratado completo de cocina (1893), deshaciendo el mito por excelencia de la cocina recreativa, el huevo frito, hasta lo más simple tiene truco, y si no lo tuviera, no está de más el inventarlo.

Freir bien un huevo requiere sebo de porcino, una cierta antigüedad en la postura y el adecuado tipo de sartén, pero, sobre todo, exige técnica: hay que separar con cuidado en sendas tazas la clara de la yema, agitar aquélla sin batirla y dejarla caer con delicadeza en una sartén a fuego vivo hasta que cuaje, momento en que se depositará la yema justo en medio, para, apartando al instante todo de las llamas, y cubierta la sartén con una tapadera, conducir el manjar a la mesa para su degustación inmediata.

Todos hemos asistido, en la ceremonia de la vida, a la disertación de eruditos que nos han pormenorizado la receta de su forma particular de cascar huevos, sin reparar en que lo nuestro, gente hecha en el pueblo, son los huevos fritos al tun-tún, acompañados eso sí, con patatas bravas y chorizo. Claro que, cuando se trata de tragar lo que carece de gran utilidad, poco importa cómo se prepare y hay que atender a los aliños.

En otra época, unos animosos empezaron a poner en verso el Algébre Moderne de Lentin Rivaud, con tal de digerirlo mejor y sólo desistieron al llegar a la parte de los espacios vectoriales afines y coincidir, además, con primavera. Sensu contrario, cuando el que da consejos de cómo pescar, tiene los calzones mojados, o sea, fue cocinero antes que fraile, no necesita acicalar el plato ni explicar con palabras vibrantes que la vista también come.

Eso sí, si a alguien le flaquean las ideas, lo que debe hacer es camuflarlas. En una fiesta de Santa Bárbara dieron una vez un premio a unos aprendices de ingeniero que hoy ya peinan canas (y, donde no, el mondo cuero cabelludo), porque utilizaron unos gráficos en los que simulaban anotar los incrementos de entalpía de la tortilla de patata en relación con la evolución de temperatura del aceite, rememorando las curvas de lavabilidad de los carbones que tenían recién estudiadas. Por ocultar con gracia sus escasos conocimientos culinarios y pasar el rato haciendo bien el ganso, les dieron el primer premio a la simpatía, porque la tortilla estaba con seguridad incomestible.  

Una vez que se le coge el tranquillo a la filosofía de la pota, puede también servir para crear puestos de trabajo, que es lo que más falta hace a los que hasta ahora ya han comido. Sobre lo próximas que están la Universidad y la cocina da cuenta el que cuando los universitarios piensan en montar un negocio invirtiendo sus ahorros, recurren sistemáticamente a meditar en abrir un restaurante.

Si a los educados en las mejores aulas les faltan iniciativas más barrocas, habrá que atribuirlo al exceso de información que no al defecto: como se infiere de los datos publicados por una empresa insignia, para originar 155 puestos de trabajo hizo falta una inversión superior a 15.000 MPTA, a los que cabría sumar subvenciones y paisaje, descontando, a fuer de leales, los enigmáticos empleos indirectos.

Cuesta caro salirse de la sota, caballo y rey en estos tiempos. Si cada puesto de trabajo de primera cuesta a millón de dólares, que es lo mismo que pide Demi Moore en las películas, y teniendo en cuenta además de restaurantes de lujo –aptos para las celebraciones especiales.- necesitamos tascas con plato del día y buena cocina casera, hay que recomendar que no se abandonen las huertas donde tan bien se dieron siempre nuestros nabos, los chichos, las patatas y el repollo que componen la dieta regional. Hasta se puede sacar provecho de que, a estas alturas del otoño, el campo libre se llena de boletos y lepiotas, que si se saben distinguir bien, dan para un guiso.

Así que, para los casos de diario, hay que cuidar el campo, la ganadería, el turismo, la informática de a pié, los servicios públicos, la artesanía, la energía del carbón y otras minucias, dándole al codo y la fesoria, porque se deben mantener en la tierrina más de 300.000 empleos que no cabe adornar ni con perejil ni con pimpollo. 

No extraña, en fin, que según una encuesta reciente, los asturianos prefieran unirse a Galicia más que a Castilla-León o a la átona Cantabria. Cuadran bien las fabas de Cornellana con las almejas de cuchillo y berberechos de Arousa, el albariño de Padrón con los percebes del cabo Peñas, la sidra de Nava con las nécoras de Ortigueira, sabe de bemoles la empanada al estilo gallego forrada de bonito de Tazones, el lacón con grelos de Meira y encaja, para postre, una sinfonía de filloas, arroz con leche y casadielles.

No hay dispendios que tolerar en estas combinaciones de lo nuestro. Muy al contrario, tuvo que ser Toulouse-Lautrec el que, en pleno ataque nobiliario, nos pusiera sobre aviso de navegantes con una receta infalible –según él- para preparar buen solomillo. Dice el genial pintor que hay que adquirir tres piezas de buen tamaño por comensal, preparar una parrilla, sazonar cada uno de los filetes con largueza, amontonarlos uno sobre otro y tostarlos hasta que los de los extremos estén hechos. Finalmente, se debe sacar el trío de las brasas, tirar los solomillos de los lados y dar a saborear sólo el del centro, que estará en su punto y muy jugoso. Tamaño despilfarro, cuando nos aplican la receta desde fuera, y nos toca poner el solomillo, duele mucho más.

Parece que ésta y no otra es la conseja que se pretende aplicar a la nueva línea de galvanizado que se instalará en Valencia, y que cocinan Usinor y Arbed, dejando que Aceralia-Avilés haga como antaño el papel de solomillo de en medio, siendo innumerables los filetes que se tiraron por el camino para que esta carne esté en su punto. También se puede traer de postre, por los pelos o las plumas, otra receta de Dalí en pleno ataque surrealista. Aconseja el de Figueras preparar un ganso cebón valiéndose de un pozo no muy grande (adviértase aquí que nosotros tenemos unos cuantos, aunque algo exagerados de tamaño). El agujero habrá de rellenarse con vino y miel, echar el ave, cerrar a cal y canto y prender un fuego lento encima del brocal. Cuando el animal haya muerto, desplúmese y prepárese al gusto de cada uno.

El argumento de don Salvador para justificar esta tortura es que el gallipavo, urgido por la sed que le provocarán los humos, se acabará bebiendo todo el vino, y el líquido, distribuído con lo sangre, le dará muy buen sabor y le hará tierno. La aplicación de la receta a la esfera regional está tan a la mano que huelga poner nombres a los gansos. 

Y para los que duden de lo ventajoso que es saber cocinar, aún ha de servir esta fórmula que se le ocurrió a Angel Pons (mejorando, dicen, a Alejandro Dumas) y que supo acompañar, en su momento, con simpáticos dibujos. Se llama “ensalada higiénica” y no tiene apenas desperdicio. “Al amanecer, que es cuando están más frescas, se coge una lechuga en la propia huerta y después de cortada con mucho cuidado, se aliña con aceite, vinagre y, sal y otras frioleras, en proporciones iguales. Una vez hecho esto, se coloca cuidadosamente en la ventana y se deja al fresco toda la noche. Al despertar al día siguiente, se levanta uno de la cama, y cogiendo la ensaladera con ambas manos, se la tira a la calle. Es la única ensalada higiénica que se conoce”.

El inconveniente de tal plato es que no quita el hambre, pero como en compensación levanta el buen humor, no está de más tener esta receta a mano para cuando alguien nos importune diciendo que no entendemos de cocina. Buen provecho.