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El blog de Angel Arias

Editorial de Entiba: El cuento del reloj y del martillo

En el número de noviembre de 1991, el autor de este blog publicó en la revista ENTIBA un Editorial del que, con la licencia de autor que me corresponde, he eliminado los párrafos que se referían específicamente a la situación del colectivo de ingenieros de minas que entonces se vivía, y que trataba del alejamiento de las promociones más jóvenes de cuanto significara actividad organizada por la institución colegial. En lo demás, el Editorial mantiene un carácter atemporal que quiero compartir con los, ya bastantes, seguidores de estas páginas.

En un magnífico cuento de Andersen, los habitantes de cierto pueblo se pusieron de acuerdo para premiar a quien mejor fuese capaz de despertar en todos la admiración por lo que nunca había sido visto. No había más condiciones. Los candidatos, sin limitación de edad ni formación, deberían preocuparse únicamente por asombrar al personal con las creaciones más originales que les sugiriera su imaginación. El pueblo sería el Jurado, y el fallo se resolvería, en lo posible, por aclamación: el artista capaz de suscitar de manera más clara e incontrovertida la sorpresa del personal, ése sería el ganador.  

Se presentaron, como es obvio, numerosos aspirantes, atraídos por la fama y el valor del premio. Como en todo concurso, unas obras parecían a los más entendidos muy dignas y las que les resultaban menos adecuadas satisfacían a otros. No faltó perspicacia para descubrir en alguna presunta creación original, la huella del plagio descarado, descalificándose inmediatamente a los falsos autores. En otras, quedó plasmado el fruto de la fértil imaginación pero recortado con la torpe hechura de unas manos inhábiles.

En la colección estaba también representado el quiero y no puedo, el tente mientras cobro, el a ver si cuela. La exposición previa al fallo del singular concurso, consolidó la opinión de que la pieza más sorprendente de todas las presentadas era un hermoso reloj de precisión, concebido por su artista para que, siguiendo el ritmo de cada hora, varias figuras sincronizadas y en grupos siempre diferentes interpretaran canciones y danzas que fueron admiración general por su buen hacer, su ingenio, su técnica. Esa iba a ser, sin duda, la obra premiada, una creación adecuada para el original concurso.
 

El día de la concesión del premio, sin embargo, un jovenzuelo, alzándose sobre la mesa donde los objetos estaban expuestos, deshizo con un martillo aquella preciosidad, con cuatro golpes certeros, ante la estupefacción de todos. La impresión fue total. El comentario unánime fue que algo así realmente no había sido nunca visto, tanta desvergoncería, impensable, tanto escándalo, inaudito.

Así que, de acuerdo con las reglas, tuvieron que darle el premio al loco del martillo.
 

En esta sociedad, en donde dar la nota parece ser el objetivo más perseguido, no faltan desgraciadamente quienes, ante su incapacidad para alcanzar la admiración por arriba, parecen decididos a destruir lo que pueden desde abajo.

Como si se aplicaran el cuento, tal vez piensan que de este modo se van a llevar ellos algún premio, recogerán aplausos y se podrán comer solos la satisfación muy personal de que, al menos, ya que no han podido ser primeros, han destruído al vencedor. Ignoran estos candidatos permanentes a buscarle los tres pies al gato, la imperfección a los Davides, el error al locutor televisivo, el traspiés al político, el fallo al técnico, el hándicap a la idea, que destruir en poco tiempo la obra de arte más perfecta, está al alcance de cualquiera. Basta disponer de la suficiente mala intención, encontrar el momento, y utilizar un martillo adecuado. Con un poco de suerte, puede que hasta les sea posible conmocionar a un público.
 

Alguna fiebre está propagándose, porque, sin necesidad de fijarse mucho, se descubre por doquier a optantes voluntarios para concursos improvisados en los que, con su martillo en ristre, proclaman su deseo de que les den un primer premio. Con sonrisa de autosatisfacción, se convierten en especialistas en destruir lo que han hecho los demás, maestros en contaminar por dondequiera que pasan. Ridiculizan con presteza. Van con dentelladas al grano.

Si se trata de ecología, desprecian el esfuerzo por mantener la naturaleza y se conceden a sí mismos el premio de haber quemado un bosque, contaminado un río, destruído un paisaje: siempre podrán pagarse unas vacaciones al Africa impoluta. Si se está hablando de técnica, adoptan la forma de planificadores de poltrona para un mundo en donde la historia y la cultura cuentan poco ante los nuevos dioses que se llaman chips y se compran a cambio de cenizas, y quieren premio por enviar de un plumazo a venticinco mil mineros al carajo. Si se está discutiendo de futuro, se dejan embutir de sopa boba (alimentando la sesera con eslóganes de medio pelo: aprovecha el hoy, vive como quieras, mira sobre todo por tí mismo) pensando que los rotos se los arreglarán aquellos precisamente a los que están soliviantando a golpes de martillo.
 

La vida diaria está poblada, por fortuna, de ejemplos diversos en que muchas personas están aportando lo que mejor saben y pueden, y aunque, por desgracia, no siempre los premios se los llevan los mejores, al menos quienes los acompañamos tendremos que estar alertas para no dejarmos impresionar por los que mejor manejen el martillo. Y, por supuesto, revisar las condiciones de un Concurso de méritos en las que se llevarían los premios quienes nos rompieran las piezas más valiosas. 

4 comentarios

Malén -

Angel : ¡enhorabuena¡. Me parece una gran idea la creación de este blog. En lo relativo a tu historia, (desconocía este cuento de Andersen), se me ocurre que podría finalizar premiando al del martillo - si se ajusta a lo anunciado (lo legal) y posteriormente castigandole por su desaguisado (lo justo). Todos sabemos que ámbos términos no son coincidentes en el 100% de los casos, pero hay que luchar para que el porcentaje no nos enrojezca de vergüenza. Un abrazo.

Luis -

Todos estas conductas que aludes son originadas en el fondo por esa especie de “príncipe” maquiavélico que ejerce el potestas sin tener el autoritas. Los que asisten impertérritos a la destrucción sistemática del brillante no son más que mediocres cuya único logro es la obediencia incondicional a su príncipe. Una organización, basada sobre estos principios, está condenada al fracaso, porque vivirá de la autocomplacencia, no correrá riesgos y contemplará cómo pasan a su lado otras organizaciones, exculpándose con razones estúpidas ...

Administrador del log -

Tengo que empezar mi comentario, agradeciéndote, Luis, tus elogios, que no por desmesurados son por ello menos estimables para este blogista. Como me he propuesto que estas páginas no sirvan únicamente a la exaltación unidireccional de mi ego (en algunas etapas de mi vida, con la sensación de haber sido maltratado), te agradezco también tus observaciones personales. Mucho hay que decir de las razones de los que manejan los martillos para destruir lo que hacen los demás: generalmente, lo hacen para exhibir ante sus otros subordinados que ellos tienen el poder. Tener la auctoritas es otra cosa. Lo triste es que la inmensa mayoría de los que son testigos de la destrucción gratuita e injustificable -y casi sistemática- que realizan los incapaces, de las obras de los más creativos o brillantes (un puro escenario de mobbing), se callan. Temen por las represalias sobre sus cabezas; les asusta perder sus puestos de trabajo o sus prebendas; se consuelan pensando que los más capaces se defienden solos...


Pero de ahí a dar el premio al del martillo...

Luis -

Los que procedemos de entornos universitarios denominados “de ciencias”, sabíamos muy bien que la resultante final de nuestro esfuerzo durante el período académico era fruto de la acción simultánea de dos fuerzas que actuaban en el mismo sentido: la dedicación y la capacidad. Si bien con la segunda se nace, la primera depende de uno mismo y por consiguiente es dominable. Cuanto mayor era la dedicación, mejor resultaba también el resultado con esa asíntota infranqueable de la capacidad. Si además, confluían en el esfuerzo otras fuerzas también innatas como la creatividad, el resultado final podía alcanzar la genialidad. La medida del resultado era cuantificable pues venía definida normalmente por la resolución de uno o varios problemas con solución única o encontrar respuesta a veces científica, a veces de sentido común, a alguna pregunta, a priori, no obvia. En este escenario, sólo los “mejores” (los más dedicados, los más capaces y los más creativos) obtenían las mejores calificaciones (llegaban a encontrar la solución del problema o la respuesta adecuada a la pregunta). Cuando salimos de ese escenario, las fuerzas cambian e incluso parecen operar en sentido contrario. Cuando el resultado final está sometido al juicio de alguien que ni es capaz, ni dedicado, ni creativo, el serlo juega en tu contra. Paradojas de la vida. Es el martillazo, el porque sí, la destrucción de lo que han hecho otros por el mero hecho de justificar la mediocridad de lo que se está haciendo, la aparente solución a problemas, la mayoría de las veces, inexistentes. En ese escenario, se me ocurren varias soluciones, salirse de él y perderse, o emplear la dedicación, la capacidad y la creatividad en intentar cambiar las cosas (opción habitualmente improductiva) o protegerse y esperar el momento adecuado (opción más cómoda pero peligrosa porque el tiempo pasa muy deprisa). En fin, la persona dedicada, capaz y creativa, tiene ese consuelo, si es que lo sabe, porque seguramente alguien en el camino se habrá ocupado de quitarle esa idea de la cabeza. Pero el mediocre, ¿qué consuelo tiene el mediocre?

Enhorabuena, Angel, por este blog, que he descubierto por casualidad. Y enhorabuena, porque como siempre con todas las cosas que tú haces, le has echado dedicación, demuestras una vez más capacidad e insertas esa dosis de creatividad que lo convierte en genial. Un abrazo