Editoriales de Entiba: El solomillo de en medio
Este fue el Editorial del número 90 de la revista ENTIBA, escrito por el Administrador de este blog. Se publicó en 1997.
Quienes no saben cocinar a estas alturas, en que mola tanto ser manitas y, con mayor pecado, aquellos prójimos que hayan tenido que defenderse con lo puesto en largas temporadas de rodríguez, seguro que encajan en una de estas dos categorías. Bien pertenecen al grupo de los negados absolutos, de aquéllos que se obcecan por principio atribuyendo a las artes culinarias incluso más misterio que a los canalículos de Marte, o bien son de los que militan de cabos gastadores en el ejército de los perfeccionistas obsesivos. Ambos creen, a su manera, que lo que Natura non dat, cuesta un ojo conseguirlo en Salamanca. La cocina se les convierte en un ritual lleno de fórmulas, conjuros, secretos y esoterismo, al que, según los casos, magnifican o desprecian.
Cocinar bien puede ser cosa de mujeres o precisar de pelo en pecho, depender de la exactitud de las medidas o de un arranque de genio. Vano empeño el que nos lleva a pretender definir las fórmulas del éxito y olvidarse de los fondos, y, por eso, bien pueden tomarse su tiempo los tertulianos sobre si hay que echar antes el vinagre a la sal a la lechuga. Que no nos falten a ellos y a nosotros quienes, sabiendo que hay que comer todos los días, van a la realidad, agarran lo que haya en la despensa, lo preparan al modo y nos fabrican el condumio.
No siendo cosa de que el paciente lector se crea que este editorial pretende emular a a Simone Ortega o recoge las corrientes que conectan las teorías de doña Nieves con Arzak, aclarémoslo al principio: como todas las cosas importantes de la vida, la filosofía de la cocina trasciende de los fogones y puede aplicarse sin esfuerzo, y con singular aprovechamiento, a todas las cosas que interesan. Es lo que hace el monigote de Jesulín con el mundo de los toros por la tele.
La gramática parda consiste acaso en eso: encontrar un modelo próximo y aplicarlo sin rubor a lo que peta. Véase si no: cuando el cocinero sale de la cocina criticando el condumio que él mismo ha preparado, advirtiendo a los demás de los defectos del guisado, no espere que los demás le vengan con aplausos, sino que, animados por el llanto, proseguirán encontrando fallos hasta en la forma de agruparse los garbanzos. Por el contrario, alábese el producto, y se tendrá ya mucho conseguido, al haber predispuesto los ánimos por los caireles del elogio. Aplican este principio de defensa, quienes queriendo hacerse valer, se empingorotan –sentando cátedra igual que posaderas- y, sacando pechuga, presumen de lo mucho que les ha costado encontrar los ingredientes, lo valioso y acertado de la mezcla y el tiempo que les coció el puchero, adornando con todo ello un plato que les salió mal y que habrá de provocar ardor de estómago.
Porque aunque a la postre, los resultados van a ser sometidos a la prueba insobornable del jurado que, haciendo la digestión desde el gaznate hasta el despido, han formado desde siempre el tiempo, la realidad, la fortuna y el olvido, en tanto esa sanción llega, algunos vivos pretenderán sacar tajada.
En contraste, pueden unos pasar por la vida anotando dosis al miligramo y midiendo a la décima del grado Réamur temperaturas de crisol, que se cruzarán sin duda con otros que defenderán que la cocina es pura improvisación genial y que, como su bendita madre nadie hizo ni hará pisto ni fabada. Venga en apoyo de los primeros el que, como ilustra Angel Muro, en su Tratado completo de cocina (1893), deshaciendo el mito por excelencia de la cocina recreativa, el huevo frito, hasta lo más simple tiene truco, y si no lo tuviera, no está de más el inventarlo.
Freir bien un huevo requiere sebo de porcino, una cierta antigüedad en la postura y el adecuado tipo de sartén, pero, sobre todo, exige técnica: hay que separar con cuidado en sendas tazas la clara de la yema, agitar aquélla sin batirla y dejarla caer con delicadeza en una sartén a fuego vivo hasta que cuaje, momento en que se depositará la yema justo en medio, para, apartando al instante todo de las llamas, y cubierta la sartén con una tapadera, conducir el manjar a la mesa para su degustación inmediata.
Todos hemos asistido, en la ceremonia de la vida, a la disertación de eruditos que nos han pormenorizado la receta de su forma particular de cascar huevos, sin reparar en que lo nuestro, gente hecha en el pueblo, son los huevos fritos al tun-tún, acompañados eso sí, con patatas bravas y chorizo. Claro que, cuando se trata de tragar lo que carece de gran utilidad, poco importa cómo se prepare y hay que atender a los aliños.
En otra época, unos animosos empezaron a poner en verso el Algébre Moderne de Lentin Rivaud, con tal de digerirlo mejor y sólo desistieron al llegar a la parte de los espacios vectoriales afines y coincidir, además, con primavera. Sensu contrario, cuando el que da consejos de cómo pescar, tiene los calzones mojados, o sea, fue cocinero antes que fraile, no necesita acicalar el plato ni explicar con palabras vibrantes que la vista también come.
Eso sí, si a alguien le flaquean las ideas, lo que debe hacer es camuflarlas. En una fiesta de Santa Bárbara dieron una vez un premio a unos aprendices de ingeniero que hoy ya peinan canas (y, donde no, el mondo cuero cabelludo), porque utilizaron unos gráficos en los que simulaban anotar los incrementos de entalpía de la tortilla de patata en relación con la evolución de temperatura del aceite, rememorando las curvas de lavabilidad de los carbones que tenían recién estudiadas. Por ocultar con gracia sus escasos conocimientos culinarios y pasar el rato haciendo bien el ganso, les dieron el primer premio a la simpatía, porque la tortilla estaba con seguridad incomestible.
Una vez que se le coge el tranquillo a la filosofía de la pota, puede también servir para crear puestos de trabajo, que es lo que más falta hace a los que hasta ahora ya han comido. Sobre lo próximas que están la Universidad y la cocina da cuenta el que cuando los universitarios piensan en montar un negocio invirtiendo sus ahorros, recurren sistemáticamente a meditar en abrir un restaurante.
Si a los educados en las mejores aulas les faltan iniciativas más barrocas, habrá que atribuirlo al exceso de información que no al defecto: como se infiere de los datos publicados por una empresa insignia, para originar 155 puestos de trabajo hizo falta una inversión superior a 15.000 MPTA, a los que cabría sumar subvenciones y paisaje, descontando, a fuer de leales, los enigmáticos empleos indirectos.
Cuesta caro salirse de la sota, caballo y rey en estos tiempos. Si cada puesto de trabajo de primera cuesta a millón de dólares, que es lo mismo que pide Demi Moore en las películas, y teniendo en cuenta además de restaurantes de lujo –aptos para las celebraciones especiales.- necesitamos tascas con plato del día y buena cocina casera, hay que recomendar que no se abandonen las huertas donde tan bien se dieron siempre nuestros nabos, los chichos, las patatas y el repollo que componen la dieta regional. Hasta se puede sacar provecho de que, a estas alturas del otoño, el campo libre se llena de boletos y lepiotas, que si se saben distinguir bien, dan para un guiso.
Así que, para los casos de diario, hay que cuidar el campo, la ganadería, el turismo, la informática de a pié, los servicios públicos, la artesanía, la energía del carbón y otras minucias, dándole al codo y la fesoria, porque se deben mantener en la tierrina más de 300.000 empleos que no cabe adornar ni con perejil ni con pimpollo.
No extraña, en fin, que según una encuesta reciente, los asturianos prefieran unirse a Galicia más que a Castilla-León o a la átona Cantabria. Cuadran bien las fabas de Cornellana con las almejas de cuchillo y berberechos de Arousa, el albariño de Padrón con los percebes del cabo Peñas, la sidra de Nava con las nécoras de Ortigueira, sabe de bemoles la empanada al estilo gallego forrada de bonito de Tazones, el lacón con grelos de Meira y encaja, para postre, una sinfonía de filloas, arroz con leche y casadielles.
No hay dispendios que tolerar en estas combinaciones de lo nuestro. Muy al contrario, tuvo que ser Toulouse-Lautrec el que, en pleno ataque nobiliario, nos pusiera sobre aviso de navegantes con una receta infalible –según él- para preparar buen solomillo. Dice el genial pintor que hay que adquirir tres piezas de buen tamaño por comensal, preparar una parrilla, sazonar cada uno de los filetes con largueza, amontonarlos uno sobre otro y tostarlos hasta que los de los extremos estén hechos. Finalmente, se debe sacar el trío de las brasas, tirar los solomillos de los lados y dar a saborear sólo el del centro, que estará en su punto y muy jugoso. Tamaño despilfarro, cuando nos aplican la receta desde fuera, y nos toca poner el solomillo, duele mucho más.
Parece que ésta y no otra es la conseja que se pretende aplicar a la nueva línea de galvanizado que se instalará en Valencia, y que cocinan Usinor y Arbed, dejando que Aceralia-Avilés haga como antaño el papel de solomillo de en medio, siendo innumerables los filetes que se tiraron por el camino para que esta carne esté en su punto. También se puede traer de postre, por los pelos o las plumas, otra receta de Dalí en pleno ataque surrealista. Aconseja el de Figueras preparar un ganso cebón valiéndose de un pozo no muy grande (adviértase aquí que nosotros tenemos unos cuantos, aunque algo exagerados de tamaño). El agujero habrá de rellenarse con vino y miel, echar el ave, cerrar a cal y canto y prender un fuego lento encima del brocal. Cuando el animal haya muerto, desplúmese y prepárese al gusto de cada uno.
El argumento de don Salvador para justificar esta tortura es que el gallipavo, urgido por la sed que le provocarán los humos, se acabará bebiendo todo el vino, y el líquido, distribuído con lo sangre, le dará muy buen sabor y le hará tierno. La aplicación de la receta a la esfera regional está tan a la mano que huelga poner nombres a los gansos.
Y para los que duden de lo ventajoso que es saber cocinar, aún ha de servir esta fórmula que se le ocurrió a Angel Pons (mejorando, dicen, a Alejandro Dumas) y que supo acompañar, en su momento, con simpáticos dibujos. Se llama “ensalada higiénica” y no tiene apenas desperdicio. “Al amanecer, que es cuando están más frescas, se coge una lechuga en la propia huerta y después de cortada con mucho cuidado, se aliña con aceite, vinagre y, sal y otras frioleras, en proporciones iguales. Una vez hecho esto, se coloca cuidadosamente en la ventana y se deja al fresco toda la noche. Al despertar al día siguiente, se levanta uno de la cama, y cogiendo la ensaladera con ambas manos, se la tira a la calle. Es la única ensalada higiénica que se conoce”.
El inconveniente de tal plato es que no quita el hambre, pero como en compensación levanta el buen humor, no está de más tener esta receta a mano para cuando alguien nos importune diciendo que no entendemos de cocina. Buen provecho.
2 comentarios
Administrador del log -
Entiba es la revista del Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste que, cuando fui vocal de su Junta Directiva, propuse fundar. La idea fue apoyada con calor por el resto del equipo que entonces presidía Pedro Martínez Arévalo, hoy Decano del Consejo Superior. Escribí aproximadamente las 50 primeras editoriales,-muchas de ellas impregnadas del inevitable tufillo, dada la plataforma en la que eran publicadas, de la defensa y exaltación de los intereses del colectivo minero.
Algunos de esos Editoriales, puesto que son atemporales, creo que conservan su actualidad. Otros tienen algo de moho. Hace un par de meses, Entiba republicó, sin avisarme previamente, uno de ellos. Hablaba de los ingenieros técnicos y su título era "Plumas de Euring en la escalera". Hablamos de eso otro día.
Rafa Ceballos -
Me permito poner el tracback a esta noticia porque no está de más leerla completa.
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