Editorial de Entiba: Prejubilados,pim,pam,pum
Publicado en el número 61 de la revista ENTIBA, escrito en junio de 1994, y dedicado a los protagonistas forzosos de uno de los grandes despilfarros intelectuales de la España contemporánea, este Editorial parece escrito ayer. ¿Verdad?
Están ya por todas partes, salvo quizá donde tendrían que estar. Se nos cruzan en la calle, esforzando una sonrisa de simpatía que en realidad resulta algo triste y, a poco de atención que les prestemos, nos preguntan con avidez por los antiguos compañeros, se interesan por los cambios habidos en el departamento, el nivel de malhumor de fulanito, nos recuerdan orgullosos la cifra última de producción a cielo abierto, el rendimiento del tándem, las ventas de hojalata en Chile o la producción del pozo Pumarabule. Muchos llevan ahora pantalón vaquero y se han cambiado el corte de pelo, o dejado crecer la barba ya entrecana; algunos pasean al perro por las tardes.
Entrada la mañana y después de la colación, podemos vislumbrar a algunos ejemplares de esta "singular cofradía", a través de la cristalera opaca del bar de la esquina, jugando al dominó, mirando la tele, perdiendo el café al mus en pareja con un funcionario, y en los casos más desesperados, apoyados indolentemente sobre la máquina tragaperras con el jota bé on de rócs al alcance de la mano. Su destino no está solo: se encuentran rodeados de otros ilustres personajes, cerebros grises de antes de ayer mismo que hoy se empecinan con el pito doble sin importarles aparentemente que suba o baje la deuda externa o el chorizo.
Al tiempo que los unos emplean así su ocio obligado, se incuban en crisálidas donde éstos son ya mariposas, otros seres que todavía tienen un puesto de trabajo activo, pululan entre las ruinas de los mastodontes enfermos, antaño joya de la nación, antiguo motor del desarrollo que hoy gira en el vacío. profesionales serios, pero en un ambiente de ópera bufa, van como autómatas de los palacios de moqueta en donde la ofimática hace estragos en las paredes, a la reunión con los sindicatos en donde se separan con mimo las horas coyunturales de las prisas estructurales del gentío por huir de la quema. En voz baja, con aires de visitar la uci, cotillean detalles etéreos de la penúltima reorganización, haciendo tiempo antes de que comience otra reunión sin mucho orden del día en la que no les apetece decir mucho, porque saben que les queda poca cuerda.
Educados para subsistir sin armar bulla, convertidos en presuntos prejubilables por arte del lápiz exterminador que vigila el cumplimiento estricto de las instrucciones controlando sin piedad las fechas de nacimiento, estos activos ya solo nominales confían, con la mezcla justa de temor y menosprecio, que su nombre no aparezca hoy en las listas de condenados a recoger los bártulos, mintiendo a quien quiera oírles que están deseando la "papela". Con espontánea uniformidad, desde que empezó la fiebre de amortización de puestos de trabajo, su aspiración mayor se concreta únicamente en que los dejen en paz al menos otro día.
De esta forma, separados por la frontera intangible del trabajo activo y la sopa boba, andan por ahí, prejubilados y prejubilables, distinguibles únicamente por el empleo que hacen de su tiempo libre, identificables perfectamente por la manera en que disponen la cabeza para que se la cercenen o la forma en que la esgrimen, ya cortada, en su macuto.
Una vez consumado el momento, la historia se repite. La mayor parte de quienes han sido desplazados hacia el terreno del ocio involuntario, deshacen los primeros días una maleta de importantes proyectos imaginados que van desde el ya se enterarán a por fin voy a hacer lo que me peta. Pasados unos meses, toda esa colección de propósitos se quedan en agua de borrajas, y aflora la triste realidad del sinquehacer, el castigo injusto de las horas libres por narices.
Otros, resistiéndose, se meten en la harina de la economía sumergida, y acceden a realizar un informe-diagnóstico sobre lo último que conocieron cuando aún fichaban, de destinos inciertos y que a ellos les sirve apenas para darse cuenta de lo rápidamente que, arrancadas de cuajo las raíces, los consejos se hacen más vacíos, las enseñanzas se agrían, las conclusiones semejan objetos de museo.
Prejubilados. Jóvenes todavía, si no fuera por esta condición de rentistas del currelo, nadie dudaría en afirmar que aún les queda bastante trecho para entrar en la tercera edad. Pero esta brecha les hace más carrozas y, aunque se les diga que envidiamos su situación, más bien parece que la sociedad les dió con la puerta en las narices. Están autorizados a recibir la nómina sin mover un dedo, como los incapaces totales, los enchufados de élite o aquellos mantenidos de fortuna.
Pero lo cierto es que sólo ellos saben cuánto sufren. Forzados a ser inútiles, se han convertido, por paradoja, en el exponente más certero de la incapacidad de nuestro país para aprovechar sus propias inversiones. Han estudiado durante más de veinticinco años, sin contar las horas quemadas con los libros después de recoger el título. Han viajado a todos los rincones, conocen tropecientas instalaciones, son apreciados por mucha gente. Todavía mejor: se han equivocado a veces con fallos que jamás volverán a cometer, cuentan con éxitos que sabrían cómo repetir y acumulan, en fin, una experiencia de saber hacer y deshacer que para sí quisieran muchos.
Desde hace ya bastantes años venimos poniendo de patitas en la calle, con jubilaciones de oro en muchos casos, a estos caros parásitos involuntarios, forzándolos a que se pudran en su salsa. Alguien con la cabeza bajo los hombros ha decidido que es mejor pagarles el sueldo en casa antes de que nos estorben con su experiencia, nos hagan daño con sus indicaciones, nos molesten con su autoridad. Para estos sabios del lápiz, aquellos otros están amortizados, y la sociedad se puede permitir el lujo de pagarles la pensión en la cama.
Así las cosas, nada detiene todavía el prodigio de insensatez que supone tamaño despilfarro. A los que afecta, la mano oculta de la norma les aplica un golpe de conejo. Se les comunica, habitualmente por sorpresa, un día cualquiera, recién entrados al despacho, que pueden recoger sus cosas y largarse. Previamente ha habido rumores, listas de amortizables, especulaciones y quinielas, pero nada tan definitivo hasta el día en que una carta de personal les aclara que hoy es su último fichaje, invitándolos a firmar el finiquito, dándoles el pase cordial a la reserva, lanzándolos a la definitiva vuelta a casa, agradeciendo los servicios prestados como quien despide a la asistenta.
Aturdidos, los neófitos prejubilados recogen un par de lápices, la taladradora y el tintero, cuatro informes, llenan la papelera de papeles, se llevan en el maletín un par de libros, y se van del despacho sin decir adiós a nadie, repletos de golpe del despecho. Los que se quedan suscitan comentarios que van desde la condolencia a la satisfacción, inconscientes de que la historia se hace con los restos del pasado, de que el futuro se prepara con las herramientas del presente.
El día después, los prejubilados tienen la cabeza llena de planes de lo que nunca han podido hacer. Se matriculan al gimnasio, empiezan otra carrera, se entrometen en el mundo de los negocios. Pierden a sabiendas mucho tiempo, cuando se habían imaginado -allá en los años en los que estudiaban en la escuela, o más reciente, cuando se creían aupados en el pedestal de imprescindibles-, que iba a faltarles siempre. En su casa, se convierten en fantasmas para la esposa, la chica del servicio, los hijos que estudian, quienes se resisten a ver al padre atravesado por la casa, preguntando en qué puede ayudar, levantándose tarde, deambulando por los sitios, desplazado.
Precioso despilfarro. En esta tribu, hace ya tiempo que de los más ancianos no recabábamos el consejo; ahora, ni de los adultos en sazón nos interesa cómo aprovecharlos. Dentro de poco, nos dejaremos guiar sencillamente por el azar, tirando una pirinola para decidir lo que más vale.
Nadie se opone a recuperar pronto a los más jóvenes, a las mujeres, al mundo del trabajo. Pero alguien debería poner sensatez a esta proliferación de pensionistas, y, en especial, a esta colección de prejubilados en una sociedad que no está para estos lujos.
A los cincuenta años no se puede estar prejubilado. Habría que estar rindiendo a tope, en el trabajo real, resolviendo, planificando, rentabilizando, ejerciendo la profesión para cuya formación esta sociedad empleó tanto dinero. De hacer algo, vale más prejubilar a los que han pensado que esa energía no era necesaria. A esos sí les pagaríamos, con gusto, por el resto de sus vidas, unas vacaciones en casa del enemigo.
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