A sotavento: Padres y educadores, a la escuela
Hoy celebra España 30 años de las primeras elecciones democráticas. El país ha cambiado tanto, en su comportamiento sociológico, que resulta imposible reconocerlo y reconocernos. No solamente los individuos anónimos, quizá menos conscientes de la piel de serpiente que han (hemos) dejado atrás. La evolución ha quedad plasmada en las hemerotecas.
Por ejemplo, todos quienes entonces se dedicaban ya a la vida pública, salvo algunas excepciones, han evolucionado y adaptado sus ideas y comportamientos, liberándolos de los pelos de la dehesa franquistas y de aquellos extremismos que hoy lucirían mal en la vitrina de ambigüedades y crispaciones de teatro que buscan los votos más que las voluntades.
Por otro ejemplo, en relación con la consideración prestada a la mujer, la apertura democrática se movió en dos direcciones nada coincidentes: el destape, que sacralizó , hasta conseguir banalizarlo, el cuerpo femenino; y la ruptura del esquema de mujer esposa y madre, sometida hasta entonces a la autoridad del varón y dedicada al cuidado de la casa, los hijos y a procurar a éstos su primera educación.
Parece increíble, pero hasta 1975 las mujeres no podían abrir solas una cuenta bancaria, comprar un piso o aceptar una herencia; debían contar con el permiso marital o, en su caso, el parental, para casi cualquier cosa. La legislación civil, administrativa o penal, las consideraba, con sesgada interpretación romanista, débiles mentales.
Esto no impedía que al legislador le parecieran naturalmente proclives las féminas a los desmanes licenciosos, por lo que era aconsejable mantenerlas con la pierna quebrada. Se cumplía así un principio que la historia y la costumbre de los pueblos han hecho creer que es algo atávico: la estupidez femenina: "A tu mujer y a tu caballo, pégales; ellos sabrán por qué".
No sé bien analizar las razones concretas, pero me da que la libertad de la mujer y su (casi) igualdad con el hombre, ha traído como consecuencia la pérdida de autoridad en las escuelas, un efecto mariposa que se trasladó de los hogares a las aulas.
Los maestros se quejan de que no pueden domeñar a sus alumnos, convertidos por lo general en díscolos rebeldes, sin otra causa motivadora que cambiar la sintonía de sus ipods. Los padres se muestran dispuestos a saltarle a la yugular al profesor/a que ose poner por escrito que su hijo/a no es merecedor del aprobado general, aunque no sepa distinguir el Duero de Constantinopla, o un triángulo obtuso de lo obtuso que es defender que para tener buen curro no hace falta más que ser simpático y ser de buen rollito.
Mi propuesta es que, aprovechando la celebración de tantos años de progresiva libertad, se lleven a los padres con chavales (da igual que los hayan obtenido por las técnicas in vitro o como acto de placer) y a los educadores (particularmente, los que superen los cuarenta y cinco tacos), a las escuelas, para que vuelvan a ser alumnos. Y les pasen, comentadas, algunas películas de lo que sucedía en las aulas hace no más de 30 años. Porque la dictadura y la transición estaban mal, pero algo se puede aprender incluso del enemigo vencido. Especialmente, en la disciplina, el respeto y el aprendizaje educativo.
Los jóvenes lo tienen todo, pero no han podido apreciar el valor de lo que poseen, solo conocen su precio. Los jóvenes del 75 no teníamos casi nada, pero apreciábamos hasta la caja de cartón en la que guardábamos los zapatos que nos compraban cada dos o tres años (los más afortunados).
No añoro casi nada del pasado, pero me gustaría que a estos jóvenes que, por lo leído y creído, nos tendrán que pagar la pensión cuando nos vayamos jubilando, se les enseñara lo antes posible a distinguir la diferencia entre el saber que da satisfacción y el saber que sirve para comer. Para eso, padres y educadores tienen que ponerse antes de acuerdo en el mensaje. En mi opinión, merecería la pena.
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