Al socaire: ¿Mejorará el mundo después de que Saddam Hussein haya sido ahorcado?
La condena a muerte de Saddam Hussein por crímenes contra parte de algunos de sus antiguos súbditos, (148 chiíes en Dujail, en 1982, en plena guerra Irak-Irán) sentenciada por el Tribunal Especial creado ad hoc por Paul Brenner, para juzgar a los gobernantes de la época baazista, cumple, sin duda, una función catárquica para parte de la sociedad norteamericana. La misma que necesita justificar que la invasión de Irak tiene un sentido, y que la muerte de soldados norteamericanos no ha sido estéril.
Los observadores neutrales y, de entre ellos, quienes somos contrarios a la pena de muerte, haríamos varias observaciones a este proceso. En primer lugar, hay que hacer una referencia a la situación discriminatoria que afecta al dictador iraquí respecto a otros homólogos en la crueldad, que campan más o menos a sus anchas, o han acabado sus días sin ser juzgados o castigados. La Humanidad ha sido pródiga en crear sus propios monstruos, y muchos de ellos ocupan páginas de Historia de los pueblos y son o han sido venerados. Solo recientemente la sociedad occidental se ha sentido capaz de juzgar a algunos de ellos en vida.
En segundo lugar, no hace falta apelar a razones jurídicas, para entender que la sentencia estaba dictada de antemano, dado el currículum del dictador, con invasiones de Irán y Kuwait a sus espaldas, y la dirección de amplios intentos de exterminio de los pueblos kurdo y shií. Bajo la tutela norteamericana de Irak, sería muy díficil que Saddam hubiera conseguido un juicio justo desde un tribunal kurdo-shií, los perdedores durante el régimen baazista.
No sería capaz de definir lo que se podría entender por juicio justo ante un tirano, cuyo poder ha sido alimentado por las potencias occidentales, que es líder de un clan en lucha histórica contra otro, en un país cuya delimitación, apoyos, construcción y reconstucción ha sido y es propia de las conveniencias de otros países, algunos de cuyos líderes están dispuestos a sacrificar a sus creaciones cuando descubren que se comportan contrariamente a sus intereses, pero los apoyan, con medios, o simplemente mirando hacia otro lado cuando les conviene.
Esa condena a Saddam tiene el tufo libertorio de las culpas por una actuación precipitada, con origen espúreo, políticamente descabellada, cual ha sido la invasión de Irak, cuya culminación ha llevado al mundo a una escalada de terrorismo internacional sin precedentes, y que, si bien tenía por trasfondo provocar la división religiosa del mundo árabe, ha volcado las iras islámicas hacia occidente.
No creo que la muerte de Saddam, si se produce, venga a mejorar las cosas en Irak. Provocará aún mayor encono entre sus partidarios y los opositores. Lo convertirá en mártir para unos, y los problemas de la sociedad civil irakí permanecerán sin respuesta. Nada va a cambiar en Irak: un pueblo dividido, con castas enfrentadas, con bolsas de extrema pobreza entre gente que acumula inmensas riquezas.
La invasión de Irak ha venido, por lo demás, a consolidar la falta de liderazgo de Estados Unidos en el mundo, y ha puesto el acento sobre la Unión Europea, con cierto riesgo de división interna surgida –entre otros problemas- por el mal tratamiento dado a la crisis en el seno de una Organización política ya muy debilitada.
Creo que Saddam debe ser condenado a cadena perpetua, y ha de ser juzgado por sus otros crímenes. La catarsis liberatoria debe continuar. El reo tiene 69 años, es un fanático alimentado por algunas potencias occidentales, y el pueblo de Irak no necesita reforzar con su muerte justiciera nuevos símbolos ni soportar otros elementos de discordia tribal.
A la reconstrucción de la paz mundial y al desarrollo de las relaciones con los países árabes, ayuda más un Saddam vivo, prisionero, custodiado por fuerzas internacionales, que una ejecución después de un juicio legalmente plagado de lagunas, y que no haría sino poner el acento sobre lo poco que sabemos en realidad, desde nuestra llamada civilización occidental, del mundo árabe y sus problemas.
Los observadores neutrales y, de entre ellos, quienes somos contrarios a la pena de muerte, haríamos varias observaciones a este proceso. En primer lugar, hay que hacer una referencia a la situación discriminatoria que afecta al dictador iraquí respecto a otros homólogos en la crueldad, que campan más o menos a sus anchas, o han acabado sus días sin ser juzgados o castigados. La Humanidad ha sido pródiga en crear sus propios monstruos, y muchos de ellos ocupan páginas de Historia de los pueblos y son o han sido venerados. Solo recientemente la sociedad occidental se ha sentido capaz de juzgar a algunos de ellos en vida.
En segundo lugar, no hace falta apelar a razones jurídicas, para entender que la sentencia estaba dictada de antemano, dado el currículum del dictador, con invasiones de Irán y Kuwait a sus espaldas, y la dirección de amplios intentos de exterminio de los pueblos kurdo y shií. Bajo la tutela norteamericana de Irak, sería muy díficil que Saddam hubiera conseguido un juicio justo desde un tribunal kurdo-shií, los perdedores durante el régimen baazista.
No sería capaz de definir lo que se podría entender por juicio justo ante un tirano, cuyo poder ha sido alimentado por las potencias occidentales, que es líder de un clan en lucha histórica contra otro, en un país cuya delimitación, apoyos, construcción y reconstucción ha sido y es propia de las conveniencias de otros países, algunos de cuyos líderes están dispuestos a sacrificar a sus creaciones cuando descubren que se comportan contrariamente a sus intereses, pero los apoyan, con medios, o simplemente mirando hacia otro lado cuando les conviene.
Esa condena a Saddam tiene el tufo libertorio de las culpas por una actuación precipitada, con origen espúreo, políticamente descabellada, cual ha sido la invasión de Irak, cuya culminación ha llevado al mundo a una escalada de terrorismo internacional sin precedentes, y que, si bien tenía por trasfondo provocar la división religiosa del mundo árabe, ha volcado las iras islámicas hacia occidente.
No creo que la muerte de Saddam, si se produce, venga a mejorar las cosas en Irak. Provocará aún mayor encono entre sus partidarios y los opositores. Lo convertirá en mártir para unos, y los problemas de la sociedad civil irakí permanecerán sin respuesta. Nada va a cambiar en Irak: un pueblo dividido, con castas enfrentadas, con bolsas de extrema pobreza entre gente que acumula inmensas riquezas.
La invasión de Irak ha venido, por lo demás, a consolidar la falta de liderazgo de Estados Unidos en el mundo, y ha puesto el acento sobre la Unión Europea, con cierto riesgo de división interna surgida –entre otros problemas- por el mal tratamiento dado a la crisis en el seno de una Organización política ya muy debilitada.
Creo que Saddam debe ser condenado a cadena perpetua, y ha de ser juzgado por sus otros crímenes. La catarsis liberatoria debe continuar. El reo tiene 69 años, es un fanático alimentado por algunas potencias occidentales, y el pueblo de Irak no necesita reforzar con su muerte justiciera nuevos símbolos ni soportar otros elementos de discordia tribal.
A la reconstrucción de la paz mundial y al desarrollo de las relaciones con los países árabes, ayuda más un Saddam vivo, prisionero, custodiado por fuerzas internacionales, que una ejecución después de un juicio legalmente plagado de lagunas, y que no haría sino poner el acento sobre lo poco que sabemos en realidad, desde nuestra llamada civilización occidental, del mundo árabe y sus problemas.
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