Al socaire: ¿Para cuándo un día del desempleado?
Hace algunos años, cuando comentaba con la alcaldesa de una población que ahora no viene al caso, sobre la creación de empleo en su municipio, ella me explicaba que lo tenían resuelto. "Todas nuestras calles tienen adoquines. En lugar de utilizar alquitranadoras, mantenemos el mismo sistema de pavimentación desde la época de la conquista española. Cada pocos años lo cambiamos totalmente. Así se crean muchos puestos de trabajo, para que los que no tienen estudios ni cualificaciones reciban su salario".
Esta sagaz munícipe estaba convencida de que el trabajo era, al fin y al cabo, la manera de distribuir dinero de los que lo tienen a los que no, para que los más pobres y menos preparados pudieran atender a sus necesidades y no organizaran revoluciones. Si estos últimos lo único que sabían hacer era colocar adoquines, pues se les contrataba para hacer esa labor, y así se justificaba el pagarles un salario con el que alimentaran a sus familias, y se les mantenía sujetos por las cadenas de la devoción.
Hoy que se celebra el día del trabajo, -y se festeja como corresponde, es decir, vacando ese día, para lo que es imprescindible tener trabajo-, pienso en los parados. No quiero ser aguafiestas ni enfadar a los sindicalistas, que tanto han hecho por la mejora de las condiciones de los que tienen curro (por eso se habla de condiciones laborales), -en los países desarrollados- cuidando de que no lo pierdan cuando las crisis y las reconversiones amenazan, pero diría mucho en su favor que antepusieran a sus necesidades propias, las de los que no tienen trabajo.
Pero los desempleados son un colectivo de dimensión variable, cuyo poder de convicción es muy escaso. Su núcleo duro, si existiera, estará realmente encallecido por la marginación y el desespero. ¿Cómo y en qué condiciones aparecen en la escena ciudadana?. No se plantean realizar manifestaciones públicas, porque sus necesidades son individuales, su formación, sus pretensiones, no son coordinables para un mensaje común, fuerte y colectivo. No pueden ir a la huelga, la gran herramienta de persuasión del factor trabajo.
n, no tendrían a quién dirigirse de forma eficiente. ¿Al empresario o a las multinacionales? ¿A los Gobiernos? ¿A los que tienen empleo? ¿A los poderes económicos, donde quiera que estén?. En particular, es poco probable que reciban apoyo -como colectivo- de quienes tienen trabajo. Trabajadores y parados son competidores.
No deberían serlo. Me parece que una sociedad inteligente no tendría que permitir que hubiera desempleados. Es un despilfarro social, pero también debe ser interpretado como un menosprecio hacia la capacidad de cada uno, un insulto a la cualidad humana, un desprecio a la voluntad que hay que suponer en todo ser humano para aportar lo que sabe a los demás.
Bien está que se arbitren prestaciones al desempleo, que se doten pensiones no contributivas y que se conceda asistencia social a todo el mundo, incluso a los inmigrantes de allende los mares. Pero resulta éticamente muy duro, tecnicismos aparte, que se admita la necesidad de un paro estructural para que la oferta y la demanda laboral se mantengan en equilibrio.
El derecho a un trabajo, y digno, está prácticamente reconocido en todas las Constituciones de los países avanzados. No vendrá mal, como un toque a las conciencias, tener un Día del Desempleado en el que se nos recuerde que la sociedad no tiene derecho a negar el acceso al mundo laboral a todo el que desee trabajar. Sin contar con que, además, la mayor parte de los que desean trabajar, lo necesitan, y mucho. Económica y sicológicamente.
Deberíamos de convencernos de que también los necesitamos a ellos, los demás. Los que tenemos trabajo.
Perdone el lector una puntualización final. Estoy hablando desde el mundo global: los desempleados a los que me refiero están, fundamentalmente, en los países en vías de desarrollo, que son un colectivo mucho más numeroso que el que formarían los desgraciados con que nos encontramos, pidiendo limosna, al doblar esa esquina.
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