Al socaire: Procesiones pasadas por agua
Está lloviendo en este momento en Madrid. La borrasca proveniente de Marruecos está llenando el sur de España de nubes, y aunque se había creído que la lluvia sería escasa, parece que está lloviznando en buena parte de Andalucía. O sea, que los cofrades están mirando al cielo, porque si llueve no pueden salir los pasos, y la fiesta tan esperada, una Semana Santa con la gente echada a la calle, aguantando horas a que pasen los encapirotados, los candeleros y las imágenes de Salzillo que nadie mira el resto del año, quedaría completamente desfigurada.
Las raíces de las procesiones de la Semana Santa se encuentran en la explosión de religiosidad suscitada por el Concilio de Trento, -época, en la que, supongo, había que andarse con tiento para que no te acusaran de hereje, bruja o judío-, aunque algunas cofradías tienen su origen anterior, en el siglo XV, e incluso otras se jactan de haber aparecido ya en el XIII (vinculadas en este caso a la prestación de ayuda a los cofrades pobres y a dotar a las jóvenes agraciadas menos pudientes).
Pero el florecimiento de las procesiones como espectáculo turístico es cosa del siglo XX, convirtiéndose ahora, apoyadas por una fuerte propaganda, en un pretexto para desplazarse allí donde se celebran con mayor parafernalia. La Semana Santa es una fiesta, un jolgorio, que se completa con visitas a los restaurantes en donde se come buen cochinillo y se complementa con otros signos de carnal devoción. Las iglesias siguen siendo únicamente objeto de visita para envejecidos, dolientes, iluminados, deudos y, claro, creyentes verdaderos.
En épocas de sequía, lo que solía tener lugar en mis tierras húmedas en tiempos de avanzado el verano, las devotas y los niños participábamos en procesiones para suplicar que lloviera, sacando a pasear al santo del lugar. No guardo estadísticas de nuestra eficacia, pero creo que, en general, desde las alturas nos escuchaban, al menos en cosa de una o dos semanas.
Resulta que ahora las procesiones lo que necesitan es que no llueva, para no arruinar el espectáculo. Pues propongo que se saque a algún santo antes de la procesión principal, pidiendo que no llueva. Porque la otra alternativa es que se realice la procesión, tanto si llueve como si no. Al fin y al cabo, también los partidos de fútbol -que es el otro gran capítulo de las devociones- no se suspenden cuando llueve, e incluso resultan más vistosos, con los atletas embarrados y el despliegue de paraguas en las gradas. Ver a los cofrades, las imágenes, los fieles, los infieles, los políticos locales, los excursionistas y sus ganas, chorreando agua, puede mover más a devoción incluso que un desfile de ornamentos relucientes, acompañados de música de timbales y clarines desafinados.
Una estampida de mirones y porteadores, para ponerse a cubierto de una tormenta que estalló de pronto, abandonando el paso en medio de la calle -eso sí, protegido con plásticos-, me sugiere un escenario más adecuado a los descreídos tiempos modernos. Una saeta pasada por agua me produce, con solo pensarlo, un encogimiento de mi rebelde espíritu devoto. Se me revuelven las tripas de la fe, con solo imaginar esa manifestación de cólera divina para poner las cosas en su sitio.
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