Terrarios con iguana y vecina
Para refrescar el verano, me propongo escribir, en cuanto disponga del tiempo necesario, algunos cuentos. Los recopilaré, en principio, con el titulo, "Cuentos para solitarios".
Este es el primero de la serie, que distribuiré, como haré con los restantes, en dos entradas al blog. Que lo disfruten.
I
Mi vecina de enfrente era una persona discreta, de lo más normal, -al menos, para mí-, hasta que descubrí su secreto: en su casa tenía un terrario con una iguana.
Ignoro cuánto tiempo llevaba allí -quiero decir, la iguana-. A la vecina la conocía de saludarla por la calle, Hola y Adiós, sin más conversación, porque no había razones para mayor intimidad.
Además, no suelo fijarme en lo que hacen los vecinos, quizá como defensa de que no deseo de que se preocupen por lo que yo hago de mis puertas adentro.
No es que no hubiera mirado nunca hacia la ventana de enfrente. Mentiría. No soy curioso, pero lo que tenía enfrente resultaba poco interesante.
Las cortinas se encontraban permanente corridas y el reflejo sobre el cristal me dificulta la visión.
Con todo, resultaba evidente que la habitación parecía destinada a una utilización que pudiera resultar escandalosa en otros tiempos, pero no ahora y menos para mí, que tengo que vérmelas a diario con las aficiones de mis inquietos alumnos universitarios.
Había creído que lo que guardaba la vecina, oculto tras una cortina de los ojos curiosos de los demás (y, particularmente, de los míos), era una plantación de marihuana para su uso privado.
Todo me parecía encajar. La luz del techo, encendida durante horas, destinada a acelerar el crecimiento de las plantas; las cortinas como protección visual ante el único que podría descubrir la relajante afición; y, en fin, hasta me pareció distinguir en las sombras la apariencia de hojas verdes dispuestas permanentemente para la cosecha.
Descubrir la iguana en el terrario de la vecina fue una sorpresa. Se convirtió, también, en un símbolo, un secreto compartido sin querer. También tuve el presentimiento de que ese conocimiento nos acercaría, a la vecina y a mí.
Cuando la ví, estaba mirando distraído por la ventana del despacho, preparando las preguntas del examen de Contabilidad Analítica.
La cortina había quedado ligeramente descorrida. Por el hueco, aparecía lo que, en un primer momento, identifiqué como un tronco de árbol. Pero, al volver a mirarla, advertí que se había movido algo.
Era un trozo de cola. Inmensa. Una cola a rayas, gorda, provista de unas excrecencias que parecían púas.
Quise ver más, pero resultó imposible. Ni alargando el cuello, ni cambiando de posición. El animal no se movía.
Así que mi vecina pasó a tener un secreto al descubierto. Albergaba en su casa, como mascota, una iguana.
No marihuana –ni mariguana-, iguana. Un animal de extraordinaria quietud, que, según comprobé de inmediato en internet, podría llegar a medir hasta dos metros. Lo que, por el tamaño del trozo de apéndice que se había desvelado a mis ojos, ya era el caso.
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