Al socaire: Madrileños castigados contra la pared
Será muy difícil convertir Madrid en una ciudad urbanísticamente atractiva. Aunque tiene algunos edificios singulares, carece de una ordenación urbana homogénea, a nivel global y a nivel de barrio. Las alineaciones de las casas, en alturas y en fachadas, parece hecha por una colección de drogadictos, empeñados en que no coincidan más de dos seguidas. Medianeras al descubierto, edificios incompatibles estéticamente, materiales baratos y soluciones de emergencia consolidadas como definitivas.
En algún momento, alguien decidió plantar cientos de árboles, y hasta puso junto a cada uno una placa con el nombre de un niño y la fecha de su nacimiento, indicación que el tiempo se encargó de borrar, y la falta de cuidado del ciudadano medio convirtió los alcorques en estercoleros y recolectores de caca de perro y cigarrillos. Los especialistas dicen que muchos de los árboles de Madrid no son apropiados al clima continental y semidesértico que padecemos. Alternan pinos, cipreses, álamos, falsos plátanos y acacias con olmos heridos de muerte y prunus japanica. Cuando sopla el viento, caen ramas a destajo, se abaten algunos árboles maduros, alternando con tejas y desconchados de las fachadas.
Madrid está sucia, muy sucia. Las obras la han convertido en una ciudad dura para los vecinos, hosca para los visitantes, desorientadora y tramposa. Las direcciones de las avenidas -es un decir- faltan o son incorrectas, existen trampas de dirección, riesgos con las zanjas. Faltan aparcamientos, son caros, están mal situados. Los de superficie, mínimos y flanqueados por bolardos de todas las especies (delatando el menosprecio de utilidad y criterios estéticos, subordinados al empeño en hacer obras y obritas como sea), están cuidados por silentes sabuesos pagados a destajo que están atentos a que te pases un par de minutos para endilgarte una multa. Cuando ellos desaparecen, esos lugares se pueblan de ocupas callejeros que te exigen peaje y ponen notas de intranquilidad a las calles generalmente mal iluminadas, a pesar de lo que se gasta esta ciudad en bombillas.
Aquí y allá, sobre todo en el centro, se multiplican los grupos de indigentes, drogadictos, malencarados, inadaptables, borrachos o locos. Deteriorados por el desarraigo y la marginación, atacan la sensibilidad del transeúnte y su pituitaria. El camino inseguro del viandante se ve interrumpido, dificultado, puesto en riesgo, por marquesinas de autobús, anuncios vanos, bancos que miran contra paredes lisas, recogepilas inútiles, arbustos sin podar que obligan a agachar la cabeza, registros abiertos, losas reventadas. A veces, la acera se interrumpe y hay que pisar el césped o la tierra para alcanzar el destino deseado, aislado por quién sabe qué olvidos.
Nadie parece ocuparse de coordinar la apertura de zanjas, de recuperar los asfaltos y los pisos rotos, por disminuir y controlar los ruidos. El disconforme hace sonar el claxon, las descargas de mercancía se producen a cualquier hora del día, las sirenas ulúlan, las camionetas desvencijadas de recolectores de basuras irregulares, interrumpen. Hay mucha policía, -generalmente en grupos dicharacheros de cuatro o seis uniformados- pero se diría que de lo que más se ocupa es de poner multas a los automovilistas que caen en la trampa de las direcciones poco o mal indicadas. Músicos, vendedores ambulantes y cómicos estrafalarios de allende los mares nos obsequian en cualquier esquina con sus composiciones estridentes.
Supongo que un día los madrileños, los que viven en Madrid, se levantarán de su letargo y gritarán: Ya estamos hartos de estar condenados contra la pared. Vamos a hacer de esta ciudad que sea nuestra, que viva, que se convierta en un lugar de convivencia ciudadana, grata a la vista, paseable, y barata. Una ciudad en la que se apoye al habitante, se cuide al pequeño comerciante, se escuche al que tiene un problema, resolutiva y, al mismo tiempo, incomplicada.
Quiero que ese día llegue pronto, para que yo lo vea. ¿Hay alguien más ahí?
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