A sotavento: Libre albedrío para elegir entre helado de fresa o chocolate
El tema de la libertad con la que abordamos nuestras decisiones ha preocupado desde antiguo a los seres humanos. Los filósofos han elucubrado mucho al respecto, en posiciones que varían desde la negación absoluta de nuestra capacidad para decidir (determinismo nihilista, que nos sitúa al mismo nivel que los animales, los vegetales y las cosas inanimadas, aunque con la falta sensación de creernos libres), hasta defender la completa libertad del ser humano para elegir sus opciones, y ser, por tanto, plenamente responsable por ellas, gracias a un enlace entre el mundo material e inmaterial que se podría llamar alma.
La sociedad ha cambiado a lo largo de los siglos, y mucho más en este pasado inmediato, su percepción de la libertad con que cuenta el ser humano. Bastará referirse a la valoración que se hace de las distintas responsabilidades penales ante una misma conducta (negando aquellas a ciertos individuos, a los que se considera inimputables, u otorgando a todo el mundo, elementos de modulación, e incluso con exención de responsabilidades cuando se incorporan determinados factores ajenos que influyan sobre la percepción y capacidad de reacción del sujeto).
Sin ánimo de polemizar, se ha cambiado, por ejemplo, en muchos países la valoración respecto a la orientación homosexual, que ha variado bruscamente en casi todas las sociedades avanzadas desde ser considerado una aberración o una enfermedad, hasta ser visto como algo natural, es decir, consustancial o predeterminado para ciertos sujetos, que no podrían actuar de otro modo, justamente en ejercicio de la libertad que les impone su condición sexual, igual que no cabría forzar a un zurdo a que escribiese con la mano derecha, sin violentar su capacidad de elección, orientada precisamente a favorecer su mayor habilidad genética usando la mano izquierda.
Si bien es cierto que cabe reconocer que lo que entendemos por ejercicio de la libertad, proviene en algunos casos de claros condicionandos genéticos, parece prudente colocarse en una postura intermedia en esto del libre albedrío, y estar atentos tanto a la observación de uno mismo y de los semejantes, como al cambio de posiciones colectivas al respecto.
Quizá nos encontramos en un inmenso esceneraio en el que, como sucede cuando vamos a un restaurante, nuestra capacidad de selección se limita a lo que figura en la carta. Puede ser que en algunos locales más condescendientes con el cliente podamos solicitar el cambio del acompañamiento al plato principal (vegetales o patatas fritas) o tengamos éxito en lograr que en lugar de una merluza a la plancha nos la sirvan rebozada. pero estaremos de acuerdo que la posibilidad de elegir, en su grado máximo, estaría condicionada por las vituallas que hubiera en el frigorífico y la capacidad de hacer del cocinero, además de por nuestro presupuesto.
En un plano general, todos admitiríamos que la capacidad de libertad del ser humano está condicionada por su situación social, su formación, su carácter, y la época en que le ha tocado vivir, por citar solo alguno de los factores relevantes. Por cierto, esa percepción de la capacidad del ser humano para juzgar sus grados de libertad, ha sido utilizada para avanzar (o retroceder) en el hecho religioso imponiendo imaginativas, pero también previsibles, restricciones a los semejantes adeptos, con el acicate de que serían necesarias para alcanzar diferentes grados de bienaventuranza en una vida superior, después de la muerte.
Estos mandamientos o prescripciones van desde lo muy razonable, como, por ejemplo, no matarás a tus semejantes y honrarás a tus padres, hasta cuestiones más difíciles de cumplir o inconsistentes, como no desearás a la mujer de tu prójimo (en especial, perdóneseme, si es hermosa), o no beberás bebidas alcohólicas o no comerás carne de cerdo. Incluyen también prescripciones de alto contenido exótico, como la de no trabajar en determinados días, abstenerse de comer carne en ciertas épocas salvo que se adquiera un permiso especial, o quedar liberado de toda sensación de pecado si se cumplen algunas condiciones y penitencias, incluído, por supuesto, el pago de diezmos, óbolos y primicias.
Me impresiona también leer que algunos de los mejores creativos en el mundo de las artes, e incluso desde la elaboración científica, reconocen haber realizado sus creaciones más alabadas bajo la influencia del alcohol o las drogas, y, tal vez, haber recibido la inspiración por casualidad, o, en ocasiones, haber imaginado que una mano invisible guiaba su pluma (ahora, mejor diríamos, su ordenador ) por caireles predeterminados.
Recientes experimentos parecen demostrar que somos seres mucho más influenciables de lo que creemos y que lo que suponemos adoptar libremente, podría estar teledirigido. En cualquier caso, lo que hacemos, incluso en los momentos más brillantes, podría ser considerado como que no es sino descubrir lo que ya está allí, y, además, utilizando procedimientos científicos o reglas empíricas, pero precisas y preestablecidas, con sus axiomas, metodologías, criterios, etc.
Admitámoslo, pues, aunque nos pese. Nuestro libre albedrío es en buena parte una componenda de nuestra imaginación, y somos víctimas de tactismos que provocan en nosotros reacciones que podrían deducirse exactamente a priori. No sé si cabría caer tan bajo como vernos simplemente como máquinas de carne, consumidoras de energía y productoras de acciones, como expresan algunos investigadores en neurología, demasiado apasionados por lo mucho que puede teledirigirse de los seres humanos.
Para esta corriente científica, estaríamos limitados en el campo de nuestros deseos, y el libre albedrío solo podría ejercerse desde nuestra capacidad para llevar a cabo o rechazar lo que nos apetece. Lo que deseamos está, para ellos, ampliamente predeterminado, y nuestros grados de libertad solo se refieren a un espacio de muy pocas dimensiones. Me apetecería, por ejemplo, vivir en una casa estupenda con vista al mar, pero como no tengo dinero para comprármela, mi capacidad de optar está entre alquilar una vivienda o endeudarme por treinta años. Me apetecería ser consejero del presidente de Gobierno, pero como no tengo acceso a él, me contento con escribir en un cuaderno que leerán unas 30 personas cada día. Me apetecería...
Es fácil imaginarse el grado de frustración que produce en cada indiividuo la consciencia de tener predeterminado lo que desea y limitado lo que puede hacer. Quizá por eso, la mayor parte de los seres humanos ven programas estúpidos de historias reales o inventadas y llenan los campos de fútbol o se amontonan para escuchar música emitida a varios decibelios por encima de lo que sería aconsejable si fueran libres para elegir lo que les gusta. Para huir de la frustración que produce no poder elegir, en una especie de suicidio intelectual colectivo.
Los que se dedican fenéticamente a resolver crucigramas o sudokus -y advierto que el fenómeno se está extendiendo- están resolviendo en realidad un problema ya resuelto, y no se podrá decir más que están utilizando su supuesto libre albedrío para incorporarse al determinismo que otro ha creado, y que, a su vez, es prisionero de la obligada combinación de conseguir un resultado que coherente y repetitivo, combinando números o palabras, porque la solución que se encuentre a un sudoku a un crucigrama es única, viene forzada por un lenguaje determinado y es válida solo para un sistema numérico concreto.
Puede ser que solo estemos resolviendo un gigantesco Sudoku. Aunque me resisto a creerlo, parece que la evolución científica y sociológica nos está imponiendo cada vez más líneas obligadas de ese crucigrama en el que suponíamos podríamos elegir libremente la combinación de números o palabras, y en lugar de ser creadores, seríamos redescubridores de una solución ya conocida.
Uff.
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