Al socaire: Los radicales y fanáticos también van a la Universidad
La noticia publicada por The Sunday Telegraph y difundida por toda la prensa internacional de que la conspiración para colocar varios explosivos en aviones que partirían de Heathrow había tenido por cuna de gestación las Universidades británicas pone un nuevo énfasis en el análisis de lo que hay detrás de las actuaciones terroristas de inspiración extremista islámica.
Uno de los arrestados es Waheed Zaman,un estudiante de bioquímica de 22 años, y presidente de la Islamic Society en la London Metropolitan University. Grupos radicales islámicos habían sido detectados en los últimos 15 años en decenas de instituciones universitarias, incluídas las escuelas politécnicas. Es decir, el fundamentalismo ha crecido al abrigo de prestigiosas academias y ha gozado de su apoyo económico.
Una contribución anónima ha traído a este blog, en uno de los comentarios a uno de mis anteriores artículos, la interrogante acerca del tipo de misterioso explosivo líquido que hubiera podido ser introducido en los aviones, e, indirectamente, ha puesto la cuestión de cómo detectarlo. También se plantea el delicado asunto de los móviles que puede haber detrás de la intención de alimentar el miedo de la población ante el riesgo de un atentado masico.
Aunque no soy experto en explosivos, ni mucho menos, puedo contestar, utilizando mis conocimientos profesionales básicos, que, en efecto, es posible disponer combinados líquidos (o sólido-líquidos) que pueden tener un fatal efecto destructivo –muy en especial, dadas las circunstancias en que se encuentra un avión en vuelo-, y que resultarían indetectables por los procedimientos actualmente utilizados en los aeropuertos.
El tema se convierte, en fin, para mí en otro. El problema a resolver es cómo controlar, para eliminarlo de raiz, la difusión del odio del hombre contra el hombre. Detectar las causas de los fanatismos que no surgen ni se propagan –como podría pretender un cándido análisis- en mentes de personas sin cultura o en gentes que no tienen nada que perder. No, también se han afincado entre las aulas en donde mayor ejemplo de tolerancia cabría dar: en las Universidades, en los templos de difusión de lo que más apreciamos de nuestras culturas, en los sitios en donde deberíamos enseñar a tejer los mimbres más valiosos del futuro de la Humanidad.
Paralelamente, en España, en donde estamos viendo con horror que estamos perdiendo una parte sustancial de nuestros montes bajo el fuego, acabamos de descubriri que una buena parte de los incendios han sido provocados. Por eso quiero entrecruzar dos reflexiones aunque el fondo y los móviles sean distintos.
Es muy fácil quemar un monte. Cualquiera puede hacerlo, y, además, escudarse en el anonimato, disfrutando malévolamente del vicioso placer de haber causado muchas pérdidas, incluso víctimas humanas. Es igualmente relativamente sencillo provocar una explosión en pleno vuelo de una aeronave. A cualquier ignorante de los principios de la química-física se le pueden proporcionar los elementos precisos para que los combine sin dificultad, y tampoco hace falta necesariamente que esté dispuesto a inmolarse junto a sus víctimas.
Desde el respeto absoluto a la vida, desde la convicción de que jamás puede justificarse la muerte de un semejante –ni siquiera, en mi opinión, que es la de muchos, desde la autoridad máxima que hemos prestado los individuos al Estado-, la manera de combatir esta ola de odio y desprecio hacia los otros, no tiene, para mí, más que una fórmula.
Tenemos que cuidar con la máxima atención la educación de nuestros jóvenes, para que se consiga transmitirles los valores de la tolerancia, de solidaridad y cohesión, que son la fuerza para mejorar la especie humana.
Tenemos que detectar y neutralizar, dándoles la adecuada medicina de la ley, a quienes pretendan intoxicar a los jóvenes con ideas de odio y destrucción. En particular, debemos vigilar, con los precisos mecanismos de control social, a los malos educadores, a quienes utilizan el prestigio de las aulas para emponzoñar la mente aún no formada de sus discentes.
Tenemos, en fin, que detectar a tiempo, medicándolos y tratándolos como sea preciso, para que se curen, o confinándolos en los centros adecuados si no hay posibilidad de recuperarlos, a aquellas mentes enfermas que no tienen consciencia del daño que pueden causar con sus actos.
Tenemos, por supuesto, que perseguir y castigar a los instigadores, tanto a los responsables dolosos como a los imprudentes culpables, que, amparándose en la tolerancia de nuestras sociedades y en nuestros valores democráticos, pretenden destruirlas.
Con coherencia. Hay una peligrosa combinación de fanáticos, locos, ignorantes y desalmados pululando por ahí. La sociedad civil no puede cruzarse de brazos. Reconstruyamos los principios. Los Estados no dirimirán sus diferencias a cañonazos. Las potencias económico-políticas del mundo no avasallarán los derechos de otros pueblos con guerras o invasiones preventivas.
No voy a construir un improvisado decálogo. También las noticias del día nos proporcionan otro ejemplo flagrante de desequilibrio: se conviene un alto al fuego a dos días vista para aprovecharlos para destruir aún más al otro.
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