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El blog de Angel Arias

Un santo de la casa

San Francisco Arnaiz, un ovetense fallecido en 1938 a los 27 años, después de haber padecido una cruel enfermedad -la diabetes mellitus-, que se agravó irreversiblemente por su obstinada pertenencia a la Trapa, fue invocado en la Catedral de Oviedo, en una ceremonia presidida por el arzobispo, y apoyada por Adoradores Nocturnos venidos de toda España.

San Francisco ha sido elevado a los altares por la decisión estratégica del Papa Benedicto Ratzinger de mover un poco el santoral, aportando nuevos ejemplos a la devoción cristiana.

El consistorio ovetense, en sintonía con esas actualizaciones a la fe, y el lógico orgullo de contar entre su dormida ciudadanía con referentes vitales, ha cambiado el nombre de la callejuela dedicada al hasta hace un año solo Beato, por el de San Francisco Arnáiz. No lejos, por cierto, de otra vía dedicada a un héroe local más conocido, aún no santificado por la Iglesia, aunque sí por clamor popular, el corredor de Fórmula Uno, Fernando Alonso.

No tengo intención alguna de inmiscuirme, y menos con un comentario que puede ser mal interpretado, en las decisiones de las agrupaciones religiosas de consagrar modelos de vida que puedan ser imitados por sus creyentes.

Unicamente me gustaría reseñar el riesgo que supone para la fe elevar a la máxima distinción de la constelación de bienaventurados a personas que han convivido con otros fieles aún vivos, y cuyos familiares, conocidos y amigos, aún están en el valle de lágrimas.

No porque tenga la menor duda de la ejemplaridad de ese joven de bigotito a la moda, de solapa aparentemente censurada, cuyo rostro figura en las estampitas que se distribuyeron en la Catedral, sino porque creía -a salvo de que mentes más doctas me lleven la contraria- que ya teníamos suficientes ejemplos actuales de que la fe mueve montañas en San Marcelino Champagnat (a cuya santificación yo mismo contribuí, seguro, con muchas oraciones, junto a mis compas del Auseva) y en San José María Escribá de Balaguer (que no tuve oportunidad de conocer personalmente, por cierto, y eso que me persiguieron algunos de sus devotos con no menos ejemplar ahinco que el que yo puse en huir para zafarme de sus desvelos).

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