A barlovento: Aprovecharse del turista, un negocio ilegal, cortoplacista e insano
Me gusta viajar, conocer gentes, hablar con ellas y entender algo de lo que las liga a su entorno. No me gusta hacer turismo, en el sentido de formar parte de un grupo organizado, trotar a uña de caballo -o de guía diplomado- entre cuatro ruinas más o menos recuperadas, comprar un cenicero o una medalla para cada miembro menos tratado de la familia y volver a casa cargado con centenares o miles de fotos de cualquier aficionado al clic para contar lo bien que lo pasé con la ilusión de un experto en comunicación e historia.
Me gusta improvisar los itinerarios, dejarme sorprender por lo que voy descubriendo o desechando, entrometerme por lo suave en la vida de los lugareños mimetizándome como si fuera uno de los suyos. No es que me prepare para el viaje, porque no soy metódico, aunque trato de leer antes -y después- sobre lo que voy a ver y compro prensa local, voy a los sitios en donde se reúnen y discurren los paisanos, ...
Por eso, me disgusta profundamente que me tomen por un turista. Los turistas somos imbéciles declarados que vamos a los sitios para que nos timen. Los comerciantes del sitio detectado como destino turístico, cuando llega la temporada, multiplican los precios por dos o por tres, sacan sus abalorios y, para sus adentros, se ríen del visitante.
No entiendo porqué, en la llamada temporada alta, todo es más caro, mucho más caro de lo habitual. Desde las habitaciones de hotel a los tomates, todo el que tiene algo que vender, lo aprecia en un 300%, e incluso más. El pensamiento subyacente no puede ser otro que el que está de vacaciones no es un semejante, sino alguien que se encuentra en una situación anímica en la que ha perdido la noción del dinero, o que su estado de necesidad no merece igual respeto que la de otros semejantes.
Creo que los precios no deberían variar, independientemente del momento del año. Y, desde luego, en ningún caso los productos de primera necesidad. No sé dónde compran los lugareños en algunos sitios durante el verano, pero imagino que han debido acopiar sus víveres unos días antes de empezar la temporada. O, como encontré que sucedía en un restaurante de Palma de Mallorca hace años, tienen dos listas de precios: una para los de aquí, y otra para los de fuera, que esos pueden pagárselo.
Es el síndrome de Dick Turpin, supongo.
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Gabriel Pineda Arteaga -