A barlovento: Impresiones de un viaje a Monfragüe
Los fines de semana pueden transcurrir de muy diversas maneras, y cada uno los ordena como le pete. Un grupo de colegas del CIDES, -el Comité de Ingeniería y Desarrollo Sostenible del Instituto de Ingeniería de España - hicimos una excursión por tierras de Cáceres los días 22 a 24 de febrero de 2008.
Supongo que para cada uno de los asistentes a esa escapada de las tareas cotidianas, -o tal vez, para algunos, ya de los primeros fríos de la jubilación-, las motivaciones fueron varias. En mi caso, tenía la referencia ya lejana de los viajes que organizábamos un grupo de estudiantes universitarios en torno a las propuestas del catedrático de Historia del Derecho de la Facultad de Oviedo, Ignacio de la Concha, con el objetivo de conocer mejor España.
No voy a hacer en este Cuaderno la reseña del viaje, que recogeré para los asistentes en intranet, porque la visita tuvo un carácter privado y un objetivo, dado el tiempo disponible y el que para muchos resultaba el primer contacto con la zona, limitado.
Unicamente quiero recoger aquí, de todas las impresiones recibidas en estos escasos dos días de cambio radical de mis preocupaciones, cuatro pinceladas sobre uno de los objetivos del intenso viaje, Monfragüe.
El recién declarado (2007) Parque Nacional de Monfragüe es una manifestación de acomodación de la explotación de la naturaleza a las actividades del hombre. A lo largo de siglos, sobre una tierra pobre en manto vegetal, los pobladores humanos han sabido combinar la producción de pastos y bellotas para alimentar a sus ganados y rebaños (vacas, ovejas, cabras y cerdos) con el respeto a ese bien ajeno del que somos fideicomisarios, la naturaleza.
Como nos explicó con su sabia dicción el ingeniero polifacético Santiago Hernández, hoy Presidente de la Fundación que cuida el Parque, la curiosa trayectoria del Tajo, obligado a cambiar su flujo al mar por un murallón de roca durísima, y la contribución de las aguas del Tiétar, abriéndose camino igualmente entre jaras y cantuesos con amplios menandros, ha labrado un escenario singular, que ha servido de lugar de residencia para animales que en otros lugares fueron expulsados por la actividad humana.
Más de 400.000 visitantes tiene detectados la dirección del Parque, que cruza una carretera provincial, la Ex-208, y que tiene su centro de atención a visitantes en Villareal de San Carlos. Cientos de buitres leonados planean sobre el viajero, ya la mayoría de las parejas incubando en estos días de final del invierno. Se entromete entre los que vuelan más bajo, ágil, alguna cigüeña negra, a la búsqueda, aún de compañera.
Los ojos más avezados descubren en el Tajo una nutria, allá a lo lejos, en una oquedad de los sinclinales, cerca del puente del cardenal . Hay cormoranes buscando percas, varias anátidas gregariasa las que el viajero no acierta a poner apellidos; se atisban coleópteros de pecho duro entre los cantos rodados y los restos de erosionadas lajas; zumban laboriosas abejas libando las flores de los romeros. Creo ver conejos; alguien grita, un ciervo, un ciervo; y, al lado de una encina robusta percibimos el resultado del hozar de un jabalí. Fotografío, casi oculto entre abulagos y brezos, un narcissus triandrius palidulus, mi miniatura preferida.
De este paseo por la periferia del Parque, la cuestión pretendida no ha sido ver mucha fauna, y mucho menos, detectar las especies escasas. Habría que contar con otro espíritu, disfrutar de más permiso.
En el Centro de recepción, nos han proyectado una película (con el guión de Casto, uno de esos ingenieros a los que la naturaleza hace poetas), cuya locutora ficticia es una águila imperial, en la que se nos cuenta sobre la presión del hombre contra la naturaleza y hemos visto imágenes muy bellas de linces, venados en berrea, somormujos, alimoches, aguilas perdiceras, etc. Nos turbó algún disparo, ladridos de galgos, y nuestros guías nos tranquilizan hablándonos de descartes necesarios.
Lo que fue especialmente reconfortante, mientras el viajero subía hasta el castillo y ermita de Monfragüe, desde la fuente del Francés, entre almeces, durillos, jaras melíferas, espinos y chaparros, fue recibir el suave roce de la existencia compartida, el hálito incomparable que nos permite reconocernos, entre tantos esfuerzos por perdurar, frágiles, pasajeros, huéspedes en precario de estas tierras.
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