A sotavento: ¿Necesitamos una Ley de Aguas?
Hace unos cuatro años, en una improvisada tertulia de sobremesa en mi restaurante, Josep Borrel me preguntó a sopetón: "Tú estás a favor de los trasvases o de las desaladoras?". Aún no se sabía que Cristina Narbona iba a ser Ministra de Medio Ambiente, y el presidente del Parlamento Europeo no sabía que yo estoy a favor de todo lo que me parece bueno.
"Estoy a favor de las dos opciones", le contesté. "Siempre que sean necesarias". El error del debate, tal como se estaba planteando en España, residía, para mí, en estar asociando los trasvases (se hablaba entonces del trasvase de agua del Ebro) con una política de derechas y vincularla al PP, y las desaladoras como una estrategia de las izquierdas, y asumirla desde el PSOE.
Más aún, plantear la polémica en términos de bueno o malo, necesario o superfluo, en términos maximalistas, me parecía peligroso. Porque significaba también desposeer de autoridad al núcleo duro de los ingenieros de caminos en el Ministerio, que se habían confesado favorables a la construcción del trasvase del Ebro y apoyaban, genéricamente, los embalses y las obras civiles de envergadura.
Por otra parte, la desalación, vista como una opción local, era sentida como una solución acomodaticia, soportada por otras ingenierías -en particular, los industriales, que veían ahí una fuente de trabajo-, y algunas de las profesiones técnicas más versátiles -químicos, biólogos-, completano un grupo en el que no faltaban, desde luego, geógrafos, economistas y sociólogos.
Aunque los costes de la desalación (incluídas las externalidades) no me parecían plenamente considerados, no veía razones para no aprovechar el descenso drástico de los precios de las membranas y del consumo unitario de energía eléctrica, con los nuevos avances tecnológicos. La panorámica que dibujé era una simplificación, una salida improvisada, pero así quedaron las cosas, porque Josep Borrel calló, "caló el sombrero, fuese y no hubo nada".
La mini-Ley de Aguas del Gobierno anterior fue derogada con decisión propia de manu militare. En posteriores ocasiones pude, ya siendo ministra Narbona (y, en general, buena ministra), perfeccionar mi opinión y trasmitir públicamente que no había porqué renunciar a los trasvases, cuantificando, desde luego, previamente las necesidades y los efectos. Era imprescindible fijar una política de precios homogénea, y hacer pagar los verdaderos costes del agua a los usuarios y, si se dedidía subvencionar algún uso, hacerlo de forma completamente transparente para la sociedad y el mercado.
Mi apreciación se fundamenta en que apoyo una ordenación territorial que no fuerce innecesariamente la naturaleza de las cosas. Es decir, no pretenda convertir la España seca en húmeda, y, por desequilibrio forzoso, deducir que sobra el agua allí donde la hay por encima de lo que los seres humanos de la zona usan para sus necesidades. Porque cualquier cambio en un sistema hídrico tiene efectos colaterales que hay que sopesar muy bien, pues siempre se traducirán en perjuicios biológicos que podrían resultar irreparables.
Otro aspecto que debe primar en la Ley de Aguas es la reutilización de las aguas usadas, revisando los índices de contaminación que marcan la tasa de vertidos, en especial, los industriales, y estimulando -por ejemplo, con bonos negociables- las calidades del agua revertida a cauce público.
Se anuncia ahora que, para no empañar el resto de la legislatura con una polémica acre, la nueva Ley de Aguas será aparcada. El Borrador de la misma, que exigiría un análisis más detallado, tiene aspectos interesantes y otros muy delicados, que interferirían sobre algunos Estatutos regionales, -el andaluz y el catalán, en concreto- que ya han proclamado su autonomía sobre el recurso, cuando las aguas superficiales discurren sobre el territorio geo-político.
Ya he dicho otras veces que considerar solamente las aguas superficiales y olvidar la gestión de los acuíferos es un error conceptual, y, también, que estoy a favor de la gestión unitaria, porque el agua es un elemento de la solidaridad del Estado.
La cuestión del precio justo al agua es otro tema sustancial. La desalación, allí donde no hay otras fuentes de aprovisionamiento que el agua salada, es, sin duda, una fórmula adecuada, pero debe matizarse dentro de un marco de ordenación territorial, para impedir el despojo y malversación de la naturaleza de la costa, sometida ya a impresentables especulación y deterioro.
Creo que sí, que necesitamos una Ley de Aguas. El consenso en esta materia es imposible, porque los intereses en conflicto son variados y, en muchos aspectos, inconciliables. Se exige, pues, un criterio político, una ordenación superior, que mire por encima de los objetivos particulares. Una patata caliente, por supuesto, que habrá que digerir, sin tardanza, en la próxima legislatura.
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