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El blog de Angel Arias

A sotavento: La Carta Magna española está de cumpleaños

 

La mayoría de la población asalariada de este país parece estar de vacaciones. Somos pocos los que no disfrutamos de ese acueducto festivo que, cual juego de la oca, ha convertido esta semana en una manifestación singular de nuestra vocación hedonista. Sin embargo, la conmemoración que se realiza en ambas festividades es atractiva para forzar una reflexión, puesto que son muy demostrativas de los cambios profundos que se han realizado en nuestra sociedad en las últimas décadas. La Constitución de 1978 nos ha modificado drásticamente nuestros supuestos de convivencia (es obvio que para mejor) y la celebración de la Fiesta de la Inmaculada Concepción (conmemorativa de la decisión de Pio Nono en 1854 de hacer dogma el misterio de la hierofanía católica) ha sufrido también los avatares de nuestro progresivo laicismo.

Melindrosa para la asunción de reformas sociales drásticas, no puede presumir España de haber caminado ágil ni madrugadora por la senda de las inquietudes constitucionales. Estados Unidos, Inglaterra o Francia le han sacado varios cuerpos de ventaja, y solo en 1812 (a salvo de la anterior elucubración napoleónica que supuso el Estatuto de Bayona de 1808) empezaron nuestros antepasados intelectuales a preocuparse por la necesidad de restringir el poder omnímodo de las clases privilegiadas por la Historia, dándole un meneo a los conceptos del Antiguo Régimen.

No descubriré nada nuevo (salvo para los adolescentes más obsesionados por el Carpe diem, que, de todas formas, no van a leerme), si digo que, a lo largo de estos dos últimos siglos, hemos sufrido múltiples vaivenes en la idea de tener una norma que sirviera para la regulación colectiva en nuestro país. El paréntesis mayor lo provocó el régimen franquista, que abolió tantas libertades que sería complejo tratar de enumerarlas todas. Para los constitucionalistas, el investigar en qué momentos de nuestra Historia -¿1931 a salvo de la Ley para la Defensa de la República?- la Constitución fue considerada Norma Suprema, es decir, como una Ley superior a todas las demás, provoca hoy puntos de debate.

Los latinos nos moveríamos mejor en la improvisación, el desorden, el caos. Somos maestros en encontrarle tres pies al gato, resquicios a cualquier ley, puntos de debilidad a las paredes. Los anglosajones norteamericanos (o sea, los ingleses que en un momento dado decidieron hacer borrón y cuenta nueva de su pasado) han sido capaces de mantener la Constitución de 1789 como estructura básica, por supuesto, con múltiples Enmiendas. En España, hemos recorrido el siglo XIX cambiando Cartas Magnas con cada vaivén de los regímenes. Afirmación que no se debe interpretar al pie de la letra, ya que la Primera República no consiguió aprobar su texto constitucional, y, por ejemplo, Isabel II autorizó dos Constituciones de talante completamente diferente e incluso promulgó un Estatuto Real, en una demostración pragmática de adaptabilidad a los tiempos que corrían por encima de los principios básicos.

La Constitución de 1978 ha resistido aceptablemente hasta ahora en un período apasionante y acelerado de nuestra historia. Pero no podemos ignorar que, a salvo de los principios inspiradores generales -que pocos se atreverían a poner en duda hoy, pero que fueron tan debatidos en su momento-, y el esquema de su articulado, en cuanto es democrático, abierto y progresista, las leyes de aplicación han sufrido múltiples cambios, revisiones, reformas, idas y vueltas, y el resultado actual es un galimatías en ciertos campos, construyendo un rascacielos normativo que no resulta inteligible para el ciudadano normal.

Se pueden dar ejemplos en todos los campos. Así es el caso de la legislación ambiental, de las leyes que afectan a la implémentación de un esquema educativo y sus reformas, de las disposiciones sobre la aplicación concreta de la reforma sanitaria y su financiación o de la normativa para inmigración. Baste también como ejemplo de la liberalidad con la que se utilizan los resortes legislativos, las veces que la Ley de Presupuestos anual ha servido para introducir reformas que poco o nada tienen que ver con el gasto público.

Eso es así, porque nuestra Constitución no se ha modificado, pero la dinámica de la sociedad ha exigido una incorporación permanente de nuevos elementos, y la camisa holgada que suponía al principio de los ochenta es hoy, en tantos aspectos, una camisa de fuerza. La España de las autonomías le ha ido quitando poder a la administración central, dejando a ésta con facultades que, en múltiples campos, no son otra cosa que funciones de teórica coordinación, es decir, simbólicas.

Las dificultades para la reforma constitucional son conocidas, y no solamente se refieren al Título II, en la que se ha deslizado una manifestación de trasnochado machismo impropio del talante abierto que preconiza nuestra sociedad y la propia institución monárquica. Mantener la diferencia de calidad de los sexos cuando, además, se trata de heredar un título de la importancia de Jefe de Estado, que no tiene precisamente un papel baladí -como ha demostrado y demuestra SM El Rey D. Juan Carlos-, no tiene sentido ni coherencia.

La cuestión mas grave que debería resolverse constitucionalmente, en mi opinión, es lo que la Constitución de 1931 llamaba Estado Integral, y pasa por el reconocimiento valiente del hecho autonómico. La aprobación de los Estatutos regionales se ha convertido en una comedia de tiras y aflojas con la Administración central, y es vista por muchos españolas como un riesgo para la unidad. No debería ser así, si la Constitución diera amparo a una capacidad gestora autonómica amplia (que, por lo demás, han ido consiguiendo a mordiscos algunas autonomias, creando un panorama de desigualdades). La proliferación de los modelos jurisdiccionales y educativos, siempre en mi opinión, es un error y una fuente de disparidades, y se hubiera evitado con una redacción de la norma constitucional adecuada, que señalara los límites y los objetivos de la educación y formación regladas.

Por otra parte, nuestro estado social ha evolucionado hacia un cúmulo de importantes prestaciones que no sera fácil mantener en el futuro, y mucho menos, en la diversidad autonómica y con diferentes presupuestos. Una España con una población progresivamente envejecida, pero con una esperanza de vida proxima a los 90 años y seguras tensiones en el mercado laboral por la movilidad teconológica, exige un diferente modelo social constitucional, o corre el riesgo de entrar en quiebra técnica. Las inspecciones de los organismos de prestación social, la seria distribución de las ayudas en relación con las verdaderas necesidades, lla ordenación del modelo sanitario y educativo, son problemas que deben resolverse, y urge adaptar el marco constitucional y legislativo.

La cuestión de la inmigración ha abierto nuevos problemas a nuestra sociedad, ya que este colectivo tiene una problemática especifica que no puede resolverse aplicándole a su sistuación el mismo modelo asistencial que a la población local. Especialmente en el caso de que la total integración no sea el objetivo, y así lo parece, que persiguen los propios inmigrantes. 

Y qué decir de la financiación de los partidos politicos y de la participación de la sociedad en la vida pública. Los casos de corrupción, en relación general con la revalorización de los terrenos y el urbanismo descontrolado, no son sino ejemplos de que, para algunos, el ejercicio de los cargos públicos no es más que una forma concreta, y rápida, de enriquecerse. Algo así como una vuelta al Antiguo Régimen, pero desde los postulados liberales...

Feliz cumpleaños, Constitución de 1978. Los que te vimos nacer te estamos muy agradecidos. Nos has ayudado a ser mejores. Pero no podemos ingnorar los despropósitos que algunos cometen en tu nombre, y te querríamos adaptar para darte aún más fortaleza.

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