Jugando en corto: Varios perfiles del paisanaje de Asturias: Vicente Carrio
Poco conocemos de nuestros bisabuelos. Nadie ha escrito su crónica, quiero decir, para los que provenimos de una familia normal, de los que no tienen sangre azul, ni se han distinguido en otra batalla que no fuera la de la subsistencia.
Vicente Carrio es el único bisabuelo al que conocí. Nacido en Melendreros (Bimenes), emigró muy joven a Cuba, cansado de ser pobre y escapando, como otros de la época, de la obligación de hacer el servicio militar, de la que solo podrían librarse los que tenían dinero para evadirlo.
Tenía quince años, y engañó al oficial de aduanas del puerto de Gijón con un certificado de identidad que había comprado en el puerto, y del que no había tenido ocasión de aprenderse ni el nombre. Antes, había atado a la pata de la cama a su madre, para que no pudiera impedirle marchar.
¿Cómo se llama Vd.? , le preguntó el funcionario. Aquel mozalbete no muy espigado, de ojos azules inquietos no se inmutó, y con desparpajo le espetó: ¿Es que no sabe leer? ¡Ahí en el papel lo tiene escrito!
Contaba que en su casa se rezaba todos los días el rosario, de rodillas, implorando la mejor suerte a la que deben ser acreedores los pobres. A los cinco años, le descubrieron una trampa: aprovechando que el suelo de la cocina tenía unas tablas rotas y su propia delgadez, introducía las piernecitas por el agujero y, apoyándose en el lomo de una de las vacas de la cuadra, que estaba debajo, podía aguantar el rezo de pie, sin mayor quebranto físico.
Casó con una moza de buena familia de Cadanes, Josefa Béjar San Miguel, de una casa "con muchos escudos de nobleza", que en algún lugar debieron de perderse.
La historia que más me impresionó fue la de su escapada de la férrea atención de mi abuela, cuando él tenía ya casi ochenta años, apenas pertrechado con unos cuantos billetes que había conseguido birlar de la cartera de alguien de la casa. Desapareció unos días, y todos estaban, obviamente, muy preocupados por el paradero de aquel vejete que estaba algo mal de la cabeza. Al fin, llamó desde algún lugar del sur.
-Venid a buscarme. Me dejaron cuando se acabó.
-¿Quién le dejó?
-Quién va a ser. Estas mujeres. Todas son iguales. Cuando ven que no tienes dinero, te dejan.
El cuento me inspiró el comienzo de una de mis novelas, en la que un anciano paga una joven prostituta, simplemente para estar con ella, por compañía.
Mi bisabuelo confiaba en la medicina recreativa, era muy amigo de tomar todo tipo de pócimas, que almacenaba en la mesita. Una vez volvió a casa cargado de frascos contra la tos.
-¿Qué va a hace con todos esos frascos? ¡Es un despilfarro!
-Chica, era una oportunidad. Me hicieron una rebaja que no se podía resistir, así que me los compré todos.
Vicente decía a su hija "Chica", como fijación semántica de los tiempos de Cuba. Aunque llegó con una mano delante y otra atrás, con el tiempo, fue propietario de un Café céntrico, al que puso su apellido. A poco de estar en la isla, estaba desesperado viéndose sin dinero y sin trabajo, y pensaba volver a España.
-¿Cuánto necesita, joven? Se lo presto. Ya me lo devolverá cuando pueda.
El mecenas no lo conocía de nada, no le hizo firmar papel alguno.
No parecía ser hombre de muchas palabras. Cuando fue a recoger las cosas de mi abuelo materno, muerto en Cuba, mandó caligrafiar: "Hoy enterramos a Manuel. Vicente"
El se murió cuando yo apenas si sabía formular preguntas. En la finca de Belmonte, durante algún tiempo, quedaba visible el agujero que hizo cavar a mi padre con la intención de que hiciera una piscina en el huerto. Como también debe andar por algún sitio la regadera gigante que mandó construir para no tener que hacer muchos viajes para cargarla de agua; llena de líquido, resultaba imposible moverla ni con la fuerza de dos hombres.
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