Al pairo: Que nos pongan un monumento
No sé cuántos somos, pero sí estoy seguro de ser uno de ellos.
Estas son nuestras credenciales (Escribo para españoles, pero seguro que cada país puede hacer su propia catalogación de méritos):
Hemos nacido entre 1940 y 1962, por lo que ahora tenemos (admito ciertas holguras) entre 68 y 56 años. No hemos vivido la guerra, pero hemos nacido en la postguerra, cuyas escaseces, temores y esperanzas hemos mamado en razón inversamente proporcional a la distancia al 36-39.
Fuimos muy aplicados; los que veníamos de una herencia de teóricos vencedores, porque había que ser bueno, trabajar duro y estudiar mucho para llegar a ese algo que era como la tierra prometida sin que nunca supiéramos qué era lo que se había ganado; los que veníamos de una estirpe de reales perdedores, porque había que romper con los estigmas, convivir con las represalias y vejaciones, olvidar el pasado y soportar ocultaciones, vergüenzas y mentiras.
Tuvimos muchos hermanos; nuestos padres se habían dejado convencer de que había que repoblar la tierra, y de que el pan no faltaría.
No faltó. Pero, como las carencias eran tantas, la duda fue siempre solo entre el huevo frito y la tortilla, el bocadillo de mantequilla con azúcar o la onza de chocolate, jugar con pelota de trapo y muñeca de cartón o quedarse en casa castigado el fin de semana por haber sacado malas, buenas o regulares notas.
La diversión, sin embargo, era intensa. Aguardaban los milagros de Fátima, la guerra fría, el fin del mundo, el cometa Halley, el comunismo y mucha mala ostia escondida.
Para evitar pecados, no teníamos a disposición apenas cines, y, en los que había, nos prohibían ir a ver la espalda de Sofía Loren en Los cañones de Navarone hasta los dieciséis años, y si lo intentábamos, unos sabuesos nos pedían el carné como si les fuera la vida en ello y te apartaban de la fila. Había películas de ·3-R y hasta 4-R que no deberían verse por nada del mundo debido al gran daño moral que casusaban (y que hoy ponen en la tele en los programas infantiles). Ibamos a ver la televisión en blanco y negro al piso de arriba, con unos vecinos a los que iba bien.
En nuestras casas, siempre escaseaba el dinero y al fin de mes la escasez era carencia. Nosotros lo sabíamos y nos angustiábamos por ello; dábamos clases particulares, hacíamos recados para la tienda de la esquina, esperábamos como agua de mayo la visita de la tía soltera y leiamos los libros de texto (heredados o prestados) a la luz de una bombilla de 20 w. Muchas veces, en todo el barrio o en la ciudad no había agua, porque habían roto las tuberías o tocaba sequía; teníamos la solución: se guardaba el líquido en la bañera y se lavaba uno menos.
Pero lo más importante, y por lo que nos hacemos, en mi opinión, merecedores del monumento, es porque nos han engañado. No era clave estudiar mucho porque nadie lo iba a valorar, y era estúpido guardar ninguna creencia de las que se esforzaban en transmitirnos, porque eran falsas o infundadas. Las abstinencias de todo tipo -no ya las sexuales- a las que nos forzaron no eran sino el reflejo de la cortedad y carencias de los mayores.
Nunca pudimos reclamar nuestro sitio, porque ya estaba ocupado o se lo cedimos con largueza a otros más viejos -ahora, más jóvenes-, que decían tener más méritos, o que había llegado su momento, y, luego, que había pasado el nuestro.
No tuvimos niñez y nos acortaron la madurez hasta hacerla irreconocible, catalogándonos de amortizados cuando esperábamos nuestro turno, atónitos al reconocer que las fórmulas por las que quienes se estaban alzando con santos y peanas, no eran los más listos, sino los listillos, no tenían que ver con las enseñanzas recibidas , sino con delitos o pecados. Y eso que nos habíamos forjado superando miles de pruebas, con una nebulosa consciencia de haber hecho varios mayos del 68, y del 70, y del 72, y del 78... No teníamos visiones, ni siquiera los que se pasaban de mano en mano, uno para decenas, los canutillos de grifa envueltos en tarjetas de visita. Fuimos visionarios.
Nos cambiaron de planes de estudio cuantas veces les salió de las pelotas. Sabemos, por eso, de casi todo, y bastante bien. Sobre todo, cosas ahora inútiles: escribir con corrección, latín, historia, geografía...A los que hicimos carrera académica, nos costó otra carrera paralela de obstáculos: exámenes de ingreso, iniciación, adaptación, extinción, cursos puente...ni nos acordamos.
A los que habían hecho los planes anteriores al nuestro, siempre les daban algo por la gorra: les hacían doctores, titulados con acceso directo, profesores numerarios...Desde luego, los que conseguían el galardón, ya se ocupaban de hacernos más difícil el camino. Para que madurábamos, decían. Hicimos servicios sociales, milis y aguantamos putadas como nadie, para hacernos mujeres y hombres de provecho.
Trabajamos mucho, desde pronto. Los viernes por la tarde, los sábados por la mañana; a turnos, haciendo guardias, con solo una semana de vacaciones y con miedos al volver, sin complementos ni pluses. Cotizamos como jabatos, con esfuerzo cruel, a un invento que se llama todavía Seguridad Social y, aunque a algunos les tocaron con las varitas de magicas de las prejubilaciones que nunca pidieron, a la mayoría nos dicen ahora que puede que no quede dinero, que los últimos quince años son los que valen, que tal vez haya que trabajar hasta los setenta para reducir el gasto social.
Qué coño con el género. Si varones, hemos respetado a todas las mujeres como ninguna generación lo había hecho nunca; fueron y son compañeras, amigas, colegas, sin que alardeáramos de nada más que de la satisfacción de tenerlas a nuestro lado y disfrutar del placer de contar con ellas, siempre más apegadas a la tierra, igual de laureadas en las universidades, pero sin empleos suficientes para todas. En lo sexual, desde luego, cada conquista era un triunfo; lo sigue siendo, aunque ya, solo para soñar despierto.
Si mujeres, han cuidado a todos los varones de la casa y hasta de otras casas, privándose siempre de los primeros bocados, comiendo muchas raspas y restos, abandonando muchos estudios para que los hermanos o los primos pudieran hacer su carrera, y han vivido y viven satisfechas con sus parejas, a las que idolatran, porque se saben vencedoras. Siempre fueron más listas, siguen haciendo lo que han querido. Las que quedaron solteras -o viudas-, lo del sexo han tenido difícil y se les ha convertido en imposible; dicen, para consolarse, que la soledad es lo mejor, pero sacan la boca pequeña.
Lo que hicimos de puta madre -perdón por la exprésión- fue educar a los hijos. Libres, sin privarlos de nada, sacándonos el bocado de la boca para darles confianza, diciéndoles a las claras de lo poco que valía la pena, previniéndolos de oscuros peligros y talantes, para que no tropezaran en las piedras en donde nos habíamos roto las cabezas. No sabemos el caso que nos habrán hecho, porque hablan poco de eso con nosotros. Pero los que se fueron, van volviendo. Creemos interpretar que nos admiran, entre las críticas que nos hacen por nuestra tendencia natural al pesimismo.
No sigo... Para qué, si cualquiera puede concluir que lo tenemos archimerecido. Los que hicieron la guerra, ya tienen su Ley de memoria histórica. Nuestros padres están muertos o con Alzheimer. Quedamos nosotros de aquella historia. Que nos pongan el monumento, carajo.
Eso sí, hecho de nubes, para que nadie tenga la intención de pagar a un amiguete, con el dinero de todos, el grupo escultórico en el que se nos represente a nostros, en pelotas, riendo.
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Guillermo Díaz -