A sotavento: Entre la Nakba y la Diáspora
El 15 de mayo de 1948 se creó el Estado de Israel, en un territorio que estaba bajo mandato británico. Los países árabes vecinos, disconformes, pretendieron invadir al recién nacido, declarándole la guerra. Empezaba así la catástrofe (Al-nakba) palestina y terminaba la diáspora judía.
La decisión de la ONU se correspondía consecuentemente con otros acuerdos aliados después de la segunda guerra mundial. El holocausto judío, que tenía conmovidos a los países vencedores, en especial a Inglaterra, que apoyaba los planes sionistas, reclamaba una solución urgente para ubicar a los desplazados y liberados de los campos de concentración que, evidentemente, no querían volver a Alemania. Qué mejor solución que hacerles un hueco definitivo en la tierra donde cristianos y musulmanes ya habían demostrado su incapacidad para vivir en paz.
Al seccionar un territorio, para provocar artificialmente la separación entre judíos y palestinos, los mandatarios occidentales de entonces eran conscientes de que no estaban arbitrando una solución, sino generando un banco de pruebas suficientemente alejado de Europa y Norteamérica para experimentar, creando, bajo la forma de un reducto de convivencias forzadas, un observatorio del mundo árabe, de sus alianzas y tensiones, siempre cerca de lo que más interesa a occidente de esas tierras: el petróleo.
He oído tantas veces, y algunas de forma directa, por importantes representantes israelíes y palestinos, sus visiones de lo que pasa en ese territorio que no tengo empacho en reconocer que ambas coelctividades tienen razón. No soy un cínico, sin embargo, porque mis afectividades están a favor de los palestinos, y más en particular, de los palestinos pobres.
Pero mi análisis de la situación histórica de los judíos -que tiene sus raíces en tiempos muy anteriores al conflicto árabe-israelí-, defiende la necesidad de encontrar una solución permanente a la diáspora de esa colectividad. La única, por cierto, que ha hecho de su debilidad política un corpus épico-religioso que es venerado como palabra divina por una mayoría de seres humanos, algunos muy distantes del aprecio al núcleo duro de esa creencia del autodenominado pueblo elegido por el Gran Dedo.
Y, obviamente, otra cantidad importante de individuos de la misma raza humana, en el conjunto complementario del anterior, siguen con mayor o menor fidelidad una historia reconstruída con esos mimbres, pero con las necesarias matizaciones para que pueda ser aceptada para mantener la dicotomía, la perpetuación del enfrentamiento entre buenos y malos. La ubicación de los malos, siempre está clara para cualquier ideología: enfrente.
Tenemos muchos ejemplos que servirían para reconocer que nuestro supuesto mundo global es una falsedad conceptual. Nos sobran muchas cosas para ello.
Sin necesidad de hacer muchos alardes imaginativos, en estas fechas en las que, a escala de la actividad humana, el estado de Israel entraría en la edad de la prejubilación, invito a reflexionar sobre una frase de quien se considera que ha poseído la mejor combinación de ADNs y estímulos catalizadores, Albert Einstein: "La palabra de Dios (...) no es más que una consecuencia de la debilidad humana".
Pensándolo mejor, esa frase debería complementarse, a mayor abundamiento con esta otra, del mismo genio y momento -1954, carta a Erik Gutkind: "El judaísmo, como todas las otras religiones, es una encarnación de las supersticiones más infantiles". Por supuesto, que pocos dudan que nos seguiremos matando por defender la supremacía de nuestras verdades.
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