Jugando en corto: Varios perfiles del paisanaje de Asturias (III): Julia Ibarra
Julia Ibarra era una desconocida hasta que se murió Ignacio de la Concha (reconocido como D. Ignacio por propios y extraños desde que obtuvo la cátedra, lo que había sucedido, según se comentaba, a los 22 años). Para aquella mujer bella, ligera, discreta, que revoloteaba como una sombra en torno a la personalidad ciclotímica, pero arrolladora, de uno de los mejores docentes extraaularium que pasaron por Asturias, solo parecía existir su esposo.
Yo sospechaba ya algo de su inteligente andadura, ya desde las pocas veces que acompañó al laureado catedrático y a su grey en alguno de los Itinerarios Históricos de un llamado Seminario que, en parte financiado por Ignacio Herrero y en parte por Cosmen Adelaida y el propio de la Concha, nos permitía a algunos bienaventurados, viajar casi de papo por España para conocerla muy bien. Formábamos parte de un grupo selecto de secreyentes mejores estudiantes de primero de Derecho en la Muy Ilustre Universidad de Oviedo, facción revoltosa en la que sobresalían el inquieto Luis Arias y el disciplinado Gustavo Suárez Pertierra, del que resultaron ministros, catedráticos, profesionales de mérito y algún descarriado, entre los que me cuento para que no haya dudas.
Julia escribía muy bien, con un conocimiento de las situaciones desde una perspectiva algo decimonónica, pero llena de sutilezas. Julia conocía la Historia de Roma como nadie, y supo crear un personaje de carne y hueso, Sasia, la viuda, e incrustarla en aquel pasado sin utilizar ningún tunel del tiempo.Julia era una amante de la pintura y una entendida en literatura. Julia sabía de cocina y concinaba como los ángeles. Julia se había pertrechado desde un montón de amigas de una altura intelectual, ética y un espíritu crítico abierto que era un soplo de bienventuranza, y del que ella era la capitana indiscutible. Julia...
Son muchas las cosas que hice para Ignacio de la Concha, que era un gran despilfarrador (como yo), desde una posición privilegiada de falso discípulo predilecto ya que nunca fuí su alumno académicamente hablando. Ordenamos e identificamos decenas de miles de fotografías de monumentos y lugares dispersos por la geografía hispana, perdidas hoy en algún mal archivo de la Facultad de Derecho. Dibujé por indicación suya el anagrama y logo para el Seminario de Itinerarios Históricos que, de forma seguramente insólita, llevaba el nombre de su creador. Preparé con él varias ponencias, organicé a su lado múltiples itinerarios, escuché impávido sus peroratas en las que había perlas valiosísimas, tomé nota de alguna de sus ideas, creé con él otras, nos reímos, aguanté sus lágrimas, lamentamos juntos por España y la decadencia mundial, asistí a misas por Unamuno, me presentó a Fernando Ledesma, a Joaquín Ruiz Jiménez, a...
Por Julia, que, con el paso de los años, se hizo pronto amiga de mi esposa, no hice nada, en realidad. Cuando le comenté, ya fallecido Ignacio, que tenía unos dibujos que estaban basados en la melodromática historia de Carlota Leopolda, (una muñeca y un afecto de niña olvidados en un desván, y descubiertos al cabo de los años, y que debían tener algo que ver con el propio cuento vital de Julia), me los pidió y decoraron la edición que hizo Marta Magadán desde Septem.
Los dibujos fueron publicados en blanco y negro, y algo deformados, para abaratar la edición y encajarlos en el formato de la página, supongo. Como lamento que haya sucedido con la historia verdadera de Julia Ibarra, una mujer de pleno color y talla gigantesca, que el ambiente pueblerino de Asturias, encajó en formato blanco y negro y rebajó de dimensión, para embutirla en una página de la historia local. Catedrática de Latín, escritora de mérito, sutilísima conversadora, organizadora de tertulias que animaba como nadie con dosis abundantes de inteligencia, canapés y simpatía, líder en la sombra, pertenece al grupo selecto de mujeres que aunque sacrificaron mucho de su proyección personal para hacer que las candilejas de la vida iluminaran a su pareja, todavía tuvieron de sobra para brillar con luz propia.
Yo sospechaba ya algo de su inteligente andadura, ya desde las pocas veces que acompañó al laureado catedrático y a su grey en alguno de los Itinerarios Históricos de un llamado Seminario que, en parte financiado por Ignacio Herrero y en parte por Cosmen Adelaida y el propio de la Concha, nos permitía a algunos bienaventurados, viajar casi de papo por España para conocerla muy bien. Formábamos parte de un grupo selecto de secreyentes mejores estudiantes de primero de Derecho en la Muy Ilustre Universidad de Oviedo, facción revoltosa en la que sobresalían el inquieto Luis Arias y el disciplinado Gustavo Suárez Pertierra, del que resultaron ministros, catedráticos, profesionales de mérito y algún descarriado, entre los que me cuento para que no haya dudas.
Julia escribía muy bien, con un conocimiento de las situaciones desde una perspectiva algo decimonónica, pero llena de sutilezas. Julia conocía la Historia de Roma como nadie, y supo crear un personaje de carne y hueso, Sasia, la viuda, e incrustarla en aquel pasado sin utilizar ningún tunel del tiempo.Julia era una amante de la pintura y una entendida en literatura. Julia sabía de cocina y concinaba como los ángeles. Julia se había pertrechado desde un montón de amigas de una altura intelectual, ética y un espíritu crítico abierto que era un soplo de bienventuranza, y del que ella era la capitana indiscutible. Julia...
Son muchas las cosas que hice para Ignacio de la Concha, que era un gran despilfarrador (como yo), desde una posición privilegiada de falso discípulo predilecto ya que nunca fuí su alumno académicamente hablando. Ordenamos e identificamos decenas de miles de fotografías de monumentos y lugares dispersos por la geografía hispana, perdidas hoy en algún mal archivo de la Facultad de Derecho. Dibujé por indicación suya el anagrama y logo para el Seminario de Itinerarios Históricos que, de forma seguramente insólita, llevaba el nombre de su creador. Preparé con él varias ponencias, organicé a su lado múltiples itinerarios, escuché impávido sus peroratas en las que había perlas valiosísimas, tomé nota de alguna de sus ideas, creé con él otras, nos reímos, aguanté sus lágrimas, lamentamos juntos por España y la decadencia mundial, asistí a misas por Unamuno, me presentó a Fernando Ledesma, a Joaquín Ruiz Jiménez, a...
Por Julia, que, con el paso de los años, se hizo pronto amiga de mi esposa, no hice nada, en realidad. Cuando le comenté, ya fallecido Ignacio, que tenía unos dibujos que estaban basados en la melodromática historia de Carlota Leopolda, (una muñeca y un afecto de niña olvidados en un desván, y descubiertos al cabo de los años, y que debían tener algo que ver con el propio cuento vital de Julia), me los pidió y decoraron la edición que hizo Marta Magadán desde Septem.
Los dibujos fueron publicados en blanco y negro, y algo deformados, para abaratar la edición y encajarlos en el formato de la página, supongo. Como lamento que haya sucedido con la historia verdadera de Julia Ibarra, una mujer de pleno color y talla gigantesca, que el ambiente pueblerino de Asturias, encajó en formato blanco y negro y rebajó de dimensión, para embutirla en una página de la historia local. Catedrática de Latín, escritora de mérito, sutilísima conversadora, organizadora de tertulias que animaba como nadie con dosis abundantes de inteligencia, canapés y simpatía, líder en la sombra, pertenece al grupo selecto de mujeres que aunque sacrificaron mucho de su proyección personal para hacer que las candilejas de la vida iluminaran a su pareja, todavía tuvieron de sobra para brillar con luz propia.
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