(Como hoy tengo muchas cosas atrasadas de las tareas que me dan de comer, discúlpeme el lector de este Cuaderno por endilgarle una página de mi Libro "Cómo no montar un restaurante")
Aquel grupo de aventureros culinarios carecíamos de una noción preconcebida respecto a lo que queríamos hacer, ignorábamos dónde ubicarlo y hasta se podría cuestionar el valor de los medios con que contábamos -entre los que sobresalían grandes dosis de capacidad de improvisación y voluntarismo-.
Por eso, no dudará el lector de mi sinceridad si le confieso que no teníamos tampoco la menor idea acerca de los platos que integrarían la carta que ofreceríamos a los hipotéticos clientes.
¿Qué sería preferible?. ¿Cocina española o exótica? ¿Especialidades regionales o el amplio cuenco de la llamada cocina internacional? ¿Tal vez una tasca elegante o una freiduría con extractor de humos, en donde la clientela se tomara de pie unos pinchos mientras sorbía un falseado vermú de solera?
La elección de la Carta dependería, obviamente, de la competencia que encontráramos en la zona de influencia del local. Por eso, hasta que no tuvimos claro el sitio en donde se ubicaría no estimamos prioritaria la definición de los Menús.
Para abrir boca, y dada mi condición de meritorio en términos del capitalismo no intelectual, cuando se nos ofrecía por alguna inmobiliaria, o detectábamos en nuestros paseos por Madrid, algún espacio, yo hice de chico aplicado. Me agencié algunos mapas a escala del distintos barrios, y trazaba con un compás, -extraído de una caja que conservo de mis tiempos de estudiante, y en la que faltan varias piezas-, círculos concéntricos que correspondían a radios de 150 m, 250m y 500m.
Eran las distintas categorías del área de influencia del restaurante, que modificaba también teniendo en cuenta la situación de las bocas de Metro que quedaban incluídas dentro de las circunferencias.Así nos hacíamos una idea de la densidad de población circundante al foco de atracción.
Después, ya personado en el sitio, me pateaba el área, e iba ubicando con paciencia los restaurantes y empresas de entidad que me encontraba al paso. Si llovía, las anotaciones se llenaban de chorretones molestos; pero, aunque no lloviera, como nunca fui demasiado ordenado, no resultaba fácil poner después en claro unas inscripciones tomadas a la carrera que incluían otros datos de interés: tipo de cocina y capacidad del restaurante, por ejemplo.
En cuanto a la especialidad que íbamos a dar al nonato, una primera reflexión conducía al criterio de que, independientemente de la ubicación, si nos decidíamos por la cocina exótica, podríamos avanzar en borradores de Carta.
Carencias en Madrid no parecía haber muchas, y bastaba echar un vistazo a la relación de restaurantes para darse cuenta que lo íbamos a tener crudo de todas las maneras y que, puestos a eliminar riesgos, era mejor centrarse en terrenos gustativos que fueran, al menos, conocidos por los aventureros.
Reconozco, sin embargo, que mantuve algunas conversaciones con un amigo sirio que pretendía convencerme de las posibilidades de hacer negocio con un restaurante que implantara a Madrid las exquisiteces de Damasco, sin darse cuenta que, mientras él hablaba, una voz interna me persuadía de que Alá no me llamaba por este camino lleno de trampas adicionales para un neófito, ya que estaba jalonado por el waraq el enab, y la okra seca. Yo me había quedado en los cuscús y el cordero con almendras marroquíes.
Como se trataba de discutir, hicimos brainstorming acerca de si sería más conveniente trasladar a la capital la idea del chigre de San Martín del rey Aurelio o la de los mesones de Oviedo o Gijón, con mesas altas y sillas algo incómodas para que la gente estuviera poco tiempo y así tuviéramos mucha rotación.
La carta vendría obligada a una clientela apresurada, y se trataba de que pudiera elegir platos en donde se combianaran croquetas, tortillas españolas, albóndigas, empanadas y embutidos ibéricos. La decoración no tendría que ser crucial. Habría papeles y pepitas de aceituna tirados por el suelo, y podríamos traer algunos rastrillos y ruedas de carro desde la tierrina para colgarlos de la pared como amuletos.
Me encantaba la propuesta de ser co-dueño de una tasca. Por entonces me atraían esos elementos del campo norteño que tanto proliferaban en los Rastros y que me recordaban los tiempos de vacaciones infantiles. Ventanas sin marco, madreñas, tridentes y picas de arado podrían decorar las paredes de un restaurante asturiano, y darle el tono regional al ambiente que complementara o reforzara los impulsos de una comida sin pretensiones en la que, si faltaba un cocinero, Marcela y yo vendríamos a ocupar el sitio de los fogones sin problemas.
Pero, a medida que nos decantábamos desde lo desconocido a lo trillado, ibamos descartando opciones. Nada de ambiente popular. Abierto a todo el público, sí, pero que resultara disuasorio para quien pretendiera comer con las manos lo que no fueran cigalas y percebes. Una vez que Javier abandonó el barco, perdimos al mayor defensor de la idea de que lo mejor era montar un mesón y, ya metidos entre la opción de competir con Arzak y Horcher o movernos en niveles medio-altos, elegimos, en fin, la posición más cuerda.
Para seguir avanzando, era necesario utilizar, claro está, el parecer de los expertos. Pusimos en movilización a las familias, y un servidor, como más viajero, se encargó de recoger cartas de todos cuantos restaurantes tenía ocasión de visitar, en comidas de negocio o de placer. No perdíamos comba, y con los sentidos abiertos a la crítica de los que serían competidores, procedíamos a anotar las sensaciones con un rigor que para sí quisieran los críticos de la Guía Michelín.
Preparé ad hoc un esquema que recogía el análisis de cada plato, y amontoné fichas con las opiniones que rellenábamos los comensales, y que abarcaban desde la Textura, a la Temperatura, pasando por la Composición Estética, la Calidad de los ingredientes y la Complejidad del plato. Era una lata. Salir a comer fuera dejó de gustarnos, y a todo le encontrábamos defectos.
Recordé que hacía tiempo había solicitado a los delegados que trabajaban conmigo en aquella gran empresa de servicios en la que estuve de director de actividad un trabajo extra cuando me pasaban a la firma los gastos de representación. Además de indicar en hoja aparte los nombres concretas de las personas de las administraciones públicas con las que habían comido, me debían hacer constar una valoración específica de los platos de la Carta del restaurante de postín en el que habían estrechado los lazos entre proveedor y cliente. Desempolvé la libreta en donde guardaba la fotocopia de las facturas y las inocentes notas de mis otrora subordinados, y a las que había concedido hasta entonces poco interés, pues había conseguido el efecto pretendido, que era reducir gastos.
Tengo que reconocer que repasar aquellas antiguallas me resultó decepcionante. Salvo excepciones inexplicadas -algunos casos de menú infantil, puntuales ejemplos en que era mayor el número de postres, copas de guiski que el de comensales y ciertas cenas en domingo-, prácticamente, mis colaboradores siempre pedían lo mismo: jamón de bellota, pimientos del piquillo, solomillos y cogotes de merluza, regado con vino Rioja Reserva o Gran reserva.
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