Al socaire: Cómo no montar un restaurante
Incorporo aquí un extracto de otro capítulo de mi libro "Cómo no montar un restaurante".
Resolviendo un problema sustancial: El nombre de la criatura
Teníamos que preocuparnos también de cosas más prosaicas. Era imprescindible dar a nuestro proyecto de restauración un nombre, dotarle con una denominación singular, evocadora de delicias culinarias tanto como de paisajes y paisanajes inolvidables. “Hay que encontrar un nombre que la gente pueda recordar, identificándolo con la imagen que queremos dar”. Un cesto fonético en el que colocar nuestros simbólicos huevos.
Pero, ¿qué imagen deséabamos dar? ¿Iba a ser el nuestro un lugar en donde se pudieran tomar platos sencillos, con los comensales de pie o en sillas altas, para conseguir una fuerte rotación de mesas? ¿Preferíamos un restaurante elegante, con cocina de autor, en el que los platos tuvieran nombres que solo cabría interpretar con la ayuda de un diccionario gastronómico?. ¿Serviríamos desayunos, comidas, meriendas y cenas, aprovechando al máximo el local, en el más puro estilo de rentabilizar el espacio disponible, como enseñan las escuelas de negocios?. ¿Para qué público?
Mientras pensábamos lo que íbamos a ofrecer a nuestros potenciales futuros clientes, el problema de resolver el nombre y de adoptar el logo pasó a primer plano. Nos preocuparía durante semanas de forma prácticamente exclusiva, a pesar de mis insolentes sugerencias de que también se analizaran otros aspectos, siempre tediosos pero necesarios. Por ejemplo, las inversiones imprescindibles, las previsiones de facturación, los costes fijos y variables, las necesidades de tesorería, la selección y contratación de personal e, incluso, la primera relación de proveedores.
No se interprete equivocadamente que en aquellos primeros escarceos en los que tomaba forma el proyecto en el que yo habría de empeñar mi patrimonio, dijera que solo hablábamos del nombre. También nos ocupó bastante tiempo la decisión de la decoración, la selección de los terciopelos y cortinajes del local y el signo gráfico que nos distinguiría. Laura, además de neo-restauradora, quería ofrecer desde la plataforma del restaurante su visión como creativa y decoradora. Así que reclamó para sí la posibilidad de crear el logotipo, iniciativa que le cedimos gustosos. Claro que el logotipo debería estar vinculado al nombre, pero aunque nos faltara éste, siempre se podría avanzar en algunas combinaciones de colores y símbolos, que se prodrían después aprovechar.
Atraídos por la posibilidad de una publicidad gratuita, los demás socios entendimos, y sin que hiciera falta expresarlo, que todo cuanto tocara Laura con sus manos podría aparecer difundido en la prensa del corazón sin costar un duro. Para las decisiones estéticas sobre la compleja decoración del local y habida cuenta de que no deseábamos correr riesgos, para lo que no tardó en proponernos un ayudante de excepción, Ramón, un arquitecto-decorador con cursos en Estados Unidos, que había tenido una experiencia frustrada como restaurador y que nos fue presentado, como un aval de fortaleza destructible, como el principal culpable y meritorio de haber decorado la casa que acababa de adquirir nuestra modelo galaico-asturiana.
Iniciamos vivas discusiones para hallar una denominación que tuviera gancho, y, sobre todo, convencer a los demás de que nuestras propuestas eran las más atractivas. Cada día, María Jesús, Marcela, Laura y yo –y en menor medida, Javier, ya algo ausente-llegábamos a nuestra reunión con una retahíla de nombres sonoros, algunos de ellos sencillamente imposibles, pero que defendiamos con vehemencia. Guardo los papeles de aquellas incruentas batallas. Decenas de garabatos, combinaciones de palabros imposibles, listas interminables de denominaciones que hubieran resultado suficientes para denominar a todos los restaurantes del orbe, en castellano, inglés, latín o jerga indescifrable.
Yo quería utilizar el símbolo de la torre de San Nicolás, que caracterizba a nuestra vecina, la iglesia más antigua de Madrid, y convencí a María Jesús para que propusiéramos conjuntamente los nombres del Campanile y de L@ssiete. Incluso dibujé una torre, con su arco, en un garabato ecléctico que me parecía sugerente. Para reforzar la opción de Lassiete, argumenté –aunque no hacía falta, ya que también mis socios conocían el idioma galo- que significaba “plato” en francés. Pero sobre todo lo que pretendía que el nombre hiciera referencia erudita a los siete fundadores de los servitas, la congregación que regía la vecina iglesia, y en la que, según me había hecho saber uno de mis primos que había sido monje y sabía de estas cosas, se dudó durante algún tiempo si todos habían sido hombres o se les habría colado alguna mujer en el grupo, lo que añadía -a mi entender herético- morbo a la propuesta, y admitía incluir el signo de la arroba, que se me antojaba con la misma fuerza que ponerse bajo la advocación de San Pancracio. No tuvo éxito.
Empezó pues una carrera frenética por encontrar un nombre para el local, en la que todos rivalizamos como chiquillos a los que les fuera en el empeño el bocata de la merienda. Como sucede con tantos otros futuros empresarios atraídos por iniciar cualquier actividad a los que había podido conocer a lo largo de mi vida profesional como promotor y analisita de proyectos, nos metimos de lleno en la tarea de hallar una denominación fácil de recordar, no utilizada hasta ahora, sonora, rotunda, simbólica. Todo lo demás, era superfluo. El nombre era la base del negocio, el núcleo del proyecto.
Por entonces nos veíamos prácticamente todos los días, así que las listas que nos intercambiábamos engordaban a ritmo impresionante, y movilizábamos la inventiva de familiares y amigos. Incapaces de abandonar ningún posible nombre, llenamos páginas y páginas. Recojo aquí una pequeña relación de algunos de los nombres barajados: Divina Comedia; La casera de San Nicolás, El Llar de San Nicolás, El gurrinchal (hierro de atizar), La espetera, La tripocha, El notario; La sazón de ser, La huerta de San Nicolás, La asamblea, El refrectorio, El acodo, Trópico de Madrid, Melanio, Blacko, Fusa, El arco de San Nicolás, La travesía, El pensil; Etc.
Marcela y Laura completaron también una lista autónoma, con sus propias afecciones, en la que figuraban, ordenadas por orden alfabético: Acebo, Adelfas, Al Norte, Albatros, Alondra, Atlántica, Basilindas, Bel ami, Bienmesabe, Bomaria, Brezo, Caléndula, Caracolí, Colibrí, Corazón, De novela, Destino norte, El Cóndor, Marciana, El milagro de San Nicolás, El mirlo, El premio, El rompeolas, El serbal, El sueño del Norte, El último romántico; Es la pera, Espérame en el cielo; Excelencia, Futuro, Genciana, Génesis, Golfus, Hibisco, Hidromiel, La ballena azul, La eterna, La garza real, La gaviota reidora, La ilustre, La Martínez, La Pontiana, La quimera, La quimera del norte; Lavanda, La divina, Los mirtos, Memorias del Norte, Milamores, Miosotis, Mirlo blanco, Nacional VI, Nomeolvides, Novelería, Orígenes, Otro mundo, Petirrojo, Punto y aparte, realidad, Remember, Renacimiento, Rosa de los vientos, Ser o no ser, Siempre norte, Tendencia, Todonorte, Tribal, Vértido, Vía arcadia, Viaje Al norte, Viento del norte, Vis a vis.
Algunos de estos nombres ya estaban siendo utilizados por otros restauradores, así que, cuando consultaba la disponibilidad de la marca y les hacía notar que ya estaba registrada una propuesta, la desilusión era grande, como si el nombre eliminado fuera el más apetecible. Los historiadores y curiosos que conocen el final de este cuento, podrán adivinar, entre la hojarasca, el apuntar del que sería, con el paso del tiempo, el nombre elegido, que se habría paso, en un parto incruento, pero trabajoso.
Tratando de avanzar, una tarde construí una lista que pretendía sintetizar las propuestas de todos, pero, mientras la estaba haciendo no me resistí a incorporar varios latinajos, extraídos de la erudición que me había proporcionado mi carrera de Derecho. Había también palabras que reflejaban con lectura fonética palabras anglosajonas, lo que si ahora me parece algo cutre, entonces tenía la intención de dotar de carácter cosmopolita a un invento bastante casero.
Apenas presenté aquel papel sicrético, mis socias sacaron de su refajo una nueva lista, y Laura, que estaba aquel día un tanto autista, incluso se dedicó a añadir sobre el papel y a toda marcha, algunos nombres nuevos. Había estado en Nueva York y venía entusiasmada con el look de esa gran ciudad, que siempre confesó que le encantaba. Traía incluso una carta del restaurante Lock, en negro, austera y elegante y se mostró persuasiva de que esa debería ser nuestra dirección estética.
Inspirado de que habría solo una forma de acabar con el galimatías, propuse inmediatamente sistematizar el proceso de elección, recogiendo todos los nombres que cada uno quisiera presentar a votación, sugiriendo que los caracterizáramos con una puntuación variable de 1 (no me gusta nada) a 5 (me gusta mucho).
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