Al socaire: Optimismo a la medida
El comentario me viene al pelo, porque el asunto del optimismo me trae de cabeza desde niño. Por esta y otras razones, hace unas cuantas semanas propuse como tema para la tertulia que mensualmente celebramos en el restaurante AlNorte, el del optimismo. Invito a los curiosos de lo que allí se habló a visitar la página web: www.alnorte.es , dirección informática donde se encuentran las actas de todas las tertulias que hemos celebrado hasta ahora. En ésta le dimos un repaso a Davos y a Portoalegre, al cambio climático y al hombre post-humano. Seguro que el lector encontrará información de interés, y en el caso de los ciclotímicos, puede que incluso se halle vocabulario para auto-diagnosticarse.
Los especialistas en psicología y psiquiatría que estaban presentes (en estas reuniones procuro reunir a expertos con diletantes) nos ilustraron con que nacemos predispuestos a ser optimistas o pesimistas. Andrés de Miguel, psiquiatra, expresó que hay caracteres predisposicionales de la persona que se unen a los disposicionales. Estos últimos serían las circunstancias sobrevenidas, la buena o la mala suerte. Pero el que nace con el gen del pesimismo lo tiene crudo aunque le toque el Gordo de Navidad, parece.
No me considero pesimista, pero una cosa es como uno quiere que lo vean, y otra, como lo ven. Una de mis referencias favoritas es la de que “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”. No se si esa frase tan atinada la hubiera podido descubrir yo, de no haberlo hecho antes Antonio Machado, pero encaja como anillo al dedo a lo que quiero expresar.
A nivel general, no son muchas las oportunidades que nos da el presente para sacar a brillar las alegrías. El deterioro ambiental, las muchas guerras (siempre sin sentido), el terrorismo -el lejano y el cercano-, las desigualdades sociales, las obras, la especulación urbanística, la corrupción, etc.
Claro que también se pueden enumerar motivos de alegría: El mundo occidental va bien, España va mejor, el paro alcanza niveles estructurales, ha llovido suficiente para arrumbar el riesgo de sequía y restricciones (al menos este año), las mozas de buen ver enseñan con esplendidez sus dones físicos (que me perdonen las féminas de menos ver), el fútbol pierde adeptos, etc.
En serio: Propongo que dediquemos unos minutos diariamente a sonreir a los desconocidos. En el metro, en el autobús, en el trabajo, en el ascensor, en la calle. Al principio, puede que el destinatario de nuestra expresión facial crea que nos hemos vuelto estúpidos. Pero, si nos devuelve nuestra sonrisa con la suya, habremos hecho algo por mejorar el nivel de optimismo en el mundo, porque los entendidos dicen que la parte disposicional (vamos, lo circunstancial) puede elevarse por contagio colectivo.
Si además de sonreir al prójimo, dejamos de darnos patadas por debajo de la mesa, o hacernos putaditas (el diminutivo es improcedente) cuando no nos ven, dejamos quieto el manjar que no vamos a comer, y si ayudamos al otro a superar sus dificultades, ya ni te cuento. Exito garantizado: el optimismo mundial mejorará varios enteros.
Solo nos queda por exponer el resto del plan: formar con los adictos a disfrutar de la vida una pequeña legión, y andar a exigirles a quienes nos complican la vida utilizando sus poderes más altos, que no se molesten tanto en convencernos que debemos ser felices. En lugar de mostrarnos indicadores de bienestar, que controlen mejor los recursos, persigan a los que roban del erario, detecten y abominen de endogamias, impulsen sin temor a quienes pueden hacerles sombra, sometan a escarnio a quienes tuerzan leyes y deformen realidades a su antojo, trabajen todas las horas que se cobran, tengan más contacto con el pueblo y menos con sus compañeros de partido, etc...
A falta de mayores disquisiciones, al fin y al cabo, ya el arziprestre (de Hita), con otras palabras, expresaba los dos deseos capitales que llevan al optimismo a todo varón : tener manduca y lograr la atención de una hembra placentera.
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