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El blog de Angel Arias

Editorial de Entiba: Tiempo de ocio en época de negocios

 En junio de 1990 (para el número 15 de la revista ENTIBA), el administrador de este blog, escribió para la publicación del Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste de España este editorial. Hace dieciséis años, hace muchas singladuras.
 Ya se sabe que este mundo está ahora lleno de profesionales muy ocupados, individuos coronados por el éxito de haber sido declarados imprescindibles, que corren raudos desde lo urgente a lo importante con su maletín de piel repleto de informes con gráficos tipo appel-pie pero hechos con ordenador, y a quienes es posible sorprender camino del café de media mañana con unos papeles en la mano, cruzando los semáforos en rojo. Autómatas programables que saludan a cualquier conocido con jaculatorias del tipo "tengo que hablar contigo pero hoy llevo mucha prisa", o "un día de estos te llamo y comemos juntos".  

Estos ejecutivos verdaderos o un poco imaginarios miden su ritmo por varias decenas de llamadas telefónicas al día, envían mucho fax, comen casi a diario (nunca solos) en restaurantes de cuatro tenedores un pescado blanco entre vuelta y vuelta ayudado con agua mineral sin gas y una ensalada, y a las ocho y media de la tarde, antes de volver para casa, pasan por el gimnasio y juegan quince minutos al squash librando mil toxinas con cada revés de la raqueta, con lo que llegan nuevos al hogar -es un decir- para ver un poco de televisión y dormir las ocho horas entre pesadillas. 

El Dios de la Biblia castigó al hombre a ganar el pan con el sudor de su frente (y también, by the way, a la mujer a parir a sus hijos con dolor y a estar sujeta a la voluntad de su marido), pero esta sentencia ha pasado al terreno de la metáfora. La mayor parte de los mortales tienen hoy relativamente poco trabajo, y, desde luego, se preocupan menos por el pan (que engorda) que por las vacaciones en Yugoslavia o en Acapulco (que fardan mucho). 

El mundo parece haberse dividido dramáticamente en tres grandes grupos desde la vista oblicua del trabajo. Los que no lo tienen, pero lo anhelan; los que lo tienen y lo maltratan; y los que lo adoran como al becerro dorado.  

Están en primer lugar, aquellos que no tienen trabajo, y que en España se acercan al 20 % (a salvo de mejores criterios estadísticos), y cuyas posibilidades de conseguirlo, si lo buscan por primera vez o tienen más de cincuenta años, son bastante escasas. Para estos, el ocio es un castigo, una penitencia de la que hay que salir como si mantenerse en este estado fuese el peor oprobio.  

La segunda categoría la forman la mayoría de los que tienen un puesto de trabajo, pero se preocupan lo imprescindible por hacerlo rentable a terceros, salvo las naturales excepciones que toda regla contiene. Estos mortales acomodados al mundo que les rodea, cambian papeles de sitio, ejecutan de vez en cuando alguna idea de los demás y tratan de cumplir sin estridencias el horario, pensando en las vacaciones desde enero y en el tiempo libre desde septiembre. El ocio es el premio por el trabajo realizado, la vía de escape tan deseada. 

Finalmente, están aquellos que parecen haber venido a este mundo a demostrar que son mejores que ninguno, que concentran sobre sí jornadas semanales de setenta horas, asumen por donde pasan la dirección de los problemas de los demás (o así parece) y cuya destreza les permite hablar tanto de reconversiones como de inversiones en Sudamérica, de joint ventures como de franquicias, hábiles todoterreno que compaginan comidas de negocio con cenas de cumpleaños con la secretaria, leen simultáneamente el informe del Banco Mundial y el periódico local donde se anuncia la próxima inauguración de un Parque Tecnológico, y muchas otras proezas similares. 

Este último grupo alardea de poseer un imán para el trabajo. Prisionero de la demostración y de la prisa, multiplica los minutos, pasa por alto lo accesorio, saca conclusiones importantes con los cuatro últimos conceptos. Alguien afirmó: Dad a uno de ellos una fotocopiadora y una idea, y estremecerán su mundo. Porque estos héroes de manual americano no tienen tiempo libre, y hasta sus momentos de ocio los meten en la agenda: aquí un concierto de ópera (cuando en verdad la música no les gusta), allá la recepción en la embajada alemana (porque a lo mejor va el Presidente de la Volkswagen), mañana una reunión en el Club Náutico (para organizar un campeonato de hípica). 

A medida que el avance tecnológico va reduciendo a pasos agigantados el tiempo de trabajo disponible para distribuir entre tantos aspirantes a ocupar un puesto digno, muchos de nuestros contemporáneos se encuentran con que tienen más tiempo que deben programar por su cuenta y riesgo. Una responsabilidad para los jóvenes (y sus padres y educadores) que atiborran las discotecas y las calles de la zona de vinos, con el vaso de cerveza en una mano y los ojos idos por la papelina. Un caramelo envenado para jubilados que pasean su soledad entre la partida de cartas y las cuatro paredes de la casa. Una llamada a la imaginación de multitudes de ciudadanos que el viernes por la tarde llenan el coche de esperanzas sin originalidad para buscar un poco de expansión al mismo sitio en donde generalmente encuentran al vecino de puerta, después de horas de caravana. 

Ell tiempo, desgraciadamente, no se estira
. El reto es saber cómo ocuparlo, para qué, con qué pretextos. Para algunos, como un rayo de esperanza, el tiempo libre es todavía el tiempo sobre el que se puede decidir la forma de entregarlo a los demás, con el que uno se concentra en lo que le gusta verdaderamente hacer para ser algo más humano.

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