Libros y ricos
Escribo esto el 23 de abril de 2012, en que se celebra el Dia del Libro. Las Bibliotecas Municipales de Madrid (que es donde vivo) regalan un libro, nuevo, a todos los que hoy se deciden a sacar otro de sus estantes.
No están los hornos para bollos, y la simpática bibliotecaria que me atiende, y a la que insinúo, cuando le/la felicito por la iniciativa, que "el Ayuntamiento está tirando la casa por la ventana", me replica de inmediato que "en absoluto, porque ése no tiene un duro. Los libros son todos de donación".
Así que, del montoncito que había sobre el mostrador he seleccionado uno relativo a la guerra de la Independencia, editado por la Comunidad de Madrid, y que es obra de tres autores muertos en olor de calidad: Alejo Carpentier, Blanco White y Pérez Galdós.
En realidad, ya tengo ese libro, pero me encuentro algo aturdido. Cuando volvía a mi despacho, después de haber recogido de un procurador el enésimo escrito y documentos de una de las partes contrarias a las que yo defiendo -siempre del lado de los pobres-, me he tropezado con una cola de personas que sobresalía de El Corte Inglés (en Goya), donde se ofrecía el género, como en todas las librerías en ese día memorable, con un 10% de descuento.
Pregunté a uno de los desocupados que aguardaban turno, y me respondió, tan solícito como ufano, que el acontecimiento mundial que perturbaba el ocio de estas buenas gentes era que estaba firmando el prolífico pensador César Vidal ejemplares de su último libro, que se titula algo así como "De lo divino y de lo humano. Las pasiones en la Biblia".
Hubiera creído que en los barrios tenidos por ricos de la capital de España, la gente anduviera preocupada por la Bolsa, ya que no por la sostenibilidad global o la caída del empleo ajeno.
Pero no. Las calles del centro bullen de actividad a cualquier hora: parejas de señoras de buen ver entrando a saco en los comercios, ya sean de joyas como de ropa exterior; cafeterías en donde se cobra el café a tres euros sin sonrojo; tipos con cartera y aire de comerse el mundo entre cerveza y tapita de gambas, que van de un sitio hacia ninguna parte a ganarse los euros con que acomodar el qué dirán.
Y, encima, pagan por los libros. Al menos, por alguno. Eso sí, aprovechándose que, con ocasión de la muerte de Cervantes y Shakespeare, dieciocho euros valen como veinte un día al año en las librerías; qué importa que en las bibliotecas públicas, regalen resúmenes de Historia; eso es para los pobres.
Aunque para leer lo que cuenta César Vidal sobre pasiones de personajes que los judíos hicieron célebres gracias a la Biblia yo no pagaría ni un duro. Ya tengo bastante con leer los periódicos -físicos como digitales- sobre pasiones y vicios de algunos de mis contemporáneos, ésos que están protagonizando su remake (1).
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(1) Remake es una horrible palabra, de una lengua foránea, además, pero que forma parte del escaso acervo gramatical de la juventud actual, a la que dedico, como su defensor in pectore, este Comentario.
(R.A.E. remake. Anglicismo evitable que puede sustituirse por los equivalentes españoles (nueva) versión o adaptación, según los casos. Así, en «Esta película es un “remake” del cuento de Collodi» (Mundo [Esp.] 3.12.95) o «David Greene dirigió un mediocre remake televisivo de este clásico» (LpzNavarro Clásicos [Chile 1996]), pudo decirse versión o adaptación; y en «Tuvo la película [...] un enorme éxito, e incluso fue objeto, años más tarde, de un “remake”» (Abc [Esp.] 4.7.89), pudo sustituirse el anglicismo por nueva versión.)
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