Cuentos para solitarios: Pasión por la lectura (Parte 1)
Me gusta la poesía desde niña. No toda, desde luego. Esa poesía que llaman social, violenta, no me atrae. No quiero decir que esté en desacuerdo con la necesidad de mejorar el mundo, pero creo que no es adecuada esa forma de expresión literaria para difundir los mensajes de reforma.
Estuve siempre enamorada de Gustavo Adolfo Bécquer. Me lo imaginé, desde que leí los primeros poemas suyos, como alguien desvalido, a quien sería muy reconfortante proteger con cariño.
¡Cuántas veces recordé aquellos versos que, si podía, recitaba en voz alta, casi a voz en grito: "Tú eres el mar y yo la alta roca que desafiaba su poder, quisiste doblegarme o morir, no pudo ser"!
-Tu hija salió romántica empedernida, -expresó una vez mi padre, que era maestro industrial en una fábrica de corte de chapa.
Así me sentía yo, en efecto, romántica empedernida. Lo era aún después de haber terminado con sobresaliente la carrera de Medicina; pensaba presentarme a la siguiente convocatoria de plazas Mir, para optar a la especialidad que más me atraía, la geriatría, y pretendía consultar en el tablón de anuncios de la Facultad el anuncio del comienzo de las clases preparatorias.
Ninguna información había aparecido al respecto.
Recuerdo que era un día caluroso, como Madrid nos tiene acostumbrados a finales de julio. Un hombre de unos cuarenta años, que sujetaba un perro de raza setter y llevaba unos horribles pantalones cortados a media pierna, se acercó también con la aparente intención de descubrir algo de su interés en la misma vitrina.
El bicho me olió.
-No tema al perro. No muerde si no se le enfada -anunció, sin que yo le pidiera explicación, aunque tal vez debió advertir que no me agradan mucho los animales de compañía.
Como no tenía nada que hacer allí, ya me iba, cuando el individuo me preguntó:
-Perdone, ¿está usted esperando las notas de alguna asignatura?. ¿Tal vez, patología quirúrgica? Porque saldrán mañana.
Creo que fue entonces cuando reconocí a uno de los profesores de prácticas de la fastidiosa asignatura, encargado de uno de los grupos a los que yo no había pertenecido. Tenía fama de ligón con las alumnas.
-Por fortuna, ya he terminado la carrera, aunque no de estudiar. Estoy esperando el anuncio de las clases para la convocatoria del Mir.
-Entonces, colega -aclaró, risueño, el propietario del perro- debemos tutearnos. Y, para corregir el resultado de mi petulante metedura de pata, propongo tomar algo fresco con lo que combatir este calor. Tengo la moto en el parkíng y, si no tienes miedo a acompañarnos a Renco y a mí en un vehículo con sidecar, sé de un sitio en donde aún hacen la horchata exprimiendo chufas, como cuando tú no habías nacido.
No podría explicar el motivo por el que no supe negarme a una invitación tan improvisada, tan forzada, con los antecedentes que obraban en mi memoria del comportamiento del dicharachero, pero a los pocos minutos estábamos enfilando hacia Madrid.
Así que me encontré agarrada a la espalda de un desconocido en varios frentes y, al lado, acomodado en el sidecar e irguiendo la cabeza como en una viñeta de cómic, un perro lanudo que se comportaba de forma tan apacible como si yo le hubiera estado sirviendo el pienso toda su vida.
(sigue)
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