Al socaire: Si quieres mejorar tu inglés gradualmente, vete a Tokio, y luego a Ciudad del Cabo
Cuando participo en una reunión de angloparlantes, provenientes de varios países, incluídos aquellos en los que el inglés coincide con su lengua materna, me acuerdo del pulido británico que subió a la tribuna de conferenciantes en una convención a la que asistí en Budapest. Intervenía después de una ponencia fonética y gramaticalmente penosa de uno de los colegas japoneses, y empezó diciendo. “Espero que los diligentes traductores, después de haberse enfrentado con el inglés de los franceses, el de alemanes e incluso el de los japoneses, no vayan a desfallecer ahora con el inglés de los ingleses”.
Parece un chiste, pero no lo es. Las mayores dificultades de traducción por parte de los intérpretes, la producen los nativos de la que es para ellos su segunda lengua, porque tienden a hablar rápido, improvisan sus comentarios respecto al guión original, tienen un discurso más desordenado y se comen los finales de las palabras. Si, como sucede habitualmente con las reuniones internacionales, el idioma oficial es el inglés, todo va bien hasta que les toca hablar inglés a los ingleses. Entonces se producen los penosos silencios en la transmisión por los auriculares, corren las azafatas con ánimos desatados para avisar al conferenciante de que tiene que disminuir la velocidad de su discurso, y los traductores deben disculparse porque dejan frases a las que les falta el complemento circunstancial, o la mitad de las oraciones subordinadas.
Los que tenemos con frecuencia que expresarnos en una lengua que no es la nuestra, sea o no el inglés, preferiríamos que no nos apabullasen con un lenguaje florido, en el que se mascullan la mitad de los finales de palabra y no se nos trasladara la equívoca impresión, atendiendo al rostro de nuestro interlocutor, de que los tiempos exactos de los verbos jueguen un papel sustancial para comprender el sentido de una frase.
¡Cuántas divertidas conversaciones y que estupenda sensación de amistad he podido crear con italianos o brasileños, chapurreando una mezcla de lenguas vernáculas con añadidos para mayor precisión de nuestro acervo común de palabras en inglés!. Y qué molesto -on the contrary- resulta advertir que nuestro interlocutor parece tener dificultades en comprender nuestras –in our own opinion, of course- atinadas filigranas, desde su pedestal de dominio del idioma que le dieron sus padres (his/her mother´s language). Como si el mérito no fuera el del otro, el del que se esfuerza en expresarse en una lengua ajena...
He notado que existen tres actitudes generales, que me atrevo a calificar de estereotipos, cuando se trata de calificar la paciencia del genuino angloparlante frente al extranjero que habla en inglés con su mejor voluntad, pero con lagunas: el americano actuará como si su interlocutor lo entiende todo, largándole amplias y complejas parrafadas, intercalando abreviaturas y nombres de lugares exóticos y personas que no conoce ni su padre, sin que le importe demasiado la respuesta o el comentario del otro. Resultan, en general, estupendos maestros para el segundo nivel linguístico y para elevar la autoestima, y para darles cuerda solo se necesita hacer medianamente bien un par de preguntas. El problema está en saber qué es lo que nos han dicho, en especial si tenemos que contárselo a terceros.
Los ingleses, en particular los educados en Oxford, se negarán a entendernos, con lo que la conversación languidecerá por ambas partes, acabando en un inane intercambio de frases cada vez más cortas, sobre la familia, el tiempo, el trabajo y la comida inglesa. Resulta interesante la situación para acomodar la autoestima y estimularnos para conseguir un mejor conocimiento del idioma de Shakespeare de inmediato (Por cierto, ¿era ese Sheikspir, el que escribía obras de teatro infumables?).
Aunque podría presumir de hablar inglés perfectamente, puesto que estoy escribiendo en mi idioma preferido, debo reconocer que mis interlocutores deseados son los sudafricanos y, en segundo lugar, bastante más distantes, los australianos. Hacen esfuerzos por entenderte y, con un poco de hábito, acabas entendiéndoles casi todo, porque se aplican en emplear un vocabulario restringido para ponerse a tu altura. Y hablan de todos los temas imaginables, sin cortarse un pelo. No puedo decir nada especial acerca de las mujeres sudafricanas o australianas, pero si demuestran tanto interés en otras actividades como en las realacionadas con la comunicación, ríanse mis lectores masculinos de las italianas. Bueno, y ríanse mis lectores de los italianos, de paso.
Por cierto, digo esta última tontería -nonsense- porque he leído en un periódico italiano que más de la mitad de las naturales del país de la bota simbólica hacen el amor una vez a la semana, lo que las coloca en el primer lugar del ránking europeo -¿a ellas, o a sus parejas?-, seguidas a corta distancia de un pelotón diverso en el que figuran las españolas. Espero que la frivolidad de este comentario no desaliente a los sesudos seguidores de este Cuaderno, si es que los tengo, pero de vez en cuando me parece que toca cachondearse un poco, aunque el objeto de la risión seamos nosotros mismos -ourselves-.
O.K.?
0 comentarios