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El blog de Angel Arias

Cuentos de pareja: Residencia para ancianos

Los macarrones no le gustaban. Los preparaban sin ninguna gracia; aquéllos estaban duros como peñas, y los trozos de carne de cuarta sabían a plástico envuelto en tomate frito liofilizado. Qué tiempos en Italia, que fidellini a la impronta napolitana preparaba el dilecto Giorgino, siempre al dente, perfectos. ¿Sabría siquiera la cocinera de esa residencia para ancianos lo que era hervir las pastas al dente?. Claro que no.   

Rememoró las bellas canciones que se oían al atardecer, como producidas por sirenas y neptunos, ascendiendo intrépidas hasta la recoleta Taverna del Porto, donde había un mirador para curiosos impertinentes. Las empinadas luces de Sestri reflejándose caprichosas en el quieto mar de Ligure se conservarían para siempre en su retina, como lo estaba en su sentido del tacto la sensación del calor de aquellas manos de hombre que apretaban las suyas. Emilio se llamaba aquella cálida añoranza.

Este salón, por el contrario, era patético, decorado sin gusto; los sillones, tapizados con un estampado de flores descomunales, estaban asimismo ilustrados con manchas amarillas en casi todos los asientos, producto evidente de sesiones de incontinencia de aquella panda de ancianos, generación de viejos puestos a morir. Eso era lo peor. La casa estaba llena de seres achacosos, moribundos, y, en consecuencia, antipáticos. Aunque sonrieran, se hicieran bromas, dismulasen sus sentimientos, daba por supuesto que eran gente como ella, sin ganas de vivir.

Le molestaba oir alguna risa, porque solamente le parecían con sentido las quejas, incluso por los motivos más nimios. Justificaba las críticas despiadadas ante cualquier fallo que podría parecer fuera de allí fácilmente disculpable, por una razón conceptual. Tenía explicación tanta desgana: ya lo habían vivido todo. A la novedad, no le encontraba más destino que la destrucción, demostrando que era falsa o inútil. Esperaba impaciente a que surgiera su rostro de fantasía literaria, para lanzarse sobre ella, analizarla con rencor y deshacerla a dentelladas.  

Estaba cenando en una mesa, sola. La sala-comedor se había ido llenando de gente, vestida como para fiesta, pero con cara inexpresiva. Algunos, más impedidos, se acercaban a sus sitios habituales pasito a pasito, arrimaban las muletas o los bastones contra el respaldo de las sillas, y se sentaban en el lugar que les correspondía. Raramente se intercambiaban las buenas noches entre compañeros de mesa. Ocupaban su asiento tradicional y esperaban a que les sirvieran. Podría haberse oído el crugir de los huesos al sentarse. A las siete, se arreglaban para la misa y después de la celebración, se quedaban un rato en la sala de estar hasta que les avisaban para la cena por los altavoces de ambiente. Entonces  pasaban al comedor.

Así un día, y otro. Hasta el final. Ella, como no pertenecía a ningún grupo, ni simpatizaba especialmente con nadie, solía recogerse en una esquina del salón, incluso situándose de cara a la pared, en gesto de rebeldía cuyo destinatario era quienquiera que recogiese ese mensaje. Alguna vez, claro,  le habían castigado de niña por traviesa, por haber escrito zorra en la pizarra entre los nombres de capitales del mundo, por haber leído una protesta contra la clase de matemáticas en lugar de la acción de gracias durante los actos religiosos de fin de curso. Pues así, ahora que era vieja, se castigaba ella a sí misma.  Encontraba siempre razones para no estar de buen humor, pero la de hoy era más seria.

Ayer había vuelto a echar de menos a otro compañero de la residencia, y cuando preguntó por el, le dijeron que lo habían trasladado a Alcorcón. La residencia de Alcorcón era la antesala inmediata de la muerte. Cuando te llevaban allí, era para que no te vieran morir los demás. Desaparecías, y a las dos o tres semanas ya estaban celebrando tu funeral los que todavía quedaban en pie, recitando oraciones, que parecían para el muerto, pero estaban destinadas a los vivos.  Impresionada por esa evidencia, al principio de la tarde, se había sentido mal, y pidió que le mirasen la tensión. La enfermera se la encontró alta. "Veintiuno", dijo. "Doña Engracia, tiene que cuidarse más. Debe hacer algo de ejercicio, y, sobre todo, no comer tanto dulce", le había recomendado la niña.

Ella llamaba niña a la enfermera, y a todas las chicas que atendían en el comedor, y a la directora nueva -una gordita que tenía cara de haber sido abandonada por su novio por un plato de lentejas- y a la fisioterapeuta, que aunque peinara canas no hacía más que reirse como si no hubiera sufrido todavía el primer revés.  Era una risa floja de virgen necia: “Por Dios, doña Engracia, sonría, que yo no le he hecho nada”, argumentaba la pobre chica. “Qué me vas a enseñar tú a mí, que lo he vivido ya todo, ricura", se explicaba la anciana, encogiendo los hombros. 

Miró a los lados cuando se cansó de concentrarse en el empapelado de la pared. A la derecha, separadas por un estrecho pasillo, defendidas por un muro invisible, estaban tres estiradas de alma y arrugaditas de faz que habían nacido, según se creía, de ilustre cuna. Todavía conservaban los altos humos, los falsos redaños para alimentar sus propias fantasías. Se atiborraban el ego hablando de criados que ya no tenían, de tierras que habían incautado y repartido sus hijos y nueras, de grandezas que se les habían extinguido para siempre. No necesitaban escucharse unas a otras, se sabían de memoria. Largaban su rollo sin importarles ya lo que las otras dijeran, por turno riguroso. Cuando les retiraran los platos de la comida y los manteles, aquellas viejas reviejas se harían poner un tapete verde y se concentrarían en jugar al cinquillo.

Era un juego sin sustancia, parecido a otros que nunca le habían gustado, que no desarrollaban la inteligencia ni la estrategia. A ella le había gustado el bridge, pero quién se ponía a educar a esas rancias plebeyas que alardeaban, torpes, de árbol genealógico. Mientras jugaban, callaban, y eso al menos era de agradecer. Se concentraban en el juego, contaban los puntos, los anotaban en una hojita de papel, y pasaban así el tiempo hasta que dieran las once, momento justo en que la voz metálica advertía por los altavoces que era hora de retirarse y que iban a apagar de inmediato las luces de los salones.

De vez en cuando venía a visitar a una de ellas (que se decía nieta de José María Pemán, o de José María Pereda, o alguien de la literatura) una sobrina de Valladolid o de Válgamelapena, y entonces las tres se iluminaban, la paseaban orgullosas por el jardín y encargaban chocolate con churros a la niña de servicio, y si hacía buen tiempo se iban todas en  taxi a la calle Hortaleza, a comer picatostes con chocolate. Qué envidia. 

Cuando entró Manuel, le llamó la atención su aspecto muy cuidado, de persona que entiende de detalles. Pero cuando se acercó más, le descubrió unos lamparones de grasa inmesos en la solapa del traje gris y sintió algo de piedad al notar que arrastraba los pies, seguramente deshechos por los juanetes. Tenía el poco pelo peinado hacia atrás y la mirada azul clara extraviada; no debía ver bien. Estaba ausente, parecía asustado, como a quien hubieran cambiado de entorno sin equipaje de ningún tipo.

La cuidadora que lo acompañaba estuvo un momento indecisa, dudando entre otras alternativas, antes de dirigirse hacia ella. -Doña María Engracia, ¿permite que se siente a su lado don Manuel?. Acaba de llegar y todavía no conoce a nadie.“-Por mí, que se siente. No me lo voy a comer, aunque apetito si tengo, ya que aquí nos matáis de hambre a poco que una tenga educado el gusto. “-dijo María Engracia. Y, sin más circunloquios, le espetó: "Estos macarrones están incomibles. ¿No me puedes traer otra cosa?." “-¿Quiere que le haga una tortilla?," preguntó solícita la joven asistente, mientras Manuel se sentaba, musitando alguna cortesía.

La niña era rechoncha, simpática, paciente. La apertura de la bata blanca le hacía enseñar hasta el comienzo de los muslos. ("Pero guapa, no te parece un poco indecente enseñar tanta pierna?." "Total, aquí nadie se fija en lo que enseñas", le había dicho en otra ocasión). "-Buenas tardes. Mi nombre es Manuel Alvarez. Espero no molestar", aclaró, por si hacía falta derrochar buenos modales, el recién llegado.  María Engracia no le contestó. Volvió a dirigirse a la camarera, tirando del borde de su bata como si temiera que se fuera de allí sin terminar de atenderla, y se interesó nuevamente por las variaciones del menú. "¿Una tortilla de qué?". "Puedo mandarle hacer una tortilla francesa con jamón de york." "Peor todavía. El huevo me sienta fatal. ¿Por qué no me traes un trozo de empanada de berberechos?. Vete a la Casa Gallega de la esquina, y cómprame una porción. Toma el dinero que haga falta de mi bolso." La jovencita la miró con paciencia. "No puede ser, no es adecuado para su dieta. Además, las empanadas tienen pimiento y Vd. no puede comer picantes." "Sí, sí. Dí también que no puedes salir a comprar nada a estas horas. Estamos ya en toque de queda, como en la guerra.".

Engracia abrió enfadada su bolso, que había conservado sobre el regazo, sacó un fajo de billetes,  y lo tiró al suelo: "Tengo mucho dinero. Mucho dinero. Cómprate tú lo que quieras y cómetelo a mi salud, niña, y que te aproveche. -la chica recogió los billetes, sin mirarlos, y se los puso sobre la mesa- “¡Traime la tortilla, y si me duele el estómago, lo sufrirás también tú toda la noche, porque te voy a llamar, juro que te voy a llamar, para que veas cómo me retuerzo de dolores!”. 

Todo el comedor miraba la salida de tono de la anciana, y se elevaron algunos cuchicheos. Unicamente Manuel pareció quedarse sumido en sus pensamientos. Había llegado hacía dos horas a la Residencia y ocupado la mejor de las habitaciones, la que tenía el saloncito con el tresillo azul y el dormitorio algo más grande.  Hacía ya varios años que se había quedado viudo, sin hijos, rico. Había resuelto hacía muy poco el dilema que se planteaba abiertamente entre sus sobrinos, sobre quién debería quedarse a vivir con él, aguantarle los años que le quedasen de vida y heredar a cambio el chalet grande del que era propietario en Guadalix de la Sierra, rompiendo de paso la idea de que se resistía a abandonar el usufructo del esfuerzo de toda su vida de trabajo en manos de alguien de la familia, a cambio de que le cuidasen los achaques.

No era tan mayor, pero estaba enfermo. En esa casa estaban sus recuerdos, los fantasmas de Carmela, su mujer, el recuerdo tutbio del hijo que se murió ahogado en la piscina, cuando no tenía ni cuatro años. Se sentía cada día peor, y no tenía ganas de discutir con nadie. Así que vendió el chalet, las pequeñas posesiones, las acciones en Bolsa, y calculó fríamente lo que necesitaba para vivir cinco años en aquella residencia geriátrica, calculando la actualización al 5 % de inflación anual media, para cubrirse un poco. Dejó esa cantidad en la cuenta bancaria, que se consumiría al cabo justo de sesenta meses, que fue el plazo máximo que se dió de vida. El resto del dinero, se lo regaló a la ONG International Solid Wastes Reusal, la primera que encontró en su camino de regreso desde el Banco a casa, adonde volvió para recoger la maleta con sus pocas cosas personales, como quien se va de viaje. Entregó a la muchacha de la recepción la bolsa con la pasta (“Para vuestro proyecto más querido”, le dijo) y se fue, sin querer dar ni el nombre.

Hacía justo un mes había reunido a sus sobrinos y les dijo que le parecía bien ir a una Residencia, y que ya había encontado una, pulcra muy profesional, en Cáceres. (“¿Cáceres? ¿Qué se te ha perdido a tí en Cáceres? ¡Nos será más difícil ir a verte!”, protestó Luis Miguel, mascando chicle. “No tendréis tanto problema después de lo que voy a comentaros ahora”, continuó, poniendo cosa al enigma). Entonces les dijo también que no habría herencia. Fue una tarde muy dura. Se marcharon enojados y no hubo más llamadas. Por eso, no le importaba demasiado que los demás ancianos parecieran más o menos contentos, un pelillo poco o nada integrados.

El ya tenía lo suyo bien dispuesto, estaba ya de viaje, con su maleta a punto. María Engracia dió una nueva vuelta con el tenedor a los macarrones, y, sin probarlos, observó con curiosidad como a él le servían una ensalada de tomate y espárragos verdes. "¿Por qué no me dijiste que había ensalada?", preguntó a la niña del comedor. "No la hay. Sobraron algunos tomates de la preparación de la comida de la mañana. Pero Vd no la quiso al mediodía. Dijo que no le gustaban los espárragos". "Pues, mira lo que son las cosas, ahora me apetece". Así que le trajeron inmediatamente de cocina una tortilla de jamón york con unas rodajas de tomate y dos trigueros escuálidos. -Perdone, ¿me puede acercar la sal? -preguntó el recién llegado, con una vocecita viril, pero desmayada.-Aquí no hay sal en las mesas, -aclaró la anciana-. Los mejunges ya vienen con la dosis justa de sal desde la cocina, para que nadie se desmarque salando de más, y así se le suba el colesterol, la bilis o las porras en vinagre.-Pero yo soy diabético. -protestó suavemente el otro- A mí la sal no me hace ningún daño.-Pues ya ve. Aquí nos tratan a todos por el mismo rasero. Esto es un Ejército, pero para lisiados, y el que manda nos pone el mismo uniforme, sin que le importen las medidas del cuerpo. 

Como un niño obediente, se comía todo lo que le habían puesto en el plato y ella advertía que trataba de encontrar frases agradables para prolongar la conversación. "¿Su marido fue militar?", le preguntó, por preguntar. "No. ¿por qué lo dice?" "Como la he oído ya poner dos ejemplos relacionados con la milicia, pensé que... tal vez. -enrojeció algo-. Fue una imprudencia por mi parte, lo siento".

Ella advirtió de pronto, como una sensación llena de intrigas, que no le iba a caer tan mal el recién llegado. Al menos éste tenía conversación y ponia empeño. Le habían gustado siempre los hombres suavecitos, tímidos. Tenían posibilidades de actuación, un atisbo de cambiarles la cuerda. Seguro que éste se dejaba guiar, que nunca había tomado una decisión sin consultar a su esposa. Tenía un aire elegante, por más que las dos manchas de grasa de la solapa parecieran condecoraciones al descuido. Parecía desvalido, desde luego, y con toda probabilidad era de los que agradecían el esfuerzo que le dedicaran los demás. No como su difunto Jorge.¿Pero qué diablos estaba pensando?. ¿Le preocupaba algún hombre, ahora, a sus años?. ¡Que les diesen pan con queso!.

Todos eran desvalidos allí. Aunque lo disimularan de distintos modos, cuantos se encontraban en aquella pensión de lujo eran vidas acabadas. Para flirtear estaban, vamos, a la pata coja y con la bolsa de heces en la mano. "Mi esposo era propietario de una agencia de viajes. Murió en el accidente de Fuerteventura", disparó, como quien lee el Telediario. Lo dijo en un tono tan tajante, que él no se atrevió a pedir aclaraciones. Debía haber sido un accidente de aviación, imaginó, un suceso terrible, de esos en los que no queda ni el apuntador. Recordaba confusamente una catástrofe aérea acaecida hacía veinte o treinta años. Sería aquélla.

La miró fijamente, pero únicamente sentía curiosidad por precisar el rostro de su interlocutora. No veía bien y tenía que concentrar la mirada para enterarse, y ejercer además bastante imaginación. Una viuda antigua, supuso. Una mujer enamorada a la que el azar le siega de golpe el proyecto de futuro con el hombre amado. Le habían atraído siempre las mujeres cabezonas, algo indómitas, duras. Parecía una compañera interesante, del tipo de mujer resoluta que no se deja avasallar. El muerto imaginario debió haber tenido que bregar para controlar aquella fuerza sin caer vencido en el empeño. Ella tenía el pelo todavía entrecano, y aunque no la había visto todavía de pie, por las manos largas y finas,  sabía que se encontraba ante una mujer alta.

Tal vez había sido muy guapa. Tenía los ojos vivarachos y la boca pintada con cuidado, aunque las arrugas de la cara traicionaban muchas horas de sol, el ajetreo en quien sabe qué cosas. Uno de los trozos de espárrago se le resbaló del tenedor y, tropezando en la corbata, cayó sobre la mesa. "Se me cae todo. He perdido sensibilidad en las manos", se justificó. Ella se fijó en los lamparones del traje y le apeteció encargar que trajesen el bote de polvos talco. Pero la voz del hombre interrumpió su intención. -Perdone la posible impertinencia, pero diría que yo a usted la conozco. Hace mucho tiempo que no la veo, con seguridad, y no consigo recordar en qué situación, pero aseguraría que nos hemos visto antes.“-Tuvo que ser hace más de cinco años, porque ese es el tiempo que llevo en esta cárcel, y sólo salgo para ir a misa los domingos”, dramatizó ella, acentuando el tono de mártir. Pero se fijó también en su cara y, sin precisarlo tampoco, tuvo igualmente el sentimiento de que se conocían. Más precisamente: le pareció que se encontraba con un antiguo y dulce conocido, un resto de frustrado flirteo juvenil, alguien que hubiera estado muy próximo a ella, hacía quién sabe cuanto tiempo,  y cuya intención no hubiese prosperado.

Pero qué estupidez, qué mala pasada producen los lapsus de memoria, cómo aceptar que un novio se hubiera quedado atravesado en el recuerdo. Decididamente, tenía hoy un día muy raro. El insistió: “-Su cara me resulta conocida, desde luego. Si no fuera porque me parece una grosería, le pediría que me enseñara una foto suya de hace varios años, cuando usted era más joven “. Fue tal vez por el movimiento de momentánea desolación, la cara de alarma que se le puso cuando el espárrago tomó nuevamente vida propia, pero ella sintió que sí, que era cierto, que también lo conocía. ¿De qué?-No sé, no tengo ninguna foto. Las he quemado todas hace tiempo. No quiero vivir con los recuerdos. -¿De veras?. Tuvo que haber sido usted muy hermosa. Yo, por el contrario, he sido bastante feo. Mis colegas me llamaban Frankes, por Frankestein, ya sabe.  

El sacó la cartera, y con mano temblorosa, le alargó una foto de un hombre joven, con barba cerrada y descuidada, ojos tristes y orejas grandes, más pequeños los unos, más grandes las otras, que los que ahora tenía Manuel. "Soy yo. En aquél entonces era consejero de Hacienda en la comunidad de Madrid. Pudimos habernos visto en aquella época". Ella miró la foto atentamente, lo envolvió a él. Aquellos ojos eran familiares, pero, decididamente, no se conocían de nada. Y tampoco era tan feo, pensó.-No pudo ser allí. La política nunca me ha interesado. Tampoco a mi marido... -y, ofreciendo una variante, continuó-. A lo mejor coincidimos en algún viaje de los que organizaba mi esposo en la agencia. A veces me llevaba con él, por más que a mí nunca me hizo gracia el avión. Presentía que un día iría a pasar lo que pasó. Pudiera ser, pudiera ser.

Su imaginación se desbordó. Los cuchicheos del salón parecían concentrarse en Doña Engracia "La Paloseco" y en el nuevo, que habían ligado una conversación en la que estaban enfrascados. El le daba vueltas: ¿Podía tratarse de aquella mujer que conoció en un viaje a Cuba?. Era muy cierto que iba acompañada de su esposo, que era muy simpática, que parecía tener ganas de esa aventura lateral que buscan los europeos a los cuarenta.  La chica había bebido algo de más y fue fácil convencerla de hacer el amor en una calleja por la que se empeñó en ir andando hacia el hotel. El no la veía muy bien, se le cruzaban sombras con los rasgos ciertos por culpa de las cataratas y la diabetes, pero, en conclusión, admitió que su cara que no le recordaba en absoluto a aquella otra mujer, que era rubia y más pequeña. Y que, ahora matizaba mejor, hablaba un poco de alemán, lengua que la voluntariosa Doña Engracia con su acento andaluz, no emplearía ni para hornear bizcochos. (“Quiero hacer mi primer Seitensprung contigo”, le susurraba al oído la rubita, agarrándose a su cintura, mientras él no le quitaba ojo a un negro grande, que, desde la ventana del final de la calle, les miraba inquietante, limpiándose los dientes con una navaja).

Había visto mucha gente, en sus años de profesor universitario, de político, de conferenciante activo sobre la amenaza de la globalización económica. Quién recuerda tantos rostros. Podría tratarse incluso de alguna de sus alumnas. "También he sido profesor de Teoría económica en la Complutense durante cuatro cursos", tanteó, para dar nuevas pistas.  “-¿Teoría económica? ¿Explicaba fórmulas para aumentar los impuestos?”,  preguntó la anciana, tomándose el último trozo de la tortilla sin masticar, intrigada. Aquella mujer debería tener sesenta años, así que raramente hubiera podido coincidir en sus clases. "Yo estudié violoncelo. Bueno, por lo menos lo intenté. Dejé de estudiar cuando preparaba el examen final. Mi padre cambió de ciudad y no encontramos a nadie que me tutelase para mi último curso,  allá en Alburquerque".  

-Tenemos peladillos de postre -interrumpió la asistente, retirando platos y cubiertos de la mesa.-¿Qué es eso? -preguntó la anciana. Manuel se apresuró a responder, impresionado todavía por las recientes revelaciones:-Son una mezcla de ciruela y melocotón. En otros sitios se les llama nectarinas.-Prefiero helado, -dijo María Engracia a la niña-. Como por la mañana.-Por la mañana no tuvimos helado. Hubo natillas.-Pues tráigame las nectarinas, si todo va a ser tan complicado. María Engracia, aunque no lo confesó entonces, trataba de recordar también, en un esfuerzo por fijar al desconocido en su pasado. ¿Sería...?. No podía explicarlo bien, pero asociaba al nuevo a recónditas imágenes sexuales. Vagas historias de pasión. Porque ella había tenido un amante, cuando sólo contaba diecisiete años. Vivían entonces en Córdoba. El estaba casado y era vecino en el mismo inmueble. Ella hacía prácticas de chelo de hasta cinco horas diarias, y él sugirió que porqué no utilizaba el bajocubierta que había habilitado en la zona de desvanes. Era la manera de no desesperar a todos con tanta repetición de solos para aquel instrumento diabólico. Sus padres accedieron, porque el vecino era serio y la propuesta coherente. Tenía un hijo pecoso y una mujer aún más pecosa que trabajaba de enfermera a turnos.

Un día estaba ensayando la parte del chelo en el Quinteto de cuerda de Boccherini y se abrió la puerta, apareció el vecino, dijo que le gustaba mucho cómo tocaba y que si podía quedarse a escuchar. No dijo más en todo el rato, pero cuando ella estaba introduciendo las partituras en la carpeta, después de haber terminado, se le cayó una y, cuando se agachó a recogerla, él se levantó de su asiento como para ayudarla, le dijo que la notaba muy sofocada, le levantó la falda diestramente como queriendo comprobar algo y le acercó algo caliente entre las piernas. Sintió mucha vergüenza, algo de curiosidad, bastante miedo. Pasó el trago. No debía haber seguido utilizando el altillo, pero, como otras cosas que se hacen sin que sepamos explicar porqué, no lo comentó con nadie. Aguantó varios días repitiendo la misma sintonía personal hasta que el abogado se acercó otra vez, le pidió que tocara La sinfonía concertante de Haydn y, cuando empezaba a templar, le acarició nuevamente las piernas, abiertas para sostener el aparatoso instrumento. Tembló muchas veces al recordarlo, pero había pasado tiempo y, sobre el recuerdo abierto, había vertido mucho olvido. Estuvieron así cuatro meses, jugando. Aquel hombre la había hecho sentirse mujer, manchando su pureza y demostrándole pronto el vicio que anidaba en ella,  meclando sentimientos de gozo y de vergüenza. Ella se sentía loca como una cabra, pero no hacía nada por evitar la situación. Al contrario, se apasionaba cada vez más. No sabía ni el nombre del amante, su vulgar apellido se perdió en la memoria. Era todo oscuro. Cuando se cruzaban en la escalera, se decían Buenos días o Buenas tardes muy formalmente, y hasta su propia madre le había reconvenido por ser poco cortés con un vecino que se portaba tan bien dejándole el altillo. 

Una de las señoras de la mesa vecina se acercó a la pareja. "Perdón. Les veo tan enfrascados en la conversación, que no puedo por menos que preguntarles. ¿Se conocían de antes?". Manuel se levantó respetuosamente, haciendo que una cuchara se le cayera sobre la moqueta. "Buenas noches, señora. Me llamo Manuel Alvarez. Mucho gusto en conocerla." "¿De verdad que no se conocían?", insistió la curiosa. "No, en absoluto. Es la primera vez que nos vemos", desmintió rápidamente Engracia. "Nunca te ví hablar tanto tiempo seguido con nadie", apostilló la entrometida, marchándose, pero aún tuvo que decir: "A tus setenta y cuatro años, se te ha  iluminado la cara como a una jovencita. Creo que hasta te pusiste algo colorada". Manuel, al oir la edad, sintió un sobresalto. Aquella mujer le llevaba más de diez años. Se había engañado. De pertenecer a algún sitio en sus recuerdos, Engracia pertenecería a la generación de su madre.

Revisó las últimas imágenes y opiniones que se había formado de ella. Qué vitalidad. Imposible pensar en encuentros afectivos del pasado. Nunca había intimado con mujeres tan mayores. Con seguridad, por tanto, no se conocían. Se estaban confundiendo con otras personas. Para dismular el impacto que le había producido conocer la edad de la señora, pronunció lo primero que se le vino a la cabeza: "Madrid es duro para vivir, ¿verdad?. Yo echo de menos Córdoba. Allí sí que me hubiera gustado pasar mi vejez. Pero, lo que son las cosas,  únicamente pasé mi más tierna infancia, esos años que se disfrutan bien en cualquier sitio." -¿Córdoba?. Yo he vivido en Córdoba cuando era una jovencita. Pero a mi padre le trasladaron, así que la dejé cuando tenía dieciocho años.  Entonces a él se le vino encima, como un alud, la pátina amarilla de una joven atractiva que tocaba un raro y pesado instrumento que no había identificado por entonces, porque con sus cortos cinco años no tenía la más mínima cultura musical. Esa chica era su vecina, y se entrenaba en el piso de arriba. Tocaba bien y era muy hermosa, con unas piernas largas y blancas, y un pelo liso como de actriz de teatro, y cuando se cruzaban en el descansillo le manoseaba los rizos y le llamaba "pecoso".

Recordó también que una vez su madre le vistió de niña de los pies a la cabeza porque le había sorprendido manoseando unas braguitas que aunque le dijo que se habían caído del tendedero de sus vecinos, él había encontrado en el altillo. Su madre le vistió con una faldita de encajes, y un gorro blanco, y unos zapatos de charol, y le mantuvo así durante toda una tarde. "De esta forma aprenderás a no hacer marranadas, para que no seas tan torcido como tu padre", le había dicho su madre, que tenía muy, pero que muy mal genio.  -"Creo que me acuerdo del momento en que nos conocimos", dijo él. "Mi hermana mayor estudiaba flauta clásica en el Conservatorio de Córdoba, y yo iba a veces a buscarla con mi madre. Siempre me gustó contemplar a aquellas chicas mayores que yo, tan atractivas. Las admiraba, aunque obviamente no me hacían ningún caso. Incluso las deseaba, a pesar de ser un niño recién destetado. Seguro que tú estabas allí, que eras una de ellas". Puede ser, pensó ella. “Eras un niño precoz”, musitó. Pero al mismo tiempo le vino a su propio  recuerdo  una imagen rota y arrugada de la esquina más insensible de la mente, que pugnaba por volver a salir como las caras de Vélez. Fue que, cuando estaba en su cada vez más falsa práctica del chelo con el vecino, un niño irrumpió para avisar a su padre de que le llamaban al teléfono. Aunque la pareja habría jurado que la puerta estaba cerrada, no les venció la sorpresa y se dieron mucha prisa para ponerse en orden, e incluso ella, arreglándose la falda como quien busca algo, le ofreció rápidamente  al pequeño un caramelo que tuvo la suerte de encontrar en un bolsillo. Unos ojos tristes y asustados se le habrían quedado clavados en el alma. En ese anciano torpe, ahí, estaba aquel niño. 

La enfermera se acercó con el postre. "He podido encontrar algo de helado en la nevera". "Demasiado tarde. Me he hecho a la idea de las necorinas esas". "Nectarinas", corrigió él, sonriendo con más fuerza. Unicamente podría explicarlo él, pero parecía contento de haber recuperado un trozo su pasado, y, en la euforia, encontraba que su vecina de mesa, a pesar de los muchos años, mantenía su atractivo. Los dos pensaron simultáneamente, que habían conseguido ocultar al otro las claves que poseían de una historia turbia que les había unido en el pasado, y, como no tenían a nadie a quien contárselo, se sintieron satisfechos y tuvieron lástima del otro. Aunque eran mayores, y estaban cansados, y tenían el alma llena de roces y heridas que nadie sería capaz de evaluar correctamente sin herirlos aún más, esa sensación de amor en el vacío les hizo creer que sólo necesitaban tiempo para explorar lo que pudiera unirles el futuro. Porque la esperanza necesita poca tierra para crecer en el corazón humano.

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