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El blog de Angel Arias

Agrocultura

La primera vez que encontré la definición de agricultor como "guardián del campo", fue en un libro sobre "La nueva ruralidad en la América Latina", editado en Colombia por la "Editorial Pontificia de la Universidad Javeriana".  Hace un par de semanas se lo oí repetir a Ramón Tamames, en una conferencia que nos dió a los amigos del Club Español del Medio Ambiente en Cañada Real (Madrid).

Uno de los muchos errores con los que se planteó la posición española, desde la ilusión desaforada por entrar en la Comunidad Europea que nos embriagó a todos en las últimas décadas del pasado siglo, tuvo lugar en relación con el campo.

Se ignoró o menospreció, y no se ha corregido hasta hoy la equivocación, que necesitábamos mantener vivo el campo, y que era imprescindible para ello conseguir vinculaciones entre quienes lo habitaban y su cuidado.

La acumulación de errores ha implicado, en una enumeración que no pretendo sea completa, la obligación de la jubilación de los viejos agricultores, a cambio de percibir una pensión, el desprecio hacia la conservación y revalorización del bosque (es decir, del monte, como decimos en el norte), la eliminación de la cabaña ganadera familiar, la ausencia de incentivos hacia el asentamiento en las zonas rurales y, no en última posición, la aparición de dos subespecies del homo asfálticus, autodefinidas como "amantes de la naturaleza".

La primera, la más dañina, supone la alimentación desaforada del ansia de devorar paisajes, instalando en ellas adefesios arquitectónicos, o destrozando, porque no se sienten dueños de ella sino solo consumidores, zonas que, aunque se llaman "reservas" o "parques naturales" son progresivamente dominadas por la feracidad de zarzas, helechos y el crecimiento naturalmente desordenado de la vegetación, y en la que subsisten, en precario desequilibrio, zonas mínimas de esparcimiento, que se ocupan los fines de semana hasta la extenuación de su biología.

La segunda, menos dramática, pero igualmente destructiva, la producen bienventurados económicos que se empeñan en comprar por cuatro perras casas y tierras abandonadas en los pueblos que han dejado de ser agrarios, pensando en ocuparlas un día -que no llega- para estar cerca de la tierra. 

El resultado de tantos despropósitos es la pérdida del campo español. En lo que fueron pueblos florecientes, malviven ahora ancianos pensionistas, que apenas pueden arrastrarse de sus destartaladas viviendas solitarias hasta los pequeños huertos en donde cultivan cuatro berzas y algunas patatas (por ejemplo), limpiando a diario el recinto que llaman comedor, junto a la cocina de leña, porque esperan la visita ocasional de sus hijos, estajanovistas en la ciudad en donde soñaron con su opulencia.

Hay una cultura del campo que es imprescindible recuperar, y no tiene nada que ver con lo que se estila en centro Europa, en la que hace tiempo que han dominado la naturaleza para convertirla, exclusivamente, en fuente productiva de las empresas agrarias.

No se ha conseguido con la reparcelación -eternamente inacabada-, no se ha favorecido con la hipoteca que significan ocasionales instalaciones de aerogeneradores en las crestas montañosas, y, por supuesto, no tiene nada que ver con esos proyectos persistentemente destinados al fracaso, de "turismo rural" o "casas de alquiler rurales", en las que los citadinos ambiciosos de consumir paisaje pretenden desintoxicarse de los humos de las capitales, pasando unos días entre lo que fue campo próspero, recogiendo bonsais para sus macetas de salón o llenado los estómagos con chorizos y lacón con grelos comprados en un supermercado abastecido por una multinacional.

Es cierto que el agricultor era el guardián del campo. Pero esa profesión ya no existe. Levantadas las puertas del campo para que entraran los consumidores de lo que va quedando de él, solo nos queda lamentar que hemos abandonado a su suerte una parte fundamental de nuestra naturaleza, y, como no podemos comer asfalto, hemos reducido simultáneamente nuestras opciones de contactar con lo que somos. Biología. Una parte del ecosistema en extinción.

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