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El blog de Angel Arias

Jugando en corto: El placer de pescar

Ahora que está a punto de abrirse la temporada de pesca de algunos salmónidos, no estará de más hacer la alabanza de ese deporte que tiene tantos aficionados. El pescador de trucha, en especial, merece atención como una subespecie no siempre bien comprendida.

Hélo ahí, levantándose de madrugada, para llegarse al tramo de río que habrá escogido como lugar de antñas pescatas inolvidables. Un amigo recordaba que los santos de cierta iglesia deberían haber sido pescadores, pues sus posturas recordaban, manos y brazos abiertas, las posiciones que esos esforzados del río utilizan para magnificar sus hazañas. A medida que van pasando los días, la imaginación de los pescadores es capaz de convertir una jornada lluviosa con apenas un par de mordidas, quizá fallidas en resultado, en una memorable historieta de éxitos.

Las truchas son animales, en realidad, muy poco sagaces. En los momentos en que estos animales están en el río, cuando bullen las aguas porque se estén cebando ante cualquier eclosión de efímeras, estos alargados animales morderán cualquier cosa que se mueva, con tal de que se les ofrezca al alcance de su lugar de caza.

Ya sé que habrá algunos pescadores que, en la misma jornada y en el mismo tramo de río, serán capaces de engañar a varios animales, en tanto que los inexpertos cosechrán un rosco. Me he pasado horas, días, meses, observando las evoluciones de las truchas, en desembocaduras, pozos, riachuelos de ancho menor de un metro o en ríos  en los que nadie osaría adentrarse. He pescado en aguas quietas y turbulentas. También, por supuesto, he vuelto a casa con las manos vacías muchas veces.

Para pescar, lo fundamental es encontrar un tramo de río en el que los animales no estén resabiados. Y ofrecerles, preferiblemente, un cebo vivo: lombriz, maravallo, mosca. La lombriz –pequeña, recién cogida, enhebrada de forma que deje la colal libre para que pueda moverse en el agua, es infalible. Hay que arrastrarla con mimo cerca de las orillas, en los pequeños pozos, una y otra vez, sin desanimarse. Y cuando la trucha muerda, no hay que apresurarse, hay que dejarla tragar.

Para pescar a mosca, conozco quien prepara pacientemente los más variados señuelos: estos aficionados de altura, eligen anzuelos, brincas, plumas, lastres, caparazones de látex e hilos, tratando de reproducir o imitar las moscas y las ninfas naturales. El placer que produce engañar con una mosca artificial realizada por uno mismo es infinito. Pero, junto a reproducciones maestras, he tenido igualmente éxito con burdas imitaciones, apenas un plumón atado torpemente a un anzuelo, moviéndolo desesperadamente en el río.

Hace ya tiempo que no me llevo nada a casa. Mi satisfacción es, simplemente, engañar al animal, para después, soltarlo, cuidando de hacerlo con las manos húmedas. La secreción de adrenalina es similar, la satisfacción, inmensa. Y tiene la ventaja de que, cuando llego a casam no tengo que explicar a nadie si he tenido o no un buen día de pesca; siempre ha sido bueno, por definiciòn.

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