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El blog de Angel Arias

Al socaire: Demos más seguridad a nuestras ciudades, y si los ingleses no quieren que se fume en las suyas, allá ellos

En el Reino Unido, el Gobierno se  plantea la posibilidad de prohibir fumar en las calles, creando zonas de exclusión, libres de humo de tabaco, a propuesta del concejo de Westmister. Si te pillan encendiendo un cigarrillo en esos sitios concretos, te multarán.

Aunque la noticia que yo he leído, y que me sirve de base para este comentario, no precisa las razones, supongo que es debido a que fumar es perjudicial para la salud, contamina el aire y significa un mal ejemplo para los jóvenes.
 Aseguran que la medida no va a prosperar, pero que siempre está bien abrir el debate ciudadano sobre la posibilidad, para hacer boca.

Estamos muy lejos en España de que una medida como esta pueda plantearse, ni siquiera como sensibilización sobre lo importante que es tener aire puro para respirar sobre el asfalto, y mentalizar al ciudadano que no basta poner ozonopin en el vehículo.

Para que tenga sentido abrir un debate de primer nivel, hay que superar varias etapas ganando los campeonatos de segunda división en eso de los derechos cívicos. Aunque no hay que descartar que, dado el afán político de aparecer como que estamos a la última, igual de pronto nos hacen saltar varios peldaños y nos prohiben fumar hasta en el water. Que a algunos -no fumadores, incluso- nos ha parecido harto desproporcionada y a destiempo la medida de separar a fumadores de no fumadores en restaurantes y bares, cuando en este país el yantar y beber juntos es la manera que tenemos de hacernos más amigos. 

Poca credibilidad tendría en estos predios abrir un debate sobre la contribución de los fumadores, incluso empedernidos, a contaminar el aire de las ciudades. Asumo así que la razón principal de prohibir fumar en la calle, habría de ser que el que ahúma, contamina, porque ya me dirán si a alguien le importaría que los otros se maten a nicotina, o como les peta, mientras haya guerras por el mundo.

Dado el grado de contaminación de nuestras ciudades, perseguir a los fumadores controlando el aire que expelen, sería querer eliminar los decimales en una cifra de millones. Tengamos inversión térmica o no, para limpiar el aire por lo mayor habría que sacar de las ciudades los automóviles privados -y redescubrir el placer de pasear-, amar los árboles -y no llamar así a los arbustos o al césped inglés-, controlar el uso y el maluso de calefacciones y aires acondicionados -y volver a construir las casas con criterios de ahorro de energía-, perseguir, en fin,  con firmeza las acciones de particulares, industrias y comercios que queman dónde y cómo les parece. Por no hablar de pirómanos vocacionales o lde subproductos de la siquiatría de puertas abiertas que aprovechan sus asuetos para quemarnos un bosque, como quien sale a tomarse unas cañas.
 

Siendo más realista, c
omo el próximo año va a haber elecciones municipales, me propongo indicar en este cuaderno algunas prioridades que podrían figurar en los programas de los que se postulen para alcaldes. No he hecho ninguna encuesta de opinión, pero tengo por seguro que, de poder constearme el hacerla, los resultados confirmarían  estas apreciaciones intuitivas. 

En primer lugar, sugiero a quienes quieran representar al grupo de ciudadanos del que me constituyo en portavoz improvisado, que tomen interés por mejorar la seguridad de nuestras calles. La seguridad es un concepto polivalente, que tiene como núcleo el objetivo de hacer más habitables las ciudades, especialmente, el centro de las grandes.

El centro de una ciudad es la tarjeta de visita de una colectividad, lo que no dejan de ver los forasteros, donde se concentra la historia de un pueblo, allí donde nació, en donde quedan monumentos y restos del pasado. Estamos frescos. Cada vez más sucias, más inhóspitas, más desoladas, más impresentables, nuestras ciudades se mueren por el centro, que es por donde debía llegarles la savia.

Es imprescindible contar en ellas con mayor presencia policial, pero no para nuestros agentes que se pasen el tiempo del turno charloteando y riendo de sus cosas en corrillos. Muchas veces, se les ve con tal disipación que se podría creer que forman parte de un grupo de jóvenes disfrazados; da reparo acercarse a ellos incluso para preguntarles por una calle, porque temeríamos interrumpirles su fiesta.

Hay que dotar de movilidad a estos números, poniéndoles las pilas de su verdadero cometido, obligándoles a que recorran sistemáticamente la zona que se les haya asignado, y actúen. Son agentes, no pacientes. Que peinen su zona, vamos.

No es tan imprescindible que consuman su celo en denunciar a los coches que hayan superado en un par de minutos el límite marcado del parquímetro, y sí que traten de evitar con su presencia vigilante los hurtos y robos en las calles, que se han convertido en tarjeta de visita de nuestras ciudades para los turistas, causa de pavor para los ancianos, y temor experimentado para los noctámbulos. Queremos una policía que denuncie y acoja con profesionalidad las denuncias ciudadanas, que las documente con diligencia y las tramite con eficacia, y que, como tarea constante, cuide de que se mantenga el orden y se respeten las leyes y ordenanzas, etc.

Esa policía, por ejemplo, ha de saber qué hacer con los borrachos que producen altercados en la calle, no ha de temer enfrentarse a los violentos con firmeza, no mirará  para otro lado cuando se tope con desarraigados estropeando mobiliarios urbanos o ensuciando la calle. Interpretando correctamente la democracia, sabrá distinguir lo que es un ciudadano normal, de un antisistema; un exaltado, de un drogata; una mala tarde, de un alcohólico crónico; sabrá qué hacer con un gamberro, un grafitero, un alborotador, un tironero, un navajero, un fichado, etc.

A esa policía también le habrán dado instrucciones sobre cómo comportarse con los llamados sin techo que ocupan plazas, soportales, zonas públicas y privadas, para pasar el día y la noche. A veces pienso que la misión que les han encomendado es arropar a estos -desde luego- pobres desplazados, muchos de ellos, alcohólicos, desquiciados, heridos de muerte por la vida. Pero, yo me pregunto, cuando nos veo pasar por entre grupos de desharrapados malolientes que hacen sus necesidades en la acera y amontonan litronas junto a las cajas de cartón donde pasarán la noche. ¿Queremos una ciudad dominada por fantasmas, cocidos de alcohol y drogas, preparándose sus latas de sardinas al fuego de unos muebles viejos, delante de nuestros, por lo demás, legalmente protegidos, monumentos nacionales? ¿Lo vamos a consentir mientras prohibimos a los, digamos, ciudadanos de orden, fumar en esas calles?... Uff

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