Al socaire: López Obrador, el mal empecinado
Solamente desde mi cariño hacia México, un país cuya estabilidad política juzgo imprescindible en el delicado contexto de las relaciones internacionales, quiero volver en este cuaderno sobre los resultados de las elecciones por la presidencia de México.
El anuncio de Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido por la revolución Democrática (PRD), perdedor por una exigüa diferencia, ratificada ahora por la instancia del Tribunal Electoral mexicano, de no acatar el veredicto que rechaza su impugnación y declara válidas las elecciones presidenciales del pasado 2 de julio, es una grave decisión personal que proporciona un golpe bajo al sistema democrático mexicano y anuncia una crisis política que pasará una tremenda factura al país, en un momento en el que México debiera dar en el contexto de los países latinoamericanos ejemplo de madurez y tranquilidad.
El Tribunal Electoral ha puesto de manifiesto que durante el proceso electoral se cometieron algunas irregularidades, pero que no se consideran de total relevancia como para cuestionar el resultado. En su Informe, afirma que las graves denuncias presentadas por la coalición Por el Bien de Todos no pudieron ser comprobadas por el tribunal o no perjudicaron más al PRD que al PAN. En particular, la injerencia del presidente Vicente Fox, descalificando al candidato del PRD durante la campaña, se entiende como la mayor irregularidad detectada, pero no se juzga absolutamente determinante para invalidar la elección.
Quiere esto decir, que Felipe Calderón ganó las elecciones a la Presidencia de México, y es desde ese momento presidente electo, legitimado para gobernar el país hasta 2012, y que ha de hacerlo por el bien de todos los mexicanos. Resistirse a no reconocerlo así, autoproclamándose presidente en un plebiscito popular anticonstitucional, una Convención Nacional Democrática, como pretende hacer AMLO el 15 y 16 de septiembre, es convertirse en un revolucionario.
México no está para revoluciones. Señalar la división del país en dos Méxicos, concentrando la animadversión entre las regiones más pobres y las más ricas, no es trabajar "por el bien de todos", sino por la guerra civil. Para sacar adelante a la Federación de las desigualdades y superar la marginación de algunas zonas, hay que trabajar desde la unidad de México y dejar actuar al Presidente elegido por las urnas como presidente de todos los mexicanos.
Una fórmula que me vale tanto para Bolivia, para Venezuela, para Colombia, como para cualquier otro país latinoamericano que, con las imperfecciones propias de quienes reúnen en su seno las consecuencias de siglos de explotación interior, de primacía de los intereses caciquiles sobre los populares, de ignorancia, analfabetismo, incapacidad y pésima utilización de los recursos, se encuentran ahora ante la perspectiva de un horizonte mucho mejor.
Una perspectiva en la que los que antes se sintieron explotados pueden hacerse democráticamente con el poder, no con ánimos de revancha, sino presentando un programa mejor. Sin romper la baraja. Porque eso sería empecinarse en la posición revolucionaria antidemocrática que siempre ha conducido a la guerra civil o al levantamiento militar, y ha traído como consecuencia real, profundizar en la marginación y en la pobreza.
Me ratifico, por lo demás, que, en las situaciones de países en desarrollo, y pongo la experiencia de España como ejemplo, la izquierda tiene que ganar por amplia mayoría. Disputar el poder con uñas y dientes, en la idea de propiciar el cambio sustancial en los sistemas sociales y económicos de un país, con una mínima mayoría conseguida arañando un puñado de votos, es demostrar una grave ignorancia de cómo se avanza, de verdad, en democracia. Los grandes cambios hacia la igualdad se consiguen, sí, por la presión de los menos favorecidos, pero tienen que ser asumidos por las posiciones liberales de la derecha. Mi sugerencia modesta sería que López Obrador y sus cabezas de fila estudien más Historia.
2 comentarios
Administrador del Blog -
De acuerdo, pues.
Luis -