Jugando en corto: Varios perfiles del paisanaje de Asturias: Sergio Alvarez Requejo
Ya hace más de dos años que Sergio Alvarez Requejo anda moviendo sus proyectos por sitios en donde hay que suponer que a las buenas ideas no les ponen zancadillas. El 7 de enero de 2007 se murió de cáncer y tuvo, cómo no, en San Juan el Real de Oviedo, una despedida multitudinaria.
Sergio jugaba muy bien al dominó y en el Club de Tenis de la capital del Principado participaba en una tertulia casi muda -cierro al dos, te colgué el seis doble, no llevo pitos- de prejubiletas y funcionarios en la que era difícil conseguir que pagase los cafés. Como yo estaba viviendo en los Madriles, no fui jamás vencido por esa afición tardía y, para mi mayor pesar, tampoco pude asistir a darle el último adiós.
El si fue a despedirse a mi restaurante, en una de esas falsas recuperaciones en las que se convencía o se dejaba convencer de que ya estaba curado. Vino acompañado de Rosa Elisa y algunos de sus hijos. Yo tampoco estaba aquel dia. Con su temperamento exquisito, alabó todo lo que le sirvieron, no aceptó la invitación y, cuando lo llamé para darle las gracias por la visita, me dejó unas palabras algo enigmáticas en el libro virtual de los honores del restaurante: "Te falta solo plantar un par de manzanos en la terraza y traer el Cantábrico a la Almudena para que desde este sitio no eches de menos a Asturias".
Como otras veces, la perspicacia de Sergio me había dado en el clavo de la sensibilidad. A la caída de la tarde, cuando aún no habíamos abierto para el turno de la cena, no faltando el humor, yo me sentaba en la terraza de aquel falso negocio que concebí como la prolongación del salón de mi casa, y, en la calle peatonal sin ruidos ni voces, me creía transpuesto a la tierrina.
Fueron muchas las veces en las que Sergio y yo nos encontramos en la vida de ambos, y por muy variados motivos, profesionales y personales. Siempre mantuve con el y con los suyos una sintonía sin fisuras.
Son lazos imperecederos que se construyen, en las ciudades pequeñas, sin necesidad de verse todos los días. Solo con sentir con el otro está ahí, que te aprecia, que lo quieres.
Su querida hija Beatriz fue secretaria del Colegio de Ingenieros de Minas del Noroeste cuando yo era vocal de aquella Junta que creó Entiba y otras iniciativas de interés. Elena Carantoña, hija de Cruz Alvarez Requejo y del también desaparecido Paco Carantoña, director del mejor El Comercio, fue compañera inquieta y sabihonda en los tiempos de mis escarceos políticos con el Principado. No voy a citarlos a todos, pero con muchos miembros de esa familia grande de Sergio tuve y tengo relaciones sin precio.
Las crónicas de su sepelio hablan de que asistieron cientos de antiguos compañeros de las múltiples tareas en las que se involucró, de hoz y coz, como siempre hizo, Sergio.
Gentes del campo que también se cultiva en los despachos, como el director del Instituto de Desarrollo Rural, Santiago Alonso, pero a las que no les importa mancharse las botas de boñiga y barro cuando hace falta. Amigos de la música, como Jaime Martínez -con cuyo hermano, Alfredo, compartí durante algunos años un despacho en la Investigación Operativa de Ensidesa- o como Jaime Alvarez-Buylla, entonces presidente de la Filarmónica de Oviedo.
Y estaban también en San Juan, juntó al párroco Fernando Rubio, el de la voz tronante y el corazón almohadillado, los fundadores de aquel invento genial que duró tan poco y acabó tan mal, que fue la UCD asturiana, junto a Sergio, como Alvaro Vega, Luis Riera y Adolfo Barthe-Aza, gentes de las que ya quedan pocas.
Y estarían muchos otros, de los que las crónicas no hablan, pero que yo sé que apreciaban a Sergio como a alguien de los suyos.
Sergio hizo como ningún otro por la manzana asturiana y, sobre todo, por la manzana de sidra. Inventó de la nada la Pomológica de Villaviciosa y la Fiesta de la manzana -dicen que a partir del modelo del Apple Blossom, de Washington, pero a mí me parece que fue al revés, que lo copiaron-. Estudió y seleccionó cientos de tipos de manzanos y otros frutales -y era un gozo ver aquella finca, destacando sobre todas las de Asturias-, pero no se quedó ahí. Nunca se quedó ahí.
Ingeniero agrónomo de convicción, estuvo metido en prácticamente todos los proyectos que tenían algún interés, real o potencial, para el campo asturiano, experimentando, probando, impulsando, dando opinión, siempre sincera pero, aún mejor, siempre técnicamente fundamentada.
Yo lo tuve (como otros que sabíamos de su esplendidez y la utilizábamos, porque él era dadivoso con todo lo que tenía, aunque para eso había que caerle bien, es decir, ir de frente y sin recovecos) de consejero particular en los temas del campo y de la ganadería, cuando me pusieron en las manos el proyecto titánico de crear nuevas actividades para Asturias que sustituyeran al carbón y al acero, que ya estaban cayéndose a toda velocidad.
Juan Carlos Rodríguez-Ovejero -que era director del IFR- y yo lo utilizábamos como mentor, consejero aúlico y, a veces, como paño de lágrimas. Si nos hubieran hecho caso -a él, por lo que decía y sabía, a nosotros por lo que aprendímos de él y trasladábamos a veces a los eriales de la política trapacera- otro gallo nos hubiera cantado en la corrala.
El paso del Iryda a las autonomías regionales privó a Sergio de su puesto de capitán de la entidad malaiya, por culpa de malentendidos con el consejejero de Agricultura, Jesús Arango, que vió en él a un opositor político -dicen- cuando solo era, ni más ni menos, que un independiente con ideas. Eran tiempos del eucalipto, las cuotas de la leche, el no se qué de abandonar el campo.
Sergio supo de tarascadas, de siegas malintencionadas bajo los pies, de empujones, de desprecios a su capacidad y a las buenas intenciones. No desfalleció jamás. Puso su bandera de calidad en cada esquina de su labor, de hombre honesto, cabal, serio en el trabajo, inflexible con la tontería.
Le avisaron de la noche a la mañana que tenía que dejar la Pomológica de Villaviciosa. Anduvo con un disgusto inmenso, porque lo entendió como una cuchillada, no a él, sino a su proyecto más querido, al que llevaba dedicando casi treinta años. Emprendió algunos negocios nuevos y se refugiaba desde entonces en Colunga y Gijón, más que en Oviedo. Andaba algo escapado de los bullicios, escribía para luego.
Los reveses forzados no le habían afectado al sentido del humor con notas ácidas que tanta rabia causaba a los que pretendían haberle hecho daño, y que adornaba con una sonrisa socarrona que podía interpretarse como de suficiencia, y que era solo de defensa, una antesala para que no le entraran a mansalva.
Alguna vez, mientras tomábamos un café para curarme los malos aires de expatriado, y mientras me ponía al tanto de la familia y de las otras cosas, me contaba chistes. Que me perdone en esto, pero me parecían bastante malos.
Se reía con ganas de las tonterías que preocupaban a otros. Como pueden reirse los gigantes de los enanos, de sus comparsas y sus pajes. Por cierto, que sabía hacerlo en inglés, incluso, porque, a diferencia de tantos otros de su generación, había tenido también tiempo para hacerse entender en otras lenguas.
En la próxima reencarnación lo haremos aún mejor, Sergio, estáte bien seguro. En la paz del espíritu, es donde mejor se aprende.
4 comentarios
albert -
Marta Álvarez-Requejo -
Terminamos tomando café en una terraza junto a la Plaza de Oriente. Antes de volver a casa, visitamos la Galería de Arte Ébano, donde compró un cuadro. Hoy preside el salón de la casa de Oviedo, confortando a mi madre con sus colores cálidos.
Fué su último viaje a Madrid, no pudo resultar mejor, el recuerdo es entrañable.
Beatriz Alvarez -Requejo -
Estoy segura que él lo habrá recibido con esa sonrisa suya tan característica de complacencia, ya que sabes lo mucho os aprecia a tí y a tu hermano Juan "su compañero de dominó"
Juan Carlos Arias -