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El blog de Angel Arias

Cómo no montar un restaurante: Factores ajenos al negocio

¿Se ha preguntado alguna vez porqué McDonalds prefiere instalar sus máquinas de expedir hamburguesas en locales singulares? ¿Cree que un restaurante de comida kosher al lado de la catedral de Burgos tendrá el mismo éxito que otro instalado junto a una mezquita?

Puede responder como desee a ambas preguntas y a otras con similar intención, pero lo prevengo que habrá factores ajenos a Vd. que puede hundirle el negocio, de la misma manera que determinadas circunstancias pueden catapultarle a la fama sin haber movido un dedo de más.

Una de las maldades que le proporcionarán innumerables quebraderos de cabeza es la persistente intención de los ediles de casi todas las ciudades de gastarse el dinero público en renovar las aceras o alquitranar las calles, en especial, cuando se avecinan períodos electorales.

Madrid es un ejemplo paradigmático. Mi restaurante, ubicado en una hermosa placita del Madrid de los Austrias, se vió asaltado sucesivamente por una colección interminable de obras que conmovieron los cimientos de mi supuesto negocio. Obras que se realizaron sin aparente coordinación y, desde luego, con resultados perniciosos para mi salud y socavando el atractivo que pretendía dar a mis clientes.

Primero, fue la hipotética rehabilitación de la iglesia que daba a la placita que compartía con mi negocio. Un buen día, sin encomendarse a Dios ni al diablo, una entidad que tenía que ver con la conservación de los edificios singulares, decidió que había que gastarse unos dineros en pintar la fachada de la vetusta casa divina, para lo que un contratista endemoniado tendió unos andamios que ocuparon la mayor parte del espacio de entrada a mi restaurante.

Como surgieron no se qué problemas con la contratación, los pagos al contratista o la voluntad divina, la obrita se prolongó durante meses, el polvo inundaba la terraza y los interiores del local, y, no coincidiendo las horas de descanso con las del servicio de comidas (qué va) el ruido de excéntricas, amoladoras, interjecciones, órdenes gritadas, golpes desaforados, animaba, para desesperación de todos, la placidez de la zona.

Cuando terminaron con aquella obra, surgió en no se qué mente privilegiada, la idea de cambiar el transformador subterráneo que, por todos los santos, se encontraba justamente colindante con la fachada. La conducción del cableado motivó levantar el pavimento de acceso al restaurante, que, siendo de naturaleza inventariada, fue realizado con el conveniente cuidado para que la ejecución del desaguisado durante otro par de meses.

Apenas si se había terminado aquella obra ciclópea, el Ayuntamiento decidió cambiar el adoquinado y renovar los valiosos bolardos que servían de obstáculo insalvable para automóviles y tampa para peatones inadvertidos.

No fue suficiente. El cuerpo incorrupto de Velázquez (o algo así) esperaba, según sesudos estudios de investigadores históricos, en la plaza de Ramales, en la que se realizaba un aparcamiento subterráneo que, por supuesto, no admitió ninguna plaza para un local comercial, ya que estaba destinado solo a vecinos de la zona.

La obra, que estuvo paralizada durante años, se complementó adecuadamente con la erección de una Escuela de Música en la que el arquitecto o la constructora, o ambos, habían calculado unos cuantos centímetros de más parra el asentamiento de la fachada, lo que motivó la diligente actuación de la inspección municipal, paralizando la construcción durante otros cuantos años.

Como la terraza del restaurante se encontraba en territorio privado, y el uso de aquel espacio estaba autorizado por los estatutos comunitarios, únicamente para el local, solicitamos el cierre. Presentamos un hermoso proyecto, al estilo de los deliciosos restaurantes que embellecen tantos lugares parisinos, con acristalamiento practicable, que daba un indudable realce a la zona y permitía aislar a los comensales de la vorágine que se tejía alrededor.

Teníamos, además, otras poderosas razones. Siendo un espacio de relativo poco tránsito, algunos de los desarraigados que utilizan el centro de Madrid como lugar de descanso callejero y que habían encontrado en la terraza porticada del restaurante un lugar ideal, utilizaban aquel espacio privado para pernoctar, añadiéndole los usos secundarios que la satisfacción de sus necesidades fisiológicas implicaba.

Todos los vecinos estuvieron de acuerdo en autorizar el cierre, menos un propietario, conocido actor de cine y de teatro, que, sin conocer el proyecto -y, desde luego, sin haber vivido jamás en el barrio-, delegó su contundente negativa en el presidente de la Comunidad.

Tampoco el concejal de distrito se quedó atrás. Comprendiendo las razones que nos asistían, alegó que no podía darnos permiso para el cierre, ya que la zona estaba considerada de alto valor histórico, pero que haría la vista gorda mientras él se mantuviera como responsable municipal.

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