Blogia
El blog de Angel Arias

¿A qué nación se atribuye la Fiesta Nacional de los toros?

Una corrida de toros posee una estética indudable.

La plaza, entre luces y sombras, con los tendidos abarrotados de tensión y sensualidad. El acto en sí, aunque provisto de un ritual rígido, goza de la emoción de lo imprevisto. Para unos pocos, una faena memorable; para muchos, qué se se yo, que puedan decir que estuvieron allí, que el torero resulte empitonado, que la faena haya sido memorable, que tenían que acompañar a unos extranjeros para que viesen en vivo y en directo una corrida de toros, la fiesta nacional por excelencia.

Se puede disfrutar ya desde toriles, analizando los colores, testuces, cornamentas, portes y caracteres de los bichos. Cuando suena el clarín, anunciando la apertura oficial del festejo, es un deleite visual contemplar el vistoso paseíllo de los figurantes que, salvo los destinados al sacrificio, -que permanecerán enclaustrados-, desfilan con un aire inequívoco de los gladiadores romanos en los circos, que tanto hemos visto en las películas.

Allá van, entes propicios a ser descritos en su cabalgata heroica por el magistral Rubén Darío, el de ya se oyen los claros clarines, la espada se anuncia con vivo reflejo. Precedidos por el alguacilillo con las llaves de los toriles, se alinean los toreros, ataviados con trajes de colorines, monteras y capotes, ordenados por cuadrillas y antigúedades, y están luego los rorondos picadores aupados en sus bien empetados caballos cuarterones, tal vez disfrazados aquellos de sanchopanzas rutilantes.

Luego vienen, igualmente altivos a pesar de lo humilde de su condición en esta fiesta, los subalternos y monosabios, tal vez con sus escobillas de barrer y sus recogedores de boñiga, con las boinas airosamente caladas y sus fajas bien apretadas, portando de los ronzales las mulillas enjaezadas con penachos, cintas y campanilas.

Terminado el desfile preliminar, las expresiones de belleza plástica alcanzan puntos álgidos con las salidas de los animales de toriles, saliendo enfervecidos porque están recién marcados en sus crestas con la divisa de esa ganadería que tanto los mimó en el campo y ahora los entrega al espectáculo El silencio se hace espeso de admiración al primer parón  de la descompuesta embestida, quizá a puerta gayola, que realiza el torero-matador, conteniendo con un ademán de poderío y valentía, la furia ciega del berraco.

Siguen luego, en ordenada cadencia, más pases con la intención de templar, con el capote desplegado como una bandera, y no faltarán los volapiés y adornos que ceñirán el trapo sobre el bravo torero hecho mástil, vestido el postulante a la heroicidad inenarrable como si fuera un figurín homosexual, mientras el toro-macho, aún masticando su perplejidad de semental hecho de furias, vuelve el testuz al pasar, bufando sorprendido.

¿Se queda aquí el placer estético?. En realidad, ni mucho menos. Hasta los más defensores de la improcedencia del maltrato, han de reconocer belleza plástica que se compone en las sucesivas suertes. Está primero el profesional agujereado del toro, realizado con maestría y cánones, pues no se debe escarbar en las carnes abiertas,  ni hay que encelarse en el castigo.

Por ello, se puede incluso gozar de la pureza de los chorreones rojizos de la sangre del astado deslizándose camino abajo por los costillares potentes, goteando acaso la arena antes impoluta. Es bello, firme, el sentimiento de saber que el animal ha sido herido en lo alto del solomillo por la acerada pica, pero es preciso notar la bravura con la que el irracional se defiende, apelando a su inconsciencia, de quien cree ser su enemigo, una especie de centauro de naturaleza imprecisa, y cómo puja para quitárselo de encima, batiendo con las astas los cencerros, para contento de entendidos.

Viene luego la suerte de las banderillas (mala suerte en todo caso para el toro), bellísima en la carrera del encuentro entre el hombre y el toro, citándolo aquel a éste de lejos, como debe ser, a pecho descubierto, entrando en concordancia disímil contra las querencias del bicho, y apreciar, con juicio que ha de atender a la posición en que quedan, tras el alzar de los brazos, la juntura de los pies, el salto estético, sitas en el lomo, en todo lo alto y juntos si es posible, uno tras otro, hasta tres pares de banderillas, que serán incluso de más castigo si en el animal no se ha apreciado la bravura hasta ese momento en que todo iba de tiento, es decir, de prueba y mentirijillas.

Qué decir del paroxismo que ha de llegar presto. Las variadas opciones de pasar por alto, de pecho, al natural, de espaldas o rodillas, a una mole de más de quinientos kilos, arrimándose y embadurándose ambos -torero y toro- de sus recíprocas sangres, en una comunión llena de advocaciones a lo sublime. Venga Velázquez y lo vea. Tantos artistas han plasmado con grafismos este evento, que huelga profundizar en el arte que toda esta parafernalia encierra.

Qué bello, en fin, es ver morir al toro, después de una estocada certera, hasta la bola, en manos del que lo cuadró para entrar a matar, sustituyendo el engaño de madera por una verdad acerada, resuelto a la postre para terminar de redondear una faena cuando le notó al bicho sin capacidad para dar más juego de vueltas o revueltas, o convencido de que la faena está cumplida y le espera al héroe la recompensa del aplauso y más dinero en la próxima corrida.

Ver al vacuno cayendo, destrozado de ser factible su corazón, tambaleándose hasta arrimarse a las tablas, es una emoción que, aunque solo puedan entender en su plena salsa los verdaderos taurinos, presenta igualmente para el profano color, emoción, y fuerza sin parejos. Y, desde luego, será culminación de placeres ver al héroe alzarse con el trofeo de una o las dos orejas cortadas, calientes los apéndices todavía, del que apenas hace un par de minutos era un prodigio de músculos y fuerza.

No hay que regalarlas, no; hay que merecerlas, reclamarán los entendidos, que desprecian la facilidad con la que el vulgo concede trofeos a los matadores, caído en las trampas de lo que no vale tanto, porque no es arte, sino engañifla, debido a las argucias que tienden a los tendidos los que quieren pasar por la plaza, sin arriesgar, ganar su pan sin poner las gónadas al aire. 

El día 10 de julio de 2009, en el encierro del día, dentro de las Fiestas de San Fermín, que atraen a cientos de miles de personas a Pamplona, murió, corneado por un toro de los que se lidiarían por la tarde, un joven de 27 años que hasta entonces venía corriendo, año tras año, en esta y otras ferias, delante y detrás de muchos animales. Unos con cuernos, la mayoría sin ellos; unos, cuerdos y descansados; la mayoría, insomnes y borrachos; unos, sabiendo lo que hacían, preparados para correr rizando el rizo de ver la muerte de cerca pero creyendo que no les iba a tocar la mala suerte; la mayoría, arriesgando la vida propia, pero poniendo en peligro la de los demás con su ignorancia, en tropel insensato.

Hacía 14 años, o tres, o cuatro días, dicen las crónicas, que no había muertes por razón directa de los encierros. Magulladuras, sí, muchas; heridas graves y leves por asta de toro, puede. Escoceduras, roturas, lesiones por pisotones y tropiezos, desde luego.

Tampoco ha habido muchas muertes de toreros, si se relativiza respecto al número de corridas y practicantes del oficio. Ha habido, algunas cornadas graves, de esas que levantan la emoción del espectáculo y confirman que frente a un irracional la partitura tiene que ser tocada en fino y conlleva su peligro. Una buena parte de los matadores llevan en sus cuerpos las señales de las astas, costurones que son el trofeo no deseado que imprime casta al oficio.

En todas las plazas es, desde hace tiempo, obligatorio un servicio médico de urgencias para atender a los percances de la lidia que afecten a las personas. Los partes de los galenos son profesionales y, por repetidos, predecibles: Herida por asta de toro con doble trayectoria, de 20 centímetros, muy grave, pero no mortal, salvo complicaciones posteriores.

Los que se mueren, prácticamente siempre, -escasísimos han sido los indultados- son los toros.

El mantenimiento de este espectáculo cruento basado en la confrontación de dos naturalezas, la de un animal irracional (el toro), que tiende a embestir lo que le irrita, con la cara por delante (pues ve mal por los lados) y la de un animal racional (el torero, vestido de lentejuelas, aunque en otra época las cretenses parece ser iban desnudas), se defiende en que es una fiesta nacional, una tradición secular, incrustada en nuestra idiosincrasia.

Además, se argumenta en que sostiene muchos puestos de trabajo y que, además, los toros están bien cuidados en la dehesa y que es preferible para ellos pasar veinte minutos malos que vivir estabulados toda la vida, cuyo fin será siempre el matadero y venir al plato convertidos en filetes.

No basta con justificar la fiesta de los toros por su belleza plástica. Es también bello, y para muchos, más ver los animales en el campo, sentir la naturaleza libre y a su antojo. Son bellos los crucificados de Dalí o Velázquez, los hermosos cuerpos asaeteados de los San Esteban, los empalados de los Via Crucis. Son, para según que gentes, hermosas las monterías y cacerías de animales salvajes, atraen los accidentes aparatosos, las lapidaciones de adúlteros, las caídas por la escalera de los ancianos, sentimos curiosidad por las desgracias ajenas, organizamos sepelios con multitudes en honor de los vivos.

Y no por ello estamos a favor de repetirlos por el gusto que dan a los mirones. 

¿A qué nación se atribuye la Fiesta Nacional de los toros? ¿A España? ¿A Castilla? ¿A Navarra?. Seguro que podemos vivir sin ella.

Aunque desaparezca la improbable "raza de toro de lidia", aunque los toreros y sus apoderados y demás figurantes de la Fiesta, tengan que ser subvencionados (también) en otros oficios menos aparentes, y aunque esos cientos de miles de enfervecidos sanfermineros tengan que ir a emborracharse a otra parte o, siendo más sensatos, dedican su tiempo de diversión a recuperar algo el paisaje degradado (por ejemplo), leer un libro o parlotear sobre la estética.

Por supuesto, tampoco se perdería nada si los genuinos aficionados taurinos, esos que conocen los detalles de cada movimiento de toreros y toreros a la perfección y hasta les han puesto nombres, y juzgan pases y distancias como si les fuesen en ello las lentejas, tuvieran que desalojar las plazas taurinas y fueran compelidos a gastarse los mismos euros de las entradas en visitar algún museo, aprendiendo así algo más sobre las formas de juzgar otras bellezas y apreciar mejor, con menos saña, los encantos del arte y la naturaleza.

(El toro que corneó a la muerte al joven Daniel Jimeno Romero, Capuchino, de la muy noble y acreditada ganadería de Jandillo, fue lidiado esa misma tarde, y en una memorable faena, el Fandi le cortó una oreja)

1 comentario

miguel -

Has visto el encierro de hoy. Para mí no tiene ningún sentido, toda esa gente jugándosela vida por nada. Y luego en las noticias, dicen que van a darle el nombre de una calle al chico que se murió el otro día. Se me ocurren muchos más héroes anónimos, que se merecen calles y reconocimientos en este país, comparados con los corredores de encierros. En fin, qué país.