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El blog de Angel Arias

Cómo no montar un restaurante: Las tertulias (3)

Las tertulias confirieron al restaurante AlNorte una individualidad, sin duda y nos permitieron a la pareja propietaria -sobre todo a mí, lo reconozco- presumir de restaurador innovador. Sirvieron también, en un Madrid que no permite el encuentro entre conocidos ni propicia las nuevas amistades, especialmente para quienes ya no están en edad de merecer, para que todos ampliáramos el círculo de conocimientos, en personas y en sabiduría.

Esos varios cientos de gentes de variadas profesiones e inquietudes personas que acudieron en algún momento al local para participar en una tertulia, disfrutaron de la ocasión de conocerse, de analizar al otro, y en el mejor escenario posible: mientras cenaban, hablando de lo que les interesaba, o escuchando, que es la más difícil de las opciones, a menudo el grado máximo de manifestación de inteligencia.

Así que el restaurante dejó de ser el capricho de una top-model -y un anónimo emprendedor-, para convertirse en un sitio de moda cuya diferenciación se había colocado en dos ejes, a saber: era el local en donde mensualmente se reunían representantes variados de la sociedad española -incluso con aditamentos extranjeros- para contemporizar en plan amistosa y era también un restaurante romántico, discreto, elegante, al que se puede ir con la pareja, situado en el Madrid céntrico pero menos conocido, para confesarle amor antes de pasar a mayores.

De lo romántico, debo confesar que el mejor cliente de la famosísima mesa 24, de origen tan espurio como logrado -recuerdo al lector que la creé reduciendo la entrada a los servicios, pues me parecía un despilfarro de espacio y acabó siendo la única mesa del mundo que tiene dedicada una poesía y escenario de múltiples declaraciones de amor- no fue una pareja estable.

Una bella dama cuya profesión nunca supe, aunque no tardé en imaginármela, reservaba con encomiable regularidad aquella mesa 24, en la que los comensales quedaban al abrigo de miradas indiscretas pero podían examinar al que pasaba. Su acompañante nunca era el mismo, si bien la escenografía y el menú se repetían: arrumacos, menú romántico, toqueteos bajo la ménsula y champán francés. Pagaba, por supuesto, siempre él . Mis colaboradores en la Sala se hacuían lenguas de las buenas propinas que solían aparecer cuando se iban en la libreta de cuero con la que presentábamos la factura, de importe poco usual para épocas de crisis.

Las tertulias tenían tanto éxito y me ocupaban tanto tiempo -preparación, captación de tertulianos, dirección de la charla, confección del acta, consecución de aprobación, corrección de errores, difusión en la página web, etc- que, de cuando en cuando, comentaba con algunos amigos que necesitaba árnica. ¿Por qué no hacer de la necesidad, virtud, y trasladar las tertulias a otro local, más adecuado, en el que las periódicas reuniones no tuvieran que trastocar el espacio del restaurante?

(sigue)

 

1 comentario

Fernando R. Ortega -

Debo reconocer que yo disfruté en muchas de ellas y siempre me pareció un lugar perfecto. Un abrazo